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— ¿Cuál de los dos te asustó más, el tiburón o el monstruo?

— El monstruo — respondió sin vacilar —. Aunque me salvó la vida. Pero era él…

— Sí, era él.

— El «demonio marino» — profirió el indio.

— El «Dios marino» — le corrigió un indígena anciano —, que acude en ayuda de los desposeídos.

La noticia llegó con extraordinaria celeridad a los botes esparcidos por la bahía. Los pescadores se apresuraron a regresar a la goleta y a subir las lanchas a bordo.

Se agolparon en torno al buzo, salvado por el «demonio marino», quien les repetía una y otra vez el relato, siempre aderezado con nuevos detalles. Recordó, por ejemplo, que el monstruo despedía llamas rojas por las fosas nasales, y sus dientes eran afilados y largos como los dedos de las manos; que movía las orejas, tenía aletas laterales y larga cola a modo de remo.

Pedro Zurita — desnudo de medio cuerpo, en blanco calzón corto, calzando grandes zapatos a pie desnudo y cubierto con sombrero de paja —, se paseaba por la cubierta prestando oído a las conversaciones.

Cuanto más se entusiasmaba el narrador, más se persuadía Pedro de que todo aquello era fruto de la imaginación del buzo, inspirado por el susto que se llevó al ver cómo se le venía encima el escualo.

«Aunque, no podía ser todo de su cosecha, pues alguien le tenía que haber rajado el vientre al tiburón: el agua se había tornado, realmente, sanguinolenta. El indio miente, no cabe duda, pero en eso algo verídico hay. Qué historia tan extraña, ¡maldita sea!»

En ese preciso momento, las reflexiones de Zurita se vieron interrumpidas por el sonido de la trompa, salido inesperadamente de allende la roca.

Cual tremenda tronada, el sonido dejó atónita a la marinería del «Medusa». El murmullo cesó de inmediato, los rostros palidecieron. Aquellos hombres miraban, con supersticioso pavor, hacia donde se había sentido el trompetazo.

Cerca del peñasco retozaba a flor de agua un cardumen de delfines. Uno de ellos se separó de los demás, dio un fuerte resoplido — cual si respondiera a la señal de la trompeta —, se dirigió veloz hacia la roca y desapareció tras los peñascos. Transcurrieron varios instantes de angustiosa espera. De súbito, desde la cubierta de la goleta vieron cómo por detrás del peñasco apareció el delfín. Sobre su lomo iba a horcajadas, como en brioso corcel, un extraño ser: el «demonio» recién descrito por el buzo. El monstruo tenía cuerpo de hombre, enormes ojos — semejantes a antiguos relojes de bolsillo —, que relucían bajo los rayos solares cual faros de automóvil; la piel era de delicado azul plateado, las manos, como las de las ranas: color verde oscuro, largos dedos y membranas entre ellos. De la rodilla para abajo las piernas iban hundidas en el agua, por lo que resultaba imposible apreciar si terminaban en forma de cola, o eran como las humanas. Aquel extraño ser sostenía en la mano una larga caracola que hizo sonar de nuevo a modo de trompa, soltó una alegre carcajada como cualquier humano, y gritó de súbito en castellano puro: «¡Apúrate, Leading, adelante!» Golpeó cariñosamente con su mano de rana el brillante lomo del cetáceo y le espoleó, golpeándole los costados con las piernas. El delfín, cual buen corcel, aceleró la marcha.

A los pescadores se les escapó un grito.

El insólito jinete se volvió, y al ver a la gente se deslizó como una lagartija del delfín, ocultándose tras el cuerpo de éste. Sólo se vio una mano verde que asomó por encima del lomo y golpeó al animal. El delfín, obediente, se sumergió junto con el monstruo.

La extraña pareja describió un semicírculo bajo el agua y desapareció tras un arrecife…

El insólito espectáculo no duró más de un minuto, pero los espectadores tardaron en recuperarse del asombro.

Lo que se formó en cubierta fue una auténtica barahúnda, los pescadores gritaban, corrían con las manos a la cabeza. Los indios se hincaban de rodillas suplicando clemencia al Dios del mar. El joven mexicano subió, del susto, al palo de vela mayor y comenzó a gritar. Los negros bajaron a la bodega y se acurrucaron en un rincón.

