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— Baltasar, y tú, ¿te atreverías?

El indio se encogió de hombros:

— Jamás he cazado «demonios marinos». Se le podría acechar y, si es de carne y hueso, matarlo; eso no sería difícil. Pero usted lo necesita vivo.

— Baltasar, ¿no le tienes miedo? ¿Qué opinas del «demonio marino»?

— ¿Qué puedo opinar del jaguar que sobrevuela los mares, o del tiburón que trepa a los árboles? A la fiera desconocida siempre se la teme más. Pero me encanta cazar animales fieros.

— Te aseguro que la recompensa será generosa. — Zurita le estrechó la mano y continuó desarrollando su plan-: Cuantos menos participen, mejor. Trata este asunto con los araucanos. Es gente valiente, ingeniosa. Si los nuestros no accedieran, busca entre otros. El «demonio» se mantiene junto a la orilla. Hay que localizar su guarida. Así caerá en la red con más facilidad.

Zurita y Baltasar se enfrascaron de lleno en el asunto. Por encargo del patrón se elaboró una red de alambre, semejante a un enorme tonel sin fondo. En el interior del retel se colocaron redes de cáñamo para que el «demonio» se enredara en ellas como en una telaraña. La tripulación fue despedida. De toda la marinería del «Medusa» Baltasar sólo consiguió persuadir a dos araucanos para que participaran en la cacería del «demonio». A los otros tres los reclutó en Buenos Aires.

Decidieron acechar al «demonio» en la bahía donde la tripulación del «Medusa» lo vio por primera vez. Para no despertar sospechas del monstruo, la goleta ancló a varios kilómetros del lugar previsto. Zurita y sus acompañantes se dedicaban a pescar, de vez en cuando, como si eso fuera el objetivo de su presencia. Simultáneamente, tres de ellos se turnaban atalayando desde la orilla lo que sucedía en la bahía.

Tocaba su fin la segunda semana, pero el «demonio» no aparecía por parte alguna.

Baltasar trabó amistad con la gente costanera, rancheros indios a quienes vendía pescado a bajo precio y, conversando con ellos sobre los avatares de la vida, les sonsacaba información acerca del «demonio marino». De esa forma el viejo indio se enteró de que el lugar elegido para el acecho era el más adecuado: muchos indios, de los que residían más cerca de la costa, habían oído los trompetazos y detectado sus pisadas en la arena. Aseveraban que los talones del «demonio» eran como los humanos, pero los dedos, mucho más largos. En ocasiones los indios advertían en la arena la impronta de su espalda, solía acostarse en la playa.

El «demonio» no causaba daño alguno a los lugareños, y éstos dejaron de prestar atención a las huellas que él, de vez en vez, solía dejar, patentizando así su presencia. Pero nadie afirmaba haberlo visto.

El «Medusa» permaneció en la bahía dos semanas haciendo ver que pescaba. Durante esas dos semanas Zurita, Baltasar y los indios contratados no le quitaron ojo a la superficie del mar, pero el «demonio marino» no aparecía. Zurita comenzó a inquietarse. Era impaciente y avaro. Cada día costaba dinero y ese «demonio» se estaba haciendo esperar. Pedro comenzó a vacilar. Si ese monstruo resulta ser sobrenatural, no se le va a poder cazar con ningún tipo de red. Y no sólo eso, resultaría riesgoso enfrentarse a un diablo como ese: Zurita era supersticioso. ¿Qué hacer? ¿Traer al «Medusa», por si acaso, un sacerdote con cruz y custodias? Pero eso supondría mayores gastos. O, ¿tal vez, el «demonio marino» no sea demonio alguno sino un bromista, buen nadador, disfrazado de diablo para asustar a la gente? ¿El delfín? ¡Bah! Eso no significa nada, se le puede domar y adiestrar como a cualquier animal. ¿No sería preferible abandonar esta empresa?

Zurita prometió recompensar al primero que descubriera al «demonio», y decidió esperar varios días más.

Cual sería su alegría cuando, por fin, al comienzo de la tercera semana el monstruo apareció.

Tras concluir la pesca diurna, Baltasar dejó en la orilla una lancha llena de pescado y fue a visitar a un indio amigo que vivía en un rancho cercano. A la mañana siguiente la vecindad debía acudir a comprar el pescado. Pero al regresar vio que la lancha estaba vacía. Baltasar comprendió de inmediato que era una fechoría del «demonio».

