Micer Robert se levantó costosamente de su asiento, desentumeciendo sus músculos con gestos de dolor. También mis huesos crujieron cuando me incorporé.
– Es tarde, hermano, el sol ya está fuera. Deberíamos acostarnos y descansar. Vos tenéis un largo camino por delante. ¿Por dónde pensáis empezar?
– Por los documentos que tengo en este cartapacio -repuse propinando unos golpecitos sobre la cartera que me había entregado Juan XXII-. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos probables de la partida.
III
Una gélida y nubosa alborada de principios de junio, pocos días después de la visita al castillo del Papa, Jonás y yo partimos de madrugada rumbo al norte, hacia París. Nuestros caballos presentaban un magnífico aspecto después de aquellas jornadas de abundante comida y descanso en los establos de la capitanía y parecían, además, muy satisfechos con sus nuevas y lujosas guarniciones. Yo, por el contrario, no hubiera podido decir lo mismo sobre mí: amén de cansado, me sentía incómodo y extraño dentro de esas estiradas indumentarias de corte, recluido entre sedas y pieles finas, aprisionado en un elegante abrigo de brocado y ridículo con aquellos terribles borceguíes de puntera curva bordados en rojo y oro.
El joven Jonás seguía enfadado conmigo, sintiéndose poco menos que la víctima de un rapto vergonzoso; casi no había despegado los labios desde la primera noche, dirigiéndome sólo las palabras imprescindibles, pero como yo no tenía tiempo para tonterías, concentrado como estaba en el estudio de los documentos papales, no le hice el menor caso.
Al poco de abandonar Aviñón, apenas un par de horas después, me detuve en seco a la entrada de un pueblecillo llamado Roquemaure.
– Aquí nos quedamos -anuncie-. Adelántate hasta la posada y encarga que nos preparen comida.
– ¿Aquí…? -protestó Jonás-. ¡Pero si este villorrio no parece habitado!
– Si lo está. Pregunta por la hospedería de François. Allí comeremos. Encárgate de todo mientras doy una vuelta por las inmediaciones.
Le vi entrar en el pueblo con el cogote hundido entre los hombros, arrastrando tras de sí las jacas que nos habían dado en Aviñón para cargar el equipaje y que, por su gran tamaño, son allí muy apreciadas y reciben el nombre de haquenées. En realidad, Jonás era un muchacho notable; ni siquiera de su gran orgullo tenía él la culpa, pues se trataba de un pecado de familia que sólo se corregía con el tiempo y con los golpes de la vida.
Roquemaure estaba formado por apenas cinco o seis casas de labriegos que, en realidad, aprovechando que la calzada Aviñón-París atravesaba el pueblo, se dedicaban a dar comida y posada a los viajeros. Su proximidad con la ciudad mermaba un tanto los beneficios, pero se decía que, precisamente por su ubicación, con frecuencia acudían allí los prelados de la corte de Aviñón para encontrarse discretamente con sus enamoradas, y que así se mantenía el negocio.
Pues bien, en Roquemaure se había detenido, la mañana del 20 de abril de 1314, la comitiva del desdichado y enfermo papa Clemente, que había iniciado un viaje -culminado con la muerte- en dirección a su ciudad natal, Wilaudraut, en la Gascuña, para recuperarse de lo que los informes médicos de mi cartapacio de cuero definían como «ataques de angustia y sufrimiento, cuyo único síntoma físico era una fiebre persistente». El decaimiento del Papa obligó al séquito a detener la marcha y a buscar refugio en la única hospedería oficial de la población, la del mesonero François. Unas horas después, entre agudos espasmos de dolor, el papa Clemente moría echando sangre por todos los orificios de su cuerpo.
