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– La tarea es inmensa, Santidad -protesté; notaba cómo el sudor corría por mis costados y cómo el pelo se me pegaba al cuello-. No creo que pueda llevarla a cabo. Lo que me pedís es imposible de averiguar, sobre todo si fueron los templarios quienes los asesinaron.

– Es una orden, freire Galcerán de Born -musitó suavemente, pero con firmeza, el gran comendador de Francia.

– ¡Sea, pues, caballero Galcerán, empezad cuanto antes! No disponemos de mucho tiempo; recordad que el templario espera en la ciudadela.

Sacudí la cabeza con gesto de impotencia. La misión era irrealizable, imposible de todo punto, pero no tenía escapatoria: había recibido una orden que no podía, bajo ningún concepto, desobedecer. De modo que aplaqué mi indignación y me sometí.

– Necesitaré algunas cosas para empezar, Santidad: narraciones, crónicas, informes médicos, los documentos de la Iglesia relativos a la muerte del papa Clemente… y también permisos para interrogar a ciertos testigos, para consultar archivos, para…

– Todo eso ya está previsto, freire. -Juan XXII tenía la desesperante costumbre de no dejar terminar de hablar a los demás-. Aquí tenéis informes, dinero, y cualquier otra cosa que os pueda hacer falta. -Y me alargó un chartapacium de piel que sacó de un arca a los pies de la mesa-. Naturalmente, no encontraréis nada que os avale como enviado papal y tampoco gozaréis de mi respaldo si llegáis a ser descubierto. Todas las autorizaciones que preciséis tendrá que proporcionároslas vuestra propia Orden. Supongo que lo comprenderéis… ¿Tenéis alguna última petición que hacernos?

– Ninguna, Santidad.

– Espléndido. Os espero de vuelta cuanto antes.

Y alargó el rubí del anillo de Pedro, el anillo del Pescador, para que lo besáramos.

De regreso a nuestra capitanía, mi señor Robert y yo guardamos un absoluto silencio. La energía del diminuto Juan nos había dejado completamente exhaustos y cualquier palabra hubiera sobrado antes de descansar nuestros oídos de su vertiginosa verborrea. Pero en cuanto entramos en el patio de nuestra casa, con las primeras luces iluminando el cielo, frey Robert me convidó a una última copa de vino caliente en sus dependencias privadas. A pesar del cansancio y la preocupación, jamás se me hubiera ocurrido rechazar la oferta.

– Hermano De Born… El Hospital de San Juan tiene otra misión para vos -comenzó el comendador en cuanto estuvimos instalados y con nuestras copas de vino entre las manos.

– La misión que me ha encomendado el Papa ya es bastante pesada, sire, espero que la de mi Orden no sea tan exigente.

– No, no…, ambas están relacionadas. Veréis, el gran maestre y el gran senescal han pensado que, puesto que tendréis que moveros por ciertos ambientes, entrar en contacto con ciertas personas y escuchar ciertas cosas, estaríais en disposición de recoger algunas informaciones muy importantes para nuestra Orden.

– Os escucho.

– Como sabéis, tras la disolución de la Orden Templaria, sus inmensas riquezas y sus prósperas posesiones debían ser divididas a partes iguales entre los monarcas cristianos y nosotros, la Orden del Hospital de San Juan. El reparto definitivo de sus numerosos bienes ha costado tres años de duros pleitos con los reyes de Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, y con los de los reinos de España. Puedo aseguraros que los caballeros hospitalarios que llevaron a término los acuerdos con unos y con otros tienen bien ganado el paraíso de los pacientes y de los mansos. No he visto jamás acuerdos tan arduos de conseguir ni victorias tan poco satisfactorias. Las fracciones de los tesoros templarios fueron distribuidas en función de las cantidades que, según los documentos, obraban en poder de recaudadores, síndicos, contables y tesoreros reales, así como de los banqueros lombardos y judíos. Sin embargo, cuando fuimos a recoger el oro de las arcas, no encontramos ni un ochavo.

– ¡Cómo!

