— Bien, ¿qué más?
— Paciencia. Salvador es asaltado por bandidos — Cristo puso el dedo en el pecho de Zurita —, y yo — se golpeó el pecho —, como araucano honrado, le salvo la vida. Entonces para Cristo no habrá secretos en casa de Salvador. («Y mi faltriquera severa repleta de pesos de oro» — concluyó para su coleto.)
— ¡Vaya! No está mal.
Y determinaron el camino por el que Cristo debería llevar a Salvador.
— La víspera de la partida les lanzaré una piedra roja por encima del muro. Estén atentos.
Pese a la minuciosidad con que había sido elaborado el plan del asalto, una circunstancia imprevista estuvo a punto de hacer fracasar la empresa.
Zurita, Baltasar y diez matones, contratados en el puerto — vestidos de gaucho y bien armados —, esperaban a caballo su víctima lejos de los poblados. Era una noche oscura. Los jinetes permanecían expectantes, esperando oír trápala de caballos. Pero Cristo no sabía que Salvador no iba de caza a la antigua, como se estilaba años atrás.
Los malhechores oyeron de súbito el ruido de un motor que se aproximaba veloz. Por detrás de un cerrillo aparecieron las deslumbrantes luces de dos faros. Un enorme automóvil negro pasó como una exhalación por delante de los jinetes, sin que éstos llegaran a comprender lo que había sucedido. Zurita, desesperado, profería blasfemias. A Baltasar, por el contrario, le causó risa.
— No se desespere, Pedro — dijo el indio —. Buscando salvación del calor que hace por el día, gracias a los dos soles que Salvador tiene en el vehículo, viajarán por la noche. Por el día descansarán. En el primer alto que hagan los alcanzaremos. — Baltasar espoleó el caballo y galopó tras el automóvil. Los demás le siguieron.
Llevaban unas dos horas de camino, cuando los jinetes divisaron una fogata en la lejanía.
— Son ellos. Algo les ha sucedido. Quédense aquí, yo me acercaré a rastras y me enteraré de lo que pasa. Espérenme.
Baltasar desmontó y reptó como una culebra. Al cabo de una hora ya estaba de vuelta.
— La máquina no tira. Se estropeó. La están arreglando. El vigilante es Cristo. Hay que apurarse.
Todo lo demás se produjo en un santiamén. Los asaltantes sorprendieron a los hombres de Salvador y, antes de que pudieran reaccionar, los amarraron a todos de pies y manos: a Salvador, a Cristo y a tres negros más.
Uno de los sicarios, el jefe de la banda — Zurita prefería mantenerse inadvertido —, le exigió a Salvador un rescate subido.
— Pagaré. Suélteme — respondió Salvador.
— Eso por ti. ¡Pero vas a tener que pagar otro tanto por tus tres acompañantes! — añadió el astuto malhechor.
— Esa cantidad no podré entregársela de inmediato — repuso Salvador tras reflexionar.
— ¡Matémoslo entonces! — gritaron los bandidos.
— Si no accedes a nuestras condiciones, al amanecer te mataremos — dijo el asaltador.
Salvador se encogió de hombros y respondió:
— No tengo disponible esa cantidad.
La tranquilidad de Salvador asombró al bandido.
Dejando tirados tras el automóvil a los hombres maniatados, los malhechores comenzaron a registrar el vehículo y hallaron el alcohol que el doctor llevaba para las colecciones. Se lo tomaron y la borrachera que cogieron fue mayúscula.
Momentos antes de que amaneciera alguien llegó arrastrándose hasta Salvador.
— Soy yo — dijo bajito Cristo —. He conseguido soltar las ligaduras y matar al bandido del fusil. Los demás están borrachos. El chofer ya arregló el coche. Apresurémonos.
Subieron de prisa al auto, el chofer manipuló el encendido y arrancaron a todo trapo.
Se oyeron gritos y disparos sin orden ni concierto. Le estrechó fuertemente la mano a Cristo.
Después de la escapada de Salvador se enteró Zurita — por boca de sus secuaces — de que el doctor había accedido a pagar el rescate. «Habría sido preferible — pensó el capitán — quedarnos con el rescate y abandonar la idea de secuestrar al 'demonio marino', cuya feliz utilización se presenta incierta a todas luces.» Pero la ocasión se había perdido y sólo quedaba esperar noticias de Cristo.