Ante lo irremediable, y para evitar rumores y comentarios desagradables dada la mala fama del lugar, los cardenales de la Cámara Apostólica decidieron trasladar el cadáver discretamente al priorazgo dominicano de Aviñón, donde el Papa había residido desde el Concilio de Vienne, en 1311. El camarero personal de Clemente, el cardenal Henri de Saint-Valéry, había jurado sobre la cruz que Su Santidad no había ingerido comida ni bebida alguna desde el desayuno, antes de abandonar Aviñón. Curiosamente, poco después, el cardenal Saint-Valéry había solicitado ser enviado a Roma como vicario para encargarse del control de los impuestos en los Estados Pontificios.
El comedor de la hostería era un lugar pequeño y oscuro, de penetrante olor a comida y lleno del humo que las cazuelas exhalaban al calor del fuego. Entre las barricas de vino, apiladas aquí y allá, las paredes del recinto aparecían manchadas de mugrientos lamparones que no eran una buena recomendación para estómagos delicados. Jonás me esperaba, aburrido, en la única mesa limpia del establecimiento, jugando con las migas de una hogaza que le habían dado para acompañar la pitanza. Me senté frente a él, dejando mi abrigo a un lado.
– ¿Qué nos van a servir?
– Pescado. Es todo lo que tienen para hoy.
– Muy bien, que sea pescado. Y mientras nos lo traen, hablemos. Sé que estás ofendido y quiero aclararlo.
– Yo no tengo nada que decir -profirió altanero, para inmediatamente añadir-: Hicisteis un juramento al prior de mi monasterio y habéis faltado a vuestra palabra.
– ¿Cuándo he hecho tal cosa?
– El otro día, cuando llegamos a vuestra capitanía en Aviñón.
– ¡Pero si no había convento mauricense en la ciudad! De haberlo habido, Jonás, hubieras dormido en él. Recuerda que te dije que podías marcharte.
– Sí, bueno… Pero tampoco durante nuestro viaje desde Ponç de Riba hasta aquí me llevasteis a pernoctar en abadías de mi Orden.
– Si no recuerdo mal, hicimos el viaje a tal velocidad que tuvimos que dormir al raso casi todos los días.
– Sí, también eso es cierto…
– Entonces ¿cuál es tu queja?
Le vi debatirse atormentadamente entre la falta de argumentos y la certeza indemostrable de que yo no le dejaría volver al monasterio. Mi observación silenciosa de su impotencia no era crueldad; quería que encontrara la manera de defender de forma lógica lo que sólo eran sensaciones -acertadas- que luchaban en su interior por encontrar la manera de expresarse.
– Vuestra actitud -farfulló al fin-. Me quejo de vuestra actitud. No manifestáis el apoyo que un maestro dispensa a su aprendiz para que cumpla con sus obligaciones.
– ¿A qué obligaciones te refieres?
– La oración, el santo oficio del día, la misa…
– ¿Y soy yo quien debe obligarte a algo que debería nacer de ti…? Mira, Jonás, yo jamás impediré que lleves a cabo estas actividades, pero lo que no haré nunca será recordarte que debes hacerlas. Si es tu deseo, cúmplelas, y si no lo es, ya eres mayor para plantearte seriamente tu vocación.
– ¡Pero yo no soy libre! -gimió como el niño pequeño que en el fondo era todavía a pesar de su estatura-. Fui abandonado en el monasterio y mi destino es pronunciar los sagrados votos. Así está escrito en la Regla de san Mauricio.
– Ya lo sé -confirmé paciente-. También ocurre en los monasterios cistercienses y en otros de menor importancia. Pero recuerda que siempre se puede elegir. Siempre. Tu vida, desde que empiezas a tener un cierto control sobre ella, es un conjunto de elecciones acertadas o equivocadas, pero elecciones al fin y al cabo. Imagínate que estás trepando a un inmenso árbol del cual no puedes ver el final; para llegar hasta lo más alto de la copa debes ir eligiendo las ramas que te parezcan más acertadas, y vas, permanentemente, desechando una y eligiendo otra, que, a su vez, te llevará a una nueva elección. Si arribas a donde querías arribar, es que escogiste bien la trayectoria; si no, es que en algún punto te equivocaste, tomaste la decisión equivocada y las preferencias posteriores ya estaban condicionadas por aquel error.