Frey Robert hizo un gesto con la mano pidiéndome paciencia.

– Fueron encargados rápidamente estudios más serios a eminentes funcionarios y auditores -continuó-. Se intentaba averiguar qué había pasado con el oro, puesto que los castillos, las tierras, el ganado, los molinos, las herrerías, etc., afortunadamente no pudieron ocultarlos. Se investigaron los cartularios con las actividades económicas de la Orden: donaciones, compras e intercambios; contratos de préstamos, registros bancarios, transacciones, arbitrajes, percepción de derechos… Pues bien -siguió el comendador d‘Arthus levantando su copa hacia el techo con gesto desesperado-, los informes revelaron que, o bien los templarios habían sido más pobres que las ratas, o bien habían sido lo suficientemente listos como para hacer desaparecer en el aire la más que importante cantidad de mil quinientos cofres llenos de oro, plata y piedras preciosas, que fue lo que se calculó, grosso modo, que podrían haber tenido en el momento de su detención… quizá, incluso, más.

– ¿Y qué pasó con todas esas riquezas? ¿Dónde están?

– Nadie lo sabe, hermano. Es otro de los grandes misterios que esa condenada Orden ha dejado tras su desaparición. Podría decirse que nos hemos conformado con la primera explicación de los contables: el Temple era más pobre que las ratas; mejor eso que aceptar la pública humillación de haber sido burlados ante nuestras propias narices. Pero si los reyes prefieren ignorar la verdad por motivos de prestigio personal, nosotros deseamos recuperar las riquezas que legalmente nos pertenecen. Por eso, hermano Galcerán, cualquier información que pudierais obtener sobre el oro durante vuestra misión para el Papa, sería de vital importancia para nuestra Orden. Pensad cuántos hospitales podrían construirse con ese dinero, cuántas obras de misericordia podrían realizarse, cuántos hospicios podríamos levantar…

– Y en lo poderosos e influyentes que nos volveríamos -añadí, crítico-, casi tanto como los templarios antes de su desaparición.

– Sí…, eso también, naturalmente. Pero en estos delicados asuntos resulta mejor no entrar.

– Cierto -mascullé-. Mejor no entrar.

– Una última advertencia, freire Galcerán. Sabéis que nuestra Orden y la Orden del Temple fueron secularmente enemigas por cuestiones de fama y renombre. Por ello, en Rodas han pensado que, puesto que vais a encargaros de esta investigación en la que hay tantos intereses de por medio, no sería bueno para vos daros a conocer como freire hospitalario.

– ¿Y en calidad de qué, si puedo preguntarlo, llevaré a cabo la investigación?

– En calidad de nada, hermano, en calidad de vos, simplemente. Pero si os hiciera falta en algún momento identificaros para proteger vuestra persona, diréis que sois miembro de la nueva Orden Militar de Santa Maria de Montesa, recientemente creada por Jaime II de Aragón para limpiar su honor, mancillado por las acusaciones que le imputan haberse lanzado como un ave de rapiña sobre las propiedades del Temple. Por ello, ha destinado los restos menos apetitosos de esas propiedades en el Reino de Valencia a la fundación de esta pequeña Orden, cuyos miembros, los montesinos, se consideran a si mismos herederos espirituales e ideológicos de los templarios, aun cuando entre sus filas apenas figura un puñado de viejos freires milites valencianos que no pudieron optar por la huida.

– Así pues, ahora soy un montesino valenciano.

– Ante todo sois un hombre docto y prudente, hermano Perquisitore, y como tal sabéis que vuestra condición de hospitalario entorpecería sin duda vuestros trabajos, mientras que un montesino siempre será bien recibido en los lugares que por fuerza tendréis que visitar -desató cuidadosamente la basta cuerda de nudos que ceñía su falso hábito franciscano y de entre los pliegues sacó unas cartas selladas que me alargó-. Éstos son los salvoconductos, permisos y afidávit que mencionó el Papa, expedidos por la Orden de Montesa. Figuráis en ellos como médico; hemos pensado que sería más beneficioso para vos en caso de peligro.