El indio asintió.
En ese momento, el negro de bata blanca que recorría con la vista los enfermos, se fijó en la criatura del indio y le indicó a éste la puerta de la casa.
El viejo entró en una espaciosa pieza con el piso de losas. En el centro había una larga y estrecha mesa, cubierta con sábana blanca. Se abrió la segunda puerta, de cristales opacos, y entró el doctor Salvador. Era un hombre alto, ancho de espaldas, de tez morena. Excepto las cejas y las pestañas negras, en la cabeza de Salvador no había un solo pelo. Por lo visto se rasuraba regularmente la cabeza, pues la tenía tan tostada como la cara. La nariz, más bien grande y aguileña, el mentón agudo, algo prominente, y los labios finos y apretados le concedían al rostro una expresión cruel, incluso rapaz. La mirada de sus ojos castaños era glacial. Bajo esa mirada el indio se sintió cohibido.
El viejo hizo una profunda reverencia y le entregó la niña. Salvador — con un ademán rápido, firme y al mismo tiempo cuidadoso — tomó a la niña enferma, le quitó los harapos que llevaba y los lanzó, con agilidad, a una caja situada en el rincón más próximo. El indio quiso recuperar los andrajos, pero fue detenido resueltamente por Salvador:
— ¡Deja eso!
Acostó a la niña en la mesa y se inclinó sobre ella. El perfil del doctor le sugirió súbitamente al indio la imagen de un cóndor sobre un pajarito. Salvador comenzó a tentar el tumor en el cuello de la niña. Aquellos dedos también impresionaron al indígena. La impresión era que sus articulaciones podían doblarse no sólo hacia abajo, sino en todas las direcciones. El indio, que no era de los medrosos, debía esforzarse para impedir que aquel hombre tan incomprensible le infundiera miedo.
— Magnífico. Estupendo — decía Salvador, cual si le tuviera admirado el tumor, mientras seguía tentándolo por todas partes.
Concluido el examen, Salvador dijo al indígena:
— Ahora estamos en Luna nueva. Ven dentro de un mes, en la siguiente Luna nueva, y podrás recoger a tu niña ya sana.
Se llevó a la criatura tras la puerta de vidrio, donde estaban el baño, el quirófano y las salas para enfermos.
El negro ya introducía en el recibidor a un nuevo paciente, era la anciana de la pierna enferma.
El indio hizo una profunda reverencia hacia la puerta de vidrio, que se había cerrado tras Salvador, y salió.
Pasaron exactamente veintiocho días y la puerta de vidrio volvió a abrirse.
En el vano de la puerta estaba la niña sana, con excelente color de cara y luciendo un vestido flamante. Miró temerosa al abuelo. El indio corrió hacia ella, la tomó en brazos, la besó y se apresuró a examinarle la garganta. Del tumor no había quedado ni rastro. Una pequeña cicatriz rosada, casi imperceptible, era el único indicio de la operación. La niña rechazaba al abuelo, empujándolo con las manos, y hasta gritó cuando la besó, hiriéndola con su barba de varios días. Tal era el disgusto de la criatura que debió bajarla de los brazos, no tuvo otro remedio. Tras la niña apareció Salvador. Esta vez esbozó una sonrisa y, acariciando a la pequeña, profirió:
— Aquí tienes a tu niña. Debo decirte que la has traído a tiempo, muy oportunamente. Varias horas más, y ni yo la habría podido salvar.
El rostro del anciano se cubrió de arrugas, los labios le comenzaron a temblar y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Volvió a estrechar a la niña entre los brazos, se hincó de rodillas ante Salvador y, con la voz entrecortada por el llanto, dijo:
— Usted ha salvado a mi nieta. Pero, ¿qué recompensa podrá ofrecerle un indio pobre como yo que no sea su propia vida?
— ¿Para qué quiero tu vida? — dijo asombrado Salvador.
— Soy viejo, pero aún estoy fuerte — prosiguió el indígena sin levantarse del suelo —. Llevaré la nieta a su madre — mi hija — y regresaré. Quiero poner a su disposición el resto de mi vida por el bien que me ha hecho. Le serviré con fidelidad perruna. Le ruego, no me niegue esa caridad, le suplico.