Todo venía a indicar que la situación no era la más propicia para reanudar la faena. A Pedro y a Baltasar les costó un triunfo restablecer el orden. El «Medusa» levó anclas y puso proa hacia el Norte.

ZURITA SUFRE UN REVÉS

El capitán del «Medusa» bajó al camarote para reflexionar sobre lo sucedido.

— ¡Es para volverse loco! — profirió Zurita, mientras se refrescaba la cabeza con un jarro de agua tibia —. ¡El monstruo marino habla un castellano perfecto! ¿Qué significará esto? ¿Una brujería? ¿Una locura? Pero, no puede ser que se vea afectada simultáneamente de locura toda la marinería. Es imposible, incluso, que dos personas tengan el mismo sueño. Pero todos hemos visto al «demonio marino». Eso es incuestionable. Y por inverosímil que pueda parecer, existe. — Zurita volvió a refrescarse la cabeza con agua y la asomó por la portilla, exponiéndola a la brisa —. Sea como fuere — prosiguió algo más tranquilo —, ese monstruoso ser está dotado de razón y puede obrar con arreglo a la misma. Por lo visto, se siente tan bien bajo el agua, como en la superficie. Y, para colmo, habla castellano. Esto facilitará notablemente el entendimiento. Se le podría… quiero decir que se le podría cazar, domesticar y hacerle pescar ostras. Ese sapo, con su aptitud para vivir en el agua, podría reemplazar a todo un equipo de pescadores. ¡Menudo negocio! A cada pescador, quiérase o no, hay que darle la cuarta parte de la captura. Ese sapo, sin embargo, saldría gratis. Con él se podría hacer, en poco tiempo, un capitalazo; ganar centenares de miles, millones de pesetas.

Y Zurita dio rienda suelta a la imaginación. Siempre había soñado con hacerse rico, buscando madreperlas donde nadie las pescaba. Zonas perlíferas tan famosas como el Golfo Pérsico, las costas occidentales de Ceilán, el Mar Rojo y las aguas australianas estaban demasiado lejos, además, se venían explotando desde hacía mucho tiempo. ¿Probar suerte en el golfo de México, el de California, la isla Margarita o…? La goleta de Zurita estaba demasiado tronada para realizar travesías hacia costas venezolanas, donde se criaban las mejores perlas americanas. Le faltaban pescadores. Total, el negocio requería ser ampliado, y al patrón le faltaba plata. Eso le obligó a limitarse a faenar en aguas argentinas. ¡Pero ahora! Ahora podría enriquecerse en un año. Sólo necesitaba una cosa: cazar al «demonio marino».

Sería el hombre más rico de Argentina, tal vez, de América. El dinero le desbrozará el camino al poder. El nombre de Pedro Zurita estaría en boca de todo el mundo. Pero hay que ser muy comedido. Lo principal es saber guardar el secreto.

Zurita subió al puente, reunió a la marinería — hasta al cocinero — y les dijo:

— ¿Ustedes saben la suerte que corrieron quienes se aventuraron a difundir rumores sobre el «demonio marino»? Pues entérense: la policía los detuvo y están en la cárcel. Debo advertirles que lo mismo les sucederá a cuantos se les ocurra jactarse de haber visto al «demonio marino». Irán a dar con sus huesos en el presidio. ¿Entendido? Pues, bien, si no les ha hastiado todavía la vida, olvídense del «demonio» y ni palabra.

«Lo mismo, no se lo va a creer nadie. Se parece demasiado a un cuento» pensó Zurita, mientras hacía pasar a Baltasar a su camarote para confiarle el plan, y hacerle su único confidente.

Baltasar escuchó atentamente al patrón y, tras breve pausa, repuso:

— Sí, sería fenómeno. El «demonio marino» valdría por centenares de buzos. No estaría mal tener a nuestro servicio a ese «demonio». Pero, ¿cómo cazarlo?

— Con red — respondió Zurita.

— La cortará, igual que le rajó el vientre al tiburón.

— Podemos encargar una metálica.

— ¿Y quién lo va a cazar? A nuestros buzos les entra tembleque en cuanto les mencionas al «demonio». No se atreverían ni por un saco de oro.