EL HOMBRE ANFIBIO
¿Cristo esperaba que Salvador le llamara y le dijera: «Cristo, tú me has salvado la vida. A partir de ahora no habrá secretos para ti en mis posesiones. Vamos, te mostraré al 'demonio marino' ».
Pero, al parecer, Salvador no se proponía hacerlo. Le recompensó generosamente por la salvación y se enfrascó de nuevo en su labor científica.
Sin pérdida de tiempo, Cristo se puso a estudiar el cuarto muro y la puerta secreta. Tardó mucho en descubrirle el intríngulis, pero al fin lo consiguió. Una vez, palpando la puerta, apretó una protuberancia casi imperceptible y, de pronto, la puerta se abrió. Era pesada y gruesa, como la de una caja fuerte. Cristo cruzó rápidamente el vano, pero la puerta se cerró detrás de él. Esto le preocupó. Comenzó a examinarla minuciosamente, apretó todos los salientes, pero la puerta no se abría.
— Yo mismo me encerré en la trampa — rezongó Cristo.
Pero no le quedaba otro remedio, recorrería este último y enigmático jardín de Salvador.
Cristo se vio en un jardín cubierto de maleza. Era una pequeña depresión, rodeada por todas partes de un alto muro de rocas colocadas artificialmente. Desde allí no sólo se oía el oleaje, sino hasta el ruido producido por los guijarros en el bajío.
La vegetación — árboles, arbustos — era allí de la que se da habitualmente en suelos húmedos. Por entre altos y frondosos árboles, que protegían perfectamente contra el implacable sol, corrían numerosos arroyos. Decenas de surtidores atomizaban el agua, dispersándola y humectando el ambiente. Estaba húmedo como en las orillas anegadizas del Mississippi. En medio del jardín había una pequeña casa de mampostería con azotea. Sus muros estaban cubiertos de hiedra. Las persianas verdes de las ventanas, bajadas.
Cristo llegó hasta el final del jardín. Junto al mismo muro, que separaba la hacienda de la bahía, había un enorme estanque cuadrado — rodeado de árboles densamente plantados —, cuyo espejo era de unos quinientos metros cuadrados, y su profundidad, no menos de cinco metros.
Cuando Cristo se aproximaba, cierto ser salió corriendo de los matorrales y se lanzó al estanque, levantando nubes de salpicaduras. Cristo se detuvo inquieto. ¡Es él! El «demonio marino». Al fin podrá verlo.
El indígena se acercó al borde del estanque y escudriñó las transparentes aguas.
En el fondo de la piscina, sentado en blancas losas, estaba un gran mono. Desde allí le miraba a Cristo con miedo y curiosidad a la vez. Cristo no podía recuperarse del asombro: el mono respiraba bajo el agua. Se veía perfectamente cómo se dilataba y contraía el tórax.
Habiéndose recuperado del asombro. Cristo no pudo contener la risa: el «demonio marino», que tanto miedo infundió a pescadores y buzos, resultó ser un mono anfibio. «Qué cosas pasan en la vida» pensó el anciano indígena.
Cristo estaba satisfecho: al fin había conseguido enterarse de todo. Pero ahora se sentía decepcionado. El mono que él había visto no tenía nada de común con el monstruo que le habían descrito los testigos oculares. Lo que hace el miedo y la imaginación.
Había que pensar ya en regresar. Cristo volvió sobre sus pasos y cerca de la puerta escaló aun árbol próximo al muro. Arriesgándose a fracturar las piernas, saltó desde la alta tapia.
Apenas había recuperado la posición vertical, oyó la voz de Salvador:
— ¡Cristo! ¿Por dónde andas?
Cristo recogió un rastrillo tirado en el camino y comenzó a hacinar la hojarasca.
— Aquí estoy, doctor.
— Vamos, Cristo — dijo Salvador, dirigiéndose a la puerta camuflada en la roca —. Mira, esta puerta se abre así — y Salvador apretó la protuberancia, ya conocida por Cristo, en la áspera superficie de la puerta.