La casita era pequeña, constaba tan sólo de cuatro piezas. Una de ellas, la ubicada junto a la cocina, era de Cristo. La contigua era el comedor, la tercera era una gran biblioteca. Cabe señalar que Ictiandro dominaba el español y el inglés. La última pieza, la más grande de todas, era la alcoba de Ictiandro. En medio del dormitorio había una bañera. Junto a la pared, una cama. Ictiandro solía dormir algunas veces en la cama, pero prefería la bañera. No obstante, cuando Salvador se ausentó le dejó prescrito a Cristo que se ocupara de que Ictiandro durmiera, por lo menos, tres noches a la semana en cama. Por las noches Cristo se presentaba en la alcoba de Ictiandro y rezongaba como una vieja niñera si el joven no accedía a dormir en la cama.
— Pero si para mí es mucho más agradable y cómodo dormir en el agua — protestaba Ictiandro.
— El doctor te ha prescrito dormir en la cama, hay que obedecer al padre.
Ictiandro le decía a Salvador padre, pero Cristo dudaba de esos lazos carnales. La tez y la piel de las manos de Ictiandro eran bastante claras, pero eso podía ser consecuencia de la larga permanencia bajo el agua. El óvalo de la cara, la recta nariz, los finos labios y grandes ojos de Ictiandro guardaban demasiada afinidad con las facciones que caracterizan la tribu de los araucanos, a la que pertenecía el mismo Cristo.
Cristo sentía una curiosidad extraordinaria por ver el color del cuerpo de Ictiandro, oculto bajo el ceñido traje de material desconocido, confeccionado a modo de escamas.
— ¿No te quitas la camisa para dormir? — le preguntó al joven.
— ¿Para qué? Mis escamas no me molestan, son muy cómodas. No impiden la respiración de las branquias ni de la piel y, al mismo tiempo, me protegen; ni los dientes del tiburón, ni el puñal más afilado pueden cortar esta coraza — respondía Ictiandro mientras se acostaba en la cama.
— ¿Para qué te pones gafas y guantes? — inquirió Cristo, examinando los extraños guantes, dejados por su dueño junto a la cama. Estaban hechos de caucho verde, los dedos alargados con bambú articulado e introducido en la goma, y unidos por membranas. Para los pies esos dedos eran más alargados todavía.
— Los guantes me ayudan a nadar más rápido. Las gafas me protegen los ojos contra la arena levantada por las tormentas del fondo. No siempre me las pongo, pero con ellas veo mejor. Sin las gafas bajo el agua todo se ve como si estuviera envuelto en niebla. — Y sonriente, cual si evocara un grato recuerdo, Ictiandro prosiguió-: Cuando era niño, el padre solía permitirme jugar con los niños del otro jardín. Recuerdo que me asombró enormemente verlos nadar en el estanque sin guantes: «¿Acaso se puede nadar sin guantes?», les pregunté. Pero no entendieron de qué guantes se trataba, en su presencia yo no nadaba.
— ¿Sigues saliendo a la bahía? — se interesó Cristo.
— Claro. Pero lo hago por un túnel lateral submarino. Gente de mala calaña por poco me pesca, y ahora ando con mucha cautela.
— ¿O sea que hay otro túnel submarino que conduce a la bahía?
— Hay varios. ¡Lástima que no puedas nadar conmigo bajo el agua! Te mostraría tantas cosas admirables. ¿Por qué no todos los hombres pueden vivir bajo el agua? Andaríamos en mi corcel marino.
— ¿Corcel marino? ¿Qué quieres decir?
— Un delfín. Lo he domesticado. ¡Pobre! Una vez la tormenta lo lanzó a la orilla y se lastimó una aleta. Yo lo arrastré al agua. Debo decirte que no fue nada fácil. Los delfines en la tierra son más pesados que en el agua. En general, aquí todo es más pesado. Hasta el propio cuerpo. En el agua resulta más fácil vivir. Pero, volvamos al relato del delfín. Me lo llevé al agua, quiso nadar y no pudo. Eso significaba que no podría alimentarse. Entonces decidí alimentarlo yo. Estuve alimentándolo mucho tiempo, todo un mes. Durante ese tiempo no sólo se acostumbró a mí, yo diría que se encariñó conmigo. Total, nos hicimos amigos. Hay otros delfines que me conocen. ¡En el mar paso el tiempo maravillosamente con ellos! ¡Olas, salpicaduras, sol, viento, alboroto! En el fondo también se pasa bien. Es como si se nadara en un denso aire azul. Absoluto silencio. No se siente el propio cuerpo. Se torna desembarazado, ligero, obediente a cada movimiento… Tengo muchos amigos en el mar. Alimento a los pececitos, como ustedes a los pájaros, y me siguen por todas partes en bandadas.
