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— Es él… e…

— El «demonio marino» — susurraron los pescadores.

— ¡No podemos permanecer más aquí!

— ¡Es más horrible que un tiburón!

— ¡Llamen al amo!

Se oyeron pasos de pies descalzos. Pedro Zurita — amo de la goleta — apareció en cubierta bostezando y rascándose el velludo pecho. Venía desnudo de medio cuerpo, vistiendo sólo calzón de lienzo y revólver al cinto. Se acercó a la gente y el farol le iluminó el somnoliento rostro bronceado, el espeso cabello ondulado — caído en mechones sobre la frente —, las negras y pobladas cejas, el retorcido mostacho y una pequeña barbita entrecana.

— ¿Qué pasa?

Su ruda y serena voz, así como su aire de hombre seguro de sí mismo tranquilizaron a los indios.

Todos quisieron hablar al mismo tiempo.

Baltasar les hizo callar con un ademán, y dijo:

— Hemos oído la voz del… del «demonio marino».

— ¡Pura imaginación! — respondió Pedro somnoliento todavía, y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

— No, nada de imaginación. ¡Todos hemos oído «ah-a» y el sonido de la trompa! — gritaron los pescadores.

Baltasar les acalló con el mismo gesto y prosiguió:

— Yo mismo lo he oído. Así sólo puede berrear el «diablo». En el mar nadie grita ni berrea así. Debemos irnos de aquí cuanto antes.

— Cuentos — profirió con la misma flojera Pedro Zurita. Al amo no le hacía ninguna gracia tener que embarcar ahora las hediondas ostras en proceso de putrefacción y levar anclas. Pero no consiguió persuadir a los indios, quienes daban muestras de verdadera zozobra, gesticulaban, gritaban, amenazaban con desembarcar mañana mismo e irse a pie a Buenos Aires, si Zurita no levaba anclas.

— ¡Mal rayo les parta a ustedes y al «demonio marino»! Bien, zarparemos con el alba. — Y, sin dejar de rezongar, retiróse el capitán a su camarote.

Pero ya se había desvelado. Encendió la lámpara, prendió su cigarro puro y comenzó a pasearse por el reducido camarote. Pensaba en el extraño ente que, desde cierto tiempo acá, había aparecido en aquellas aguas, infundiendo pavor a pescadores y costeros.

Nadie había visto todavía al monstruo, pero él ya se había hecho sentir en diversas ocasiones. Sobre su existencia corrían fábulas, contadas por los marineros a media voz, tal era el miedo que tenían de ser oídos por él.

Unos decían ser perjudicados por su presencia; otros, inesperadamente, beneficiados. «Es el Dios del mar — decían los indios más viejos —, que emerge cada milenio de las profundidades oceánicas para restablecer la justicia en la tierra.»

Para los supersticiosos españoles — persuadidos por los sacerdotes católicos — era el demonio marino, que se le aparecía a la gente olvidadiza e irrespetuosa para con la sagrada iglesia católica.

Esos rumores llegaron de boca en boca hasta Buenos Aires. El «demonio marino» devino, durante varias semanas, pasto de cronistas y panfletistas en la prensa menos prestigiosa. Todo naufragio de goletas o pesqueros en circunstancias imprecisas, ruptura de redes o desaparición de peces capturados se le atribuía al «demonio marino». No obstante, había quien contaba que se dieron casos cuando echó grandes peces a botes de pescadores y, en cierta ocasión, hasta salvó a un náufrago.

Hubo incluso un hombre que aseveraba: cuando él comenzó a hundirse, alguien le sostuvo por la espalda y, manteniéndole a flote, le llevó hasta la orilla, desapareciendo en las olas tan pronto el salvado pisó la arena.

Lo más asombroso era que nadie había logrado ver al «diablo», ni podía describir al enigmático ser. No faltaron, naturalmente, «testigos oculares». Estos pintaban al monstruo con cornamenta, barba de chivo, zarpas de león y cola de pez, o en forma de gigantesco sapo con cuernos, y piernas de hombre.

