Выбрать главу

El ruido de motores de barcos ya llega de distintas partes: se despiertan el puerto y el golfo. Ictiandro abre los ojos, sacude la cabeza, como si quisiera deshacerse de la modorra, y con un impulso simultáneo de piernas y brazos, emerge a la superficie.

Sacó con cautela la cabeza del agua, miró alrededor. Cerca no se veían lanchas ni goletas. Emergió hasta la cintura, manteniéndose en esa posición, mediante el movimiento de piernas.

Bajito, sobre la misma cabeza, pasan volando mergos y gaviotas, a veces hasta tocan con el pecho o con el extremo del ala la superficie, dejando en ella ondas. Los gritos de las gaviotas blancas son muy similares al llanto de niños. Agitando sus enormes alas y produciendo una fuerte corriente de aire, sobrevoló la cabeza de Ictiandro un níveo albatros. Las alas de la hermosa ave eran negras, el pico rojo con la punta amarilla y las patas anaranjadas. Se dirige al golfo. Ictiandro lo mira con envidia, siguiendo su majestuoso vuelo. Las enlutadas alas del ave tienen unos cuatro metros de envergadura. ¡Cuánto quisiera tener alas como esas!

En occidente la noche se escondía tras lejanas montañas cuando la púrpura teñía ya el horizonte en oriente. El espejo oceánico rizábase casi imperceptiblemente, apareciendo en él pinceladas doradas. Las gaviotas blancas, al remontarse, tornábanse rosadas.

Estelas abigarradas y azules serpentearon el pálido espejo del mar: eran los primeros golpes de viento, que iban evidentemente en aumento. El viento cobraba fuerza. En la arenosa orilla surgían blancas crestas, síntoma premonitorio de la incipiente marejada. Las aguas costaneras se volvían esmeralda.

Se aproximaba toda una flotilla de goletas pesqueras. El padre ordenó no dejarse ver por la gente. Ictiandro se sumerge a gran profundidad y da con una corriente fría que se lo lleva hacia el oriente, hacia el océano abierto. Se hallaba en la oscura profundidad marina, caracterizada por la gama cromática azul-lila. Los peces allí parecen de color verde claro, con manchas oscuras y franjas. Peces rojos, amarillos, color canela «revolotean» cual bandadas de policromas mariposas.

Desde arriba llega el ruido de un motor, el agua oscurece. Es un hidroavión militar que pasa a vuelo rasante.

Con ese tipo de aparatos Ictiandro tuvo una experiencia que estuvo a punto de tener trágico fin. En cierta ocasión un hidroavión se posó en el mar. Ictiandro se aproximó a él sigilosamente, se asió del brazo metálico que sujeta los flotadores y… por poco le cuesta la vida: el hidro despegó inesperadamente, viéndose obligado Ictiandro a saltar de unos diez metros de altura.

Ictiandro alzó la vista. El sol se encontraba casi en el cénit. Se aproximaba el mediodía. La superficie del agua ya no parecía un espejo en el que se reflejaban los guijarros de los bajíos, grandes peces y el mismo Ictiandro. Ahora el espejo se desfiguraba, se doblaba, estaba en constante movimiento.

Ictiandro emerge. Las olas le mecen. Sacó la cabeza del agua. Subió a la cresta de una ola, bajó, volvió a subir. ¡Anda, mira cómo se está poniendo! En la orilla el oleaje ya rugía, arrastraba piedras. Junto a la costa el agua se había vuelto ya amarillenta. Las olas seguían creciendo. En las crestas aparecían rizos blancos. Las salpicaduras caían sobre Ictiandro como una lluvia agradable.

«Por qué pasará esto — pensaba Ictiandro —, cuando nadas de cara a las olas parecen ser de color azul oscuro, pero vuelves la cabeza y por detrás son pálidas.»

Desde la cresta de las olas saltan bandadas de peces voladores. Ora subiendo, ora bajando, burlan las crestas, vuelan un centenar de metros y se posan. Pasados unos o dos minutos reemprenden el vuelo. Las gaviotas blancas revolotean y lloran. Cortan el aire con sus amplias alas las aves más veloces, las fragatas. Enorme pico corvo, afiladas uñas, plumas castaño oscuro con verdoso matiz metálico y buche anaranjado. Este es el macho. Y cerca de él, el otro ejemplar, más claro, de pecho blanco, es la hembra. Menuda habilidad, se lanzó desde la altura al agua y al instante salió con un pez coleando en el pico. Vuelan los albatros. Habrá tormenta.

