— Siempre con tus bromas, Baltasar.
El indio esbozó una leve sonrisa.
— Sólo digo lo que he oído. Muchos indios le consideran una divinidad, su salvador.
— ¿Y de qué los salva?
— De la muerte. Dicen que es omnipotente, que hace maravillas. Salvador tiene en sus manos los hilos de la vida y de la muerte. A los cojos les pone nuevas piernas — piernas vivas —, a los invidentes les devuelve vista de águila, y hasta consigue resucitar a muertos.
— ¡Maldición! — rezongó Zurita, retorciéndose el mostacho hacia arriba —. En la bahía, el «demonio marino»; en el acantilado que domina la bahía, un «dios». Baltasar, ¿no te parece que el «demonio» y el «dios» se las entienden y se ayudan mutuamente?
— Lo que me parece es que deberíamos largarnos de aquí lo más pronto posible, antes de que nuestros sesos se coagulen, como la leche cuajada, a causa de tantas maravillas.
— ¿Ha visto personalmente a alguno de los curados por Salvador?
— Sí, lo he visto. Me mostraron a un hombre que tenía una pierna fracturada y, tras haber sido tratado por Salvador, corre como un mustango. He visto también a un indio resucitado por Salvador. Todo el poblado dice que cuando se lo llevaron era cadáver, estaba frío, con el cráneo abierto y los sesos al aire. Sin embargo, regresó vivo y alegre. Contrajo matrimonio con una bella joven. También he visto hijos de indios…
— Entonces, ¿Salvador recibe a gente extraña?
— Sólo a indios. Y ellos acuden desde los más lejanos confines: Tierra de Fuego, Amazonas, y hasta desde los desiertos de Atacama y Asunción.
Habiendo recibido esta información por boca de Baltasar, Zurita decidió viajar a Buenos Aires.
Allí se enteró de que Salvador atendía exclusivamente a indios, entre los que se había granjeado fama de taumaturgo. Al sondear en el ámbito de la medicina, Zurita supo que Salvador era un cirujano genial, pero muy extravagante, como suele suceder con los superdotados. En los medios científicos del Viejo y el Nuevo Mundo Salvador era harto conocido. En América atesoró celebridad con sus audaces intervenciones quirúrgicas. Cuando el enfermo estaba desahuciado y los médicos se negaban a operarlo, recurrían a Salvador. El jamás rehusaba. Su ingeniosidad y audacia eran ilimitadas. Durante la guerra imperialista acudió al lado de Francia, practicando casi exclusivamente operaciones craneanas. Son muchos los millares de hombres que le deben su salvación. Concertada la paz, regresó a la patria, a la Argentina. La práctica y afortunados negocios con tierras le proporcionaron fabulosa fortuna. Adquirió vastas tierras en las proximidades de Buenos Aires, las cercó con enorme muro — una de sus rarezas —, y, allí instalado, abandonó la práctica. Se dedicó exclusivamente a la labor científica en su laboratorio. Ahora recibía y atendía únicamente a indios, quienes lo consideraban un dios venido del cielo.
Zurita logró enterarse de otro detalle relacionado con la vida de Salvador. Donde actualmente se hallan las vastas posesiones de éste, antes de la guerra se encontraba una modesta casita con jardín, también cercada con un alto muro de fábrica. Mientras Salvador estuvo en la guerra, cuidaron la casita un negro y varios enormes mastines. Los insobornables guardianes no permitieron entrar a nadie en el patio.
Últimamente Salvador se rodeó de un ambiente más misterioso todavía. No recibe ni a los compañeros de estudios en la universidad.
Tras reunir toda esa información Zurita resolvió:
«Salvador, como médico, no tiene derecho a negarle asistencia a un enfermo. ¿Acaso no puedo enfermar? Pretextando una enfermedad penetraré en el predio de Salvador, y después ya veremos.»
Zurita se dirigió al portón de hierro, que guardaba el acceso a las posesiones del galeno, y comenzó a llamar. Lo hizo larga y obstinadamente, pero nadie le abrió. Entonces montó en cólera, cogió el canto más grande que estaba a mano y le entró a golpes al portón. El ruido que levantó podía haber despertado a muertos.