— ¿Y enemigos?
— Enemigos también. Los tiburones, los pulpos. Pero no les tengo miedo. Llevo mi puñal al cinto.
— ¿Y si se aproximan furtivamente, sin que puedas advertirlos?
A Ictiandro esa pregunta le asombró.
— Eso está excluido, los oigo venir desde lejos.
— ¿Los oyes bajo el agua? — esta vez le tocó asombrarse a Cristo —. ¿Hasta cuando se aproximan silenciosamente?
— Sí, qué pasa. ¿Qué tiene eso de extraño? Oigo con los oídos y con todo el cuerpo. Ellos al avanzar hacen vibrar el agua, y las ondas de esas oscilaciones llegan antes que ellos. Al sentir esas oscilaciones yo me pongo en guardia.
— ¿Incluso estando dormido?
— Naturalmente.
— Pero los peces…
— Los peces perecen no por ser sorprendidos, sino por no poder defenderse de un enemigo más fuerte. Mi caso es distinto, soy más fuerte que todos ellos. Y los peces más agresivos y voraces lo saben. No se atreven a acercarse a mí.
«Zurita tiene razón: por conseguir un muchacho marino como este vale la pena trabajar — pensó Cristo —. Pero atraparlo en el agua no va a ser una empresa fácil. 'Oigo con todo mi cuerpo. Como no caiga en una trampa. Hay que advertírselo a Zurita.»
— ¡Qué hermoso es el mundo submarino! — no cesaba de admirarse Ictiandro —. No, jamás cambiaré el mar por esa polvorienta tierra de ustedes.
— ¿Por qué dices de ustedes? Tú también eres hijo de la tierra — dijo Cristo —. ¿Quién era tu madre?
— No sé… — profirió indeciso Ictiandro —. Mi padre me dijo que murió cuando yo nací.
— Pero era una mujer, naturalmente, una persona y no un pez.
— Tal vez — accedió Ictiandro.
Cristo soltó una risotada.
— Ahora dime, ¿por qué hacías esas travesuras, agraviabas a los pescadores, les cortabas las redes y les volcabas el pescado de las lanchas?
— Porque pescaban más de lo que podían comer.
— Pero pescaban para vender.
Ictiandro no entendió.
— Para que otra gente pueda comer — aclaró el indígena.
— ¿Acaso es tanta la gente? — extrañóse Ictiandro —. ¿Es que no les bastan las aves y los animales terrestres? ¿Para qué vienen al océano?
— Esto no es fácil de explicar de una asentada — dijo, bostezando, Cristo —. Es hora de dormir. No se te ocurra meterte en el baño: disgustarás a tu padre. — Y Cristo se retiró.
Por la mañana temprano Cristo ya no encontró a Ictiandro en su habitación. El piso de losa estaba mojado en torno a la bañera.
— Ha vuelto a dormir en la bañera — rezongó el indio —. Después seguramente se fue al mar.
Al desayuno Ictiandro se presentó con mucho retraso.
Se veía triste, afligido. Pinchó varias veces el biftec con el tenedor y profirió:
— Otra vez carne asada.
— Sí, otra vez — repuso Cristo con severidad —. Lo ha ordenado el doctor. ¿Te has vuelto a hartar de pescado crudo en el mar? Así vas a perder la costumbre de comer alimentos cocinados. Y has vuelto a dormir en el baño. Te empeñas en no dormir en la cama: las branquias se deshabituarán del aire y después vas a lamentarte de que te pinchan los costados. Has vuelto a tardar al desayuno. Cuando regrese el doctor me quejaré de tí. Eres un desobediente.
— Cristo, no se lo digas. No quiero disgustarle. — Ictiandro bajó la cabeza y quedó pensativo. Luego, de súbito, miró con tristeza al indio y dijo-: Cristo, he visto a una chica. En la vida había visto nada tan bello, ni en el fondo del océano…