«¿Será posible que se haya zampado tanto pescado?» — exclamó sorprendido Baltasar.

Aquella misma noche uno de los vigías indios oyó el sonido de la trompa en la parte sur de la bahía. Dos días después, bien de mañana, un joven araucano comunicaba que, al fin, había conseguido localizar el «demonio». Este había llegado con el delfín, pero no montado — como la vez anterior —, sino remolcado, asido de un ancho collar de cuero. Una vez en la bahía, el «demonio» le quitó el collar, golpeó cariñosamente al animal y se sumergió al pie de un acantilado. El delfín emergió y desapareció.

Zurita escuchó el relato del araucano, le agradeció el informe y, tras prometerle recompensa, profirió:

— Hoy, por el día, dudosamente salga el «demonio» de su madriguera. Debemos aprovecharlo para efectuar el reconocimiento del fondo. ¿Quién se ofrece?

Nadie quería descender al fondo y arriesgarse a verse cara a cara con el monstruo.

Baltasar se adelantó.

— ¡Yo lo haré! — dijo tajante. Baltasar cumplió lo prometido.

El «Medusa» seguía anclado. Excepto los marineros de guardia, los demás desembarcaron y se dirigieron al acantilado de la bahía.

Baltasar se amarró una soga — para que pudieran sacarlo si resultara herido —, tomó un cuchillo, sujetó entre las piernas una piedra, y descendió al fondo.

Los araucanos esperaban impacientes su retorno con la mirada clavada en la mancha que se divisaba en las azuladas tinieblas del fondo, sobre el que proyectaban sus sombras las rocas. Transcurrieron cuarenta, cincuenta segundos, un minuto, pero Baltasar no retornaba. Al fin, le dio un tirón a la soga y lo sacaron a la superficie. Cuando cobró aliento, dijo:

— Un angosto paso conduce a una gruta. Está tan oscuro como en la panza de un tiburón. El «demonio marino» sólo podrá ocultarse en esa caverna. En torno a dicha entrada la roca es absolutamente lisa.

— ¡Magnífico! — exclamó Zurita —. Está oscuro, tanto mejor. Tenderemos nuestras redes y el pececito caerá.

Tan pronto se puso el sol, los indios bajaron las redes de alambre, sujetas con fuertes sogas, y las colocaron a la entrada de la gruta. Los cabos fueron amarrados a la orilla. Baltasar colgó de las sogas unas campanillas cuyo sonido debía anunciar el mínimo contacto con las redes.

Zurita, Baltasar y los cinco araucanos se sentaron en la orilla a la expectativa.

En la goleta no había quedado nadie.

Oscurecía rápidamente. Salió la Luna y su luz se reflejó en la superficie del océano. Imperaba la quietud y el silencio. La probabilidad de que, de un momento a otro, pudieran ver al extraño ser que infundía pavor a pescadores y buscadores de perlas, suscitaba insólita emoción en los presentes.

El tiempo transcurría con extraordinaria lentitud. Los hombres comenzaban a dormitar.

De pronto, sonaron las campanillas. Los agazapados se pusieron en pie de un salto, corrieron hacia las sogas y empezaron a jalar la red. Se sentía evidentemente pesada. Algo se estremecía en ella, haciendo trepidar las cuerdas.

El aparejo emergió, al fin, en la superficie. En él se retorcía el cuerpo de un ser semihumano-semibestia. Bajo la pálida luz lunar relucían unos enormes ojos y plateadas escamas. El «demonio» realizaba extraordinarios esfuerzos, tratando de liberar una mano que se le había enredado. Habiéndolo conseguido, comenzó a cortar vigorosamente la red con un cuchillo que llevaba colgado de una fina correa a la cintura.

— ¡Inútiles esfuerzos, no lo conseguirás! — dijo bajito Baltasar, entusiasmado con la caza.

Pero, quedó pasmado al ver cómo el cuchillo superaba, con relativa facilidad, el obstáculo que suponía el alambre. El «demonio» ensanchaba con diestros golpes la abertura, mientras los pescadores se apuraban a sacar la red a la orilla.