Todavía con luz crepuscular franqueamos las recias puertas de roble y hierro de la gran aljama de la ciudad. Hacia un frío endiablado y una densa humedad calaba la ropa hasta los huesos. Al contrario que en Estella, en Nájera se advertía una gran estimación por los israelitas que, al vivir sin el temor de ser agraviados por los gentiles, habían establecido comercios en todos los barrios y en todas las calles principales del centro, especialmente alrededor de la plaza del mercado y del palacio de Doña Toda.
La aljama najerense era idéntica en su trazado al barrio judío de París y a los calls y juderías de Aragón y Navarra: callejuelas ceñidas, adarves, casas pequeñas con patios y rejas de madera, baños públicos… Los hebreos, estuvieran donde estuvieran y por encima de fronteras y culturas, formaban un pueblo ardorosamente unido por la Torá, y sus barrios (auténticas ciudades amuralladas dentro de las propias ciudades cristianas) les mantenían a salvo de las creencias, usanzas y conductas ajenas. Su temor al éxodo inesperado les llevaba a desarrollar tareas que no implicaran posesiones de penoso acarreo en caso de expulsión, y por eso la mayoría de ellos eran grandes estudiosos y apreciados artesanos, aunque los que se dedicaban a la usura y obtenían de ella pingües beneficios, o los que cobraban los diezmos para los reyes cristianos, despertaban en el pueblo un odio feroz.
En los callejones de la aljama preguntamos a cuantos nos cruzamos si habían oído hablar de una judía francesa llamada Sara que debía haber pasado por allí ese mismo día o quizá el día anterior, pero nadie supo decirnos nada en concreto. Cuando, por fin, un vecino nos indicó la conveniencia de preguntar a un tal Judah Ben Maimón, renombrado sedero cuyo establecimiento era lugar de reunión para los muccadim de la judería najerense, optamos por hacerle una visita, ya que si la francesa había pasado por allí, él lo sabría con certeza y podría informarnos.
Judah Ben Maimón era un venerable anciano de largas patillas blancas y rizadas. Su rostro arrugado desprendía gravedad y sus ojos negros brillaban intensamente con la claridad de la lumbre. Un penetrante olor a tinturas impregnaba la tienda, angosta aunque opulenta, de cuyo techo, cruzado de alcándaras, colgaban hermosísimas telas irisadas que, a la luz de las llamas, desprendían reflejos tornasolados. El mostrador a un costado y, enfrente, unas repisas colmadas de tambores de sedas persas y moriscas constituían todo el mobiliario.
– ¿En qué puedo servirles, nobles señores?
– Shalom, Judah Ben Maimón -dije adelantándome un paso hacia él-. Nos han dicho que sois el hombre indicado para darnos razón de una mujer judía que ha debido pasar por Nájera en las últimas horas. Se llama Sara y es de París.
Judah se quedó en suspenso unos instantes mientras nos observaba detenidamente con gran curiosidad.
– ¿Qué queréis de ella? -preguntó.
– La conocimos no hace mucho en su ciudad y, hace unos días, en Puente la Reina, nos informaron que se hallaba, como nosotros, camino de Burgos. Nos gustaría volver a verla y creemos que ella no pondrá reparos a que la encontremos.
Los dedos del judío comenzaron a tamborilear sobre el mostrador mientras abatía la cabeza como si tuviera que tomar una importante decisión. Al poco, la irguió de nuevo y nos miró.
– ¿Cuáles son vuestros nombres?
– Yo soy don Galcerán de Born, peregrino a Santiago, y éste es mi hijo García. El anciano es un compañero de viaje que ha tenido a bien agregarse a nosotros.
– Está bien. Esperad aquí -dijo desapareciendo tras unas cortinas a su espalda.
El muchacho y yo nos miramos, desconcertados. Yo arqueé las cejas para indicarle mi perplejidad y él, en idéntica respuesta, se encogió de hombros. Aún no había puesto fin al gesto cuando las cortinas se levantaron de nuevo y la cara aturdida de Sara apareció frente a nosotros.
– Pero ¿cómo es posible…? -preguntó casi en un grito.
– ¡Sara la hechicera! -exclamé soltando una carcajada-. ¿Dónde habéis dejado vuestro grajo parlanchín?
– Se quedó en París, en casa de una vecina a quien vendí mis útiles de brujería.