Las autoridades de Buenos Aires, al principio, no prestaron atención a ese género de rumores y publicaciones, considerándolos mera fantasía.

Pero la inquietud cundía — fundamentalmente en los medios pesqueros — en grado tal que muchos pescadores decidieron no hacerse a la mar. La captura se vio reducida de inmediato, y, como consecuencia, la oferta en el mercado. Esto obligó a las autoridades a investigar el caso, y a enviar con ese fin varios vapores y lanchas motoras de la guardia costera con la misión de «detener al sujeto que sembraba el pánico entre la población del litoral».

La policía se pasó dos semanas surcando la bahía de La Plata y recorriendo sus costas, pero sólo pudo arrestar a varios indios como difusores de falsos rumores, con lo que contribuían a propagar y exacerbar la inquietud. El «diablo» seguía imperceptible.

El jefe de la policía hizo público un bando especial, en el que patentizaba la inexistencia de «diablo» alguno y afirmaba que los rumores al respecto no eran mas que vanas imaginaciones de gente ignorante, ya arrestada, y que llevará el merecido castigo. Persuadía a los pescadores a preterir esos rumores y reanudar la pesca.

Esto contribuyó a que la gente se tranquilizara por cierto tiempo. Pero las bromas del «demonio» no cesaban.

Cierta noche, unos pescadores que se hallaban lejos de la orilla se despertaron al oír los balidos de un corderito, aparecido milagrosamente en la cubierta del barco. Otros hallaron sus redes rotas y haladas.

Contentos por la reaparición del «diablo», los periodistas esperaban ahora la explicación científica del fenómeno.

Y esta no se hizo esperar.

Los científicos opinaban que en el océano no podía existir monstruo marino alguno ignorado por la ciencia y, sobre todo, capaz de realizar hechos propios exclusivamente del hombre. «Otro asunto sería — decían los doctos en la materia — si ese ser apareciera en las profundidades oceánicas, escasamente estudiadas aún.» Pero no podían admitir que el supuesto ser pudiera obrar de modo razonable. Al igual que el jefe de los carabineros, los científicos consideraban que todo eso parecía, más bien, travesuras de algún gamberro.

Pero no todos los eruditos eran de esa misma opinión.

Hubo quienes alegaron al célebre naturalista suizo Konrad von Gesner, a quien se le debe la descripción de la virgen, el diablo, el monje y el obispo, todos ellos marinos.

«En última instancia, mucho de lo previsto por los sabios de la antigüedad y del Medioevo se ha venido a justificar pese a la evidente hostilidad mostrada por la nueva ciencia respecto a las doctrinas antiguas. La creación del Señor es inagotable, y a nosotros, los científicos, nos corresponde ser más modestos y prudentes que nadie a la hora de hacer conclusiones», decían algunos sabios formados a la antigua.

Lo cierto es que no resultaba fácil considerar sabios a aquellos modestos y prudentes señores, pues tenían más fe en los milagros que en la misma ciencia, y sus conferencias eran, más bien, prédicas.

En definitiva, para dirimir la controversia se decidió enviar una expedición científica.

Los integrantes del grupo no tuvieron la suerte de encontrarse con el «diablo», pero sí reunieron copiosa información sobre la forma de obrar del «anónimo sujeto» (los científicos más entrados años insistían en que el vocablo «sujeto» fuera substituido por el de «ser», a su modo de ver, más idóneo).

El informe publicado en la prensa por los integrantes de la expedición, decía:

«1o. En algunos bancos de arena se observaron huellas de estrechos pies humanos que salían del mar y volvían a entrar. Pero podrían pertenecer a un hombre que hubiera arribado en lancha.

2o. Las redes examinadas presentan cortes practicados con objeto cortante. Podrían haberse roto al engancharse en rocas submarinas, o en restos metálicos de barcos hundidos.

3o. Según relatos de testigos oculares, un delfín lanzado por la tormenta a la orilla, a considerable distancia del agua, fue devuelto por la noche al mar. Es más, el autor del hecho dejó las improntas de sus pies con largas uñas en la arena. Seguramente se habrá compadecido del delfín algún caritativo pescador.