Salvador permaneció un instante pensativo.
Era sumamente cauteloso a la hora de elegir los criados y sobre todo cuando eran desconocidos, como en este caso. Quehaceres sobraban, Jim no daba abasto en el jardín. Este indio podría servir, aunque el doctor habría preferido un negro.
— Me regalas tu vida y me pides, como una caridad, que te admita el regalo. Bien. Puedes considerar tu ilusión realizada. ¿Cuándo podrás venir?
— Estaré aquí antes de que concluya el primer cuarto de Luna — respondió el indígena, besando la punta de la bata de Salvador.
— ¿Cómo es tu nombre?
— ¿El mío…? Cristo. Cristóbal.
— Vete, Cristo. Te esperaré.
— ¡Vámonos, nieta! — dijo Cristo a la niña, tomándola nuevamente en brazos. La chiquilla rompió a llorar y el indígena se apresuró a abandonar la hacienda.
EL JARDÍN MARAVILLOSO
Cuando al cabo de una semana Cristo se presentó, Salvador le clavó una mirada inquisitiva y profirió:
— Cristo, quiero que escuches atentamente lo que voy a decirte. Vas a laborar en mi hacienda. Tendrás manutención completa y retribución generosa.
Cristo protestó con vehemencia:
— Nada necesito, me basta con poder servirle a usted.
— Cállate y escucha — prosiguió Salvador —. Tendrás de todo. Pero te exigiré una cosa: no contarás a nadie lo que aquí veas.
— Antes me cortaré la lengua y se la echaré a los perros. De mi boca no saldrá una palabra.
— Cuidado, no vaya a ocurrirte esa desgracia — le advirtió Salvador. Llamó al negro de bata blanca y le ordenó-: Acompáñalo al jardín y ponle en manos de Jim.
El negro mostró su obediencia con una leve reverencia, sacó al indio de la casa blanca, le hizo cruzar el patio ya familiar para Cristo y llamó a la puerta de hierro del segundo muro.
Del otro lado del muro llegaron ladridos, chirrió la puerta al abrirse lentamente, el negro empujó a Cristo al jardín, le gritó algo gutural a otro africano que estaba en el interior, y se fue.
Del susto que se llevó, Cristo se pegó al muro: hacia él corrían unas fieras rojizas con manchas oscuras, que jamás había visto, cuyos ladridos parecían, más bien, rugidos. Si se las hubiera encontrado en la pampa habría creído que eran yaguares, pero las fieras que corrían hacia él ladraban. En este preciso instante a Cristo le era indiferente qué tipo de bestias se le venían encima. Salió corriendo hacia el árbol más próximo y trepó a su copa con una agilidad insospechable. El negro les silbó como una cobra enfurecida, y los paró en seco. Dejaron de ladrar, se acostaron con la cabeza sobre las patas delanteras, mirando de soslayo al negro.
El africano volvió a silbar, pero esta vez se dirigía a Cristo, invitándole con señas a que bajara del árbol.
— ¿Por qué silbas como una serpiente? — le dijo Cristo, sin abandonar su refugio —. ¿Te has tragado la lengua?
El negro se limitó a dar, por respuesta, un rabioso bufido.
«Debe ser mudo» pensó el indio, y recordó la advertencia de Salvador. ¿Será posible que les corte la lengua a los criados que revelen sus secretos? Tal vez a ese negro le hayan cortado la lengua… Tanto miedo le entró que por poco se cae del árbol. Quiso salir corriendo de allí a toda costa y lo antes posible. Calculó la distancia que mediaba entre el árbol en que se encontraba y el muro. Pero, no, no podría saltarla… Entretanto, el negro se había acercado al árbol y, habiéndole agarrado del pie, trataba de hacerle bajar. No quedaba otro remedio, había que obedecer. Cristo saltó del árbol, esbozó la sonrisa más cordial que pudo, le tendió la mano e inquirió amistoso:
— ¿Jim?
El negro asintió.
Cristo le estrechó vigorosamente la mano al africano. «Si uno cae en el infierno, hay que hacer migas con los diablos» pensó, pero en voz alta dijo:
— ¿Eres mudo?
No obtuvo respuesta.
— ¿Qué pasa, no tienes lengua?