Sonreía. ¡Qué sonrisa más encantadora! Sin duda, yo era víctima de algún embrujo, pues no podía dejar de mirarla. A través de una bruma inexistente observé que llevaba el extraño pelo blanco recogido tras la cabeza con una redecilla, que su piel nacarada había adquirido un agradable tono dorado debido sin duda al viaje y que las constelaciones de lunares y pecas continuaban en sus sitios respectivos, según yo recordaba quizá demasiado bien. Como siempre que estaba con ella, tenía que ejercer un férreo control sobre mis emociones. Me di cuenta que me hallaba, precisamente, en la situación que había querido evitar cuando me encontrara con Sara: ella sabia que Jonás era mi hijo, pero había prometido tratarle como mi escudero, que era lo que el muchacho creía ser; por otro lado, allí estaba Nadie, que gracias a una mentira, creía que Jonás era mí hijo verdadero, como así era. ¿Y ahora qué hacía yo? Debía tomar, rápidamente, las riendas de la situación, antes de que se produjera algún desliz irreparable.
– Aquí tenéis a mi hijo García, ¿le recordáis, Sara?
Sara me miró sin comprender, pero, como era una mujer perspicaz, en cuanto me vio desviar la mirada imperceptiblemente hacia el viejo, se puso a la altura de las circunstancias.
– Me alegro de veros, García -repuso poniéndose de puntillas para alcanzar con la mano la testa despeinada de Jonás-. Veo que habéis seguido creciendo y que ya sois tan alto como vuestro padre.
– Y yo me alegro de que no hayáis traído a vuestro grajo -puntualizó Jonás por todo saludo, pero, a pesar de la brusquedad que imprimió a sus palabras, sus labios curvados en sonrisa y el rojo bermellón de sus carrillos indicaban la satisfacción que sentía de volver a verla.
– Y éste, Sara -dije continuando con los saludos y las presentaciones-, éste es Nadie, un compañero de viaje que nos ha facilitado con su generosidad el que hayamos podido encontraros.
– ¡Qué nombre tan curioso! ¿Cómo habéis dicho que se llama…?
– Me llamo Nadie, doña Sara. Fue don Galcerán quien me puso este nombre, aunque bien es verdad -quiso puntualizar rápidamente- que tengo otro más apropiado a mi condición de viajero y comerciante, pero como Nadie me gusta, si no os incomoda demasiado, llamadme así.
– Por supuesto, señor, cada cual es muy libre de hacerse llamar como más le guste.
– ¿Y vos, Sara? -pregunté sin dejar de mirarla-. ¿Qué hacéis vos por aquí?
– Es una historia muy larga para el corto tiempo que ha pasado desde que os marchasteis de París. Y ahora tampoco es el momento de contarla. Lo importante es saber si habéis cenado y, sí no es así, si os apetecería compartir conmigo la humilde mesa de los Ben Maimón.
– Sí que hemos cenado -comenté desolado, y profundamente arrepentido de no haber dejado al muchacho y al viejo en el albergue. Aparte de concretar que haríamos el camino juntos hasta Burgos, no tenía ninguna buena excusa para prolongar el encuentro con Sara; estaba claro que en aquel momento ni yo podía contarle a ella el motivo de nuestro viaje ni ella podía contarme a mí el motivo del suyo. Me convencí de que la única solución era concertar una cita para más tarde, para cuando hubiera logrado desembarazarme de mis dos acompañantes, pero, por fortuna, Sara había tenido los mismos pensamientos, porque cuando nos despedimos hasta el día siguiente en la puerta de la tienda de Judah, se las arregló para deslizar subrepticiamente en mi oído el recado de que me esperaba en la puerta del mercado en cuanto el chico y el viejo se durmieran.
Poco antes de la hora de maitines, a medianoche, la respiración acompasada de Nadie y los farfulleos incoherentes del muchacho me indicaron que había llegado el momento de abandonar el aposento de la alberguería y dirigirme a la cita con Sara. Tuve que avanzar escondiéndome de las patrullas nocturnas, pero al final llegué a las puertas del mercado y distinguí, en la penumbra, dos siluetas que me estaban esperando.
– Este es Salomón, el aydem [34] de Judah -susurró Sara, y, cogiéndome de la mano, tiró de mí en dirección a la aljama-. Venid. Aquí corremos peligro.