Seguramente Palamedea irá ya al encuentro del nubarrón. Maravillosa y valiente ave, recibe a la tormenta con su canto. Los barcos pesqueros y los yates de lujo pusieron proa hacia la costa y, a todo trapo, fueron a buscar abrigo al puerto.

El crepúsculo era verde oscuro, pero a través del espesor de agua podía distinguirse aún la posición del sol por la gran mancha clara. Esto bastaba para determinar el rumbo. Hay que llegar al bajío antes de que las nubes tapen el sol, de lo contrario, adiós desayuno. Y hacía rato que la gazuza le estaba acosando. En la oscuridad sería imposible hallar el banco de arena y los escollos. Ictiandro comenzó a nadar intensamente, lo hacía como las ranas.

De vez en cuando se ponía de espaldas y comprobaba el rumbo mirando al trasluz. A veces miraba hacia adelante tratando de descubrir el bajío. Sus branquias y su piel registraban cambios en el agua: cerca del banco el agua no era tan densa, contenía más sal y más oxígeno, era agradable al contacto. Probó el agua al gusto. Se orientaba como los lobos de mar que, sin ver tierra, determinan la proximidad de ésta por síntomas que sólo ellos conocen.

Comenzaba a clarear paulatinamente. A derecha e izquierda aparecieron las familiares siluetas de dos peñascos submarinos. Entre ellos hay una pequeña meseta y tras ella un gran muro. Ictiandro le dice a este lugar la caleta submarina. Aquí impera la tranquilidad hasta durante las más fuertes tormentas.

¡Cuántos peces acudieron a aquella apacible cala submarina! Aquello parecía una gigantesca caldereta en ebullición. La diversidad de peces era enorme: pequeños, oscuros, con una línea amarilla transversal y cola amarilla, con franjas negras sesgadas, rojos, azules, celestes. Pero tienen una particularidad: suelen desaparecer y volver a aparecer en el mismo lugar de forma enigmática. Emerges, miras alrededor, los peces pululan; pero miras hacia abajo y, como si se los hubiera tragado la tierra, ni uno. Ictiandro no alcanzaba a entender ese fenómeno, hasta que una vez atrapó con las manos un pez. Su cuerpo era del tamaño de la mano, pero completamente plano. Ese era el motivo de que desde arriba prácticamente fueran invisibles.

Ahí está el desayuno. En un lugar plano, al pie de un acantilado, pululaban las ostras. Ictiandro acude nadando, se acuesta en el mismo fondo junto a las ostras y se pone a comer. Abre las valvas, saca el contenido comestible y se lo lleva a la boca. Se había habituado a comer sumergido: se ponía el pedazo en la boca y evacuaba el agua de ella con habilidad, entre los labios apretados. Claro que, con la comida, siempre se tragaba algo de agua, pero estaba avezado al agua de mar.

En torno a él se agitan algas: las verdes hojas de agar-agar e infinidad de otras vistosas plantas, pero que en ese preciso momento todas parecían grises; en el agua la luz era crepuscular: la tormenta proseguía. Algunas veces se oye el sordo ruido del trueno. Ictiandro alza la vista.

¿Por qué habrá oscurecido de súbito? Sobre la misma cabeza de Ictiandro apareció una mancha oscura. ¿Qué podrá ser eso? El desayuno ha concluido. Ahora ya puede asomarse a la superficie. Ictiandro emerge con suma prudencia hacia la mancha negra, deslizándose a lo largo del acantilado. Resultó que se había posado un albatros. Sus anaranjadas patas se encontraban muy cerca de Ictiandro, quien estiró las manos y agarró al ave por las patas. El ave, asustada, abrió sus poderosas alas y se elevó, sacando del agua a Ictiandro. Pero el cuerpo del hombre en el aire aumentó considerablemente de peso, y el albatros junto con él cayó al agua, cubriendo con su plumado y blando pecho la cabeza del joven. Ictiandro, sin esperar a que el ave le machacara la cabeza con el pico encarnado, se sumerge para volver a salir a la superficie en otro lugar. El albatros remonta el vuelo hacia oriente y se pierde tras las montañas de agua del temporal en apogeo.