Se oyeron lejanos ladridos y, al fin, se entreabrió la mirilla en el postigo.
— ¿Qué quiere? — indagó alguien en un castellano inteligible, pero evidentemente defectuoso.
— Soy un enfermo, abra sin demora — respondió Zurita.
— Los enfermos no llaman así — objetó con serenidad la misma voz, y en la mirilla apareció un ojo —. El doctor no recibe.
— No tiene derecho a negarle asistencia a un enfermo — profirió Zurita acalorado.
La mirilla se cerró y los pasos se alejaron. Los mastines seguían ladrando desesperadamente.
Zurita agotó todos los improperios habidos y por haber y regresó a la goleta.
¿Presentar una querella contra Salvador en Buenos Aires? No surtiría efecto alguno. La ira cegaba a Zurita. Su negro mostacho corría serio peligro, pues le estaba dando tirones de rabia a cada momento hasta dejarlo con las puntas caídas como la aguja del barómetro cuando cae la presión.
Paulatinamente se ha ido tranquilizando y comenzó a reflexionar sobre lo que debería emprender en lo sucesivo.
A medida que las ideas se iban armonizando, sus dedos tostados por el sol retorcían las puntas del bigote hacia arriba. La aguja del barómetro ascendía.
Por fin subió al puente y, sin que nadie lo esperara, ordenó levar anclas.
El «Medusa» puso proa hacia Buenos Aires.
— Bueno — profirió Baltasar —. Cuánto tiempo hemos perdido en balde. ¡Que el diablo se lleve al «demonio» y a ese «dios» con él!
LA NIETA ENFERMA
El sol achicharraba despiadadamente. Por un polvoriento camino — entre trigales, maizales y avenales — caminaba un indio viejo y laso. El hombre iba vestido de andrajos y llevaba en brazos una criatura enferma, a la que protegía contra el sol con una vetusta frazada. La criatura tenía los ojos casi cerrados y en su cuello aparecía un enorme tumor. De vez en vez, cuando el anciano tropezaba, se oía un ronco gemido y la pequeña entreabría los ojos. En esos instantes el anciano se detenía y le soplaba con ternura el rostro para refrescárselo.
— ¡Lo principal es que llegue viva! — murmuró el anciano, y apretó el paso.
Al verse ante el portón de hierro, el indio pasó la criatura al brazo izquierdo y golpeó con el derecho cuatro veces el portón.
La mirilla se entreabrió, apareció un ojo, rechinaron los cerrojos y se abrió el postigo.
El indio cruzó el umbral con timidez. Una vez dentro, se encontró frente a un negro cano, en bata blanca.
— Vengo a ver al doctor con esta criatura enferma — dijo el visitante.
El negro asintió en silencio, cerró el postigo y le hizo una seña para que lo siguiera.
El forastero miró alrededor. Se hallaban en un pequeño patio, pavimentado con anchas losas, cercado por un lado con el alto muro exterior y, por el otro, con un muro más bajo que lo separaba de la parte interior de la hacienda. Se advertía la absoluta ausencia de vegetación, como si fuera el patio de una cárcel. En un rincón, junto a la puerta del segundo muro, había una casa blanca con grandes ventanales. Al pie de ésta, en el mismo suelo, estaba sentado un grupo de indios: hombres y mujeres. Muchos de ellos con niños.
Casi todos los pequeños tenían aspecto sano. Unos jugaban con conchas a pares y nones, otros luchaban en silencio: el negro de cabello blanco se ocupaba de que no alborotaran.
El indio se sentó sumiso a la sombra de la casa y comenzó a soplar el rostro impasible y ya amoratado de la criatura. Sentada a su lado estaba una india vieja con una pierna abotagada. Al ver a la niña en brazos del hombre, preguntó:
— ¿Es hija de usted?;
— Nieta — repuso el indio.
La anciana movió compasiva la cabeza y profirió:
— El espíritu del pantano penetró en su cuerpo. Peroéles más fuerte que todos los espíritus del mal. El sacará, expulsará de su cuerpo al espíritu del pantano y su nieta sanará.