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Resulta, pues, que mi vida, la realidad radical, me aparece secundaria pero inexorablemente como esta vida concreta, como una disyunción circunstancial de la vida, pero ésta, por su parte, y también inexorablemente, es la vida de cada cual. Esto implica que la relación entre "mi vida" y "la vida" no se parece mucho a la de un individuo con su especie. En este último caso, dada la especie -en sí misma suficiente, al menos como objeto ideal-, puede acontecer que, mediante un "principio de individuación", se individualice en diversos individuos que en cierto respecto -a saber, el de la especie- son intercambiables; o a la inversa, dada una pluralidad de individuos, se descubren en ellos algunas "notas" comunes, de tal manera que, si atiendo a ellas solas y prescindo del resto de su realidad, me ofrecen un aspecto coincidente, que es precisamente el de la especie. Con la vida no ocurre así. Mi propia vida está condicionada por la convivencia; en ella acontece el hecho insoslayable de los otros, y su realidad intrínseca está constituida por el componente histórico-social de las interpretaciones recibidas, a las cuales llamo "cosas". En mi vida se da ya, pues, una referencia a otras vidas, y por tanto a la vida humana. Por el contrario, mientras puedo descansar en un universal cualquiera, la noción "la vida humana" es impensable sin circunstancializarla, sin fundarla en la intuición directa de esta vida, más concretamente de mi vida, única que me es directamente accesible, y sin la cual la "vida en general" es pura y simplemente ininteligible. Frente a todo accidentalismo de la individuación o de la especificidad, la relación entre la estructura funcional e irreal "vida humana" y la realidad singular, circunstancial y concreta "mi vida" es absolutamente intrínseca y necesaria.

La consecuencia de todo esto resultaría, sin este recorrido, inesperada y sorprendente: si bien es cierto que "la vida" no es realidad estricta, sino teoría, esta teoría no es en modo alguno arbitraria, innecesaria o gratuita, sino que viene impuesta por la aprehensión de esa realidad irreductible que es mi vida; y no es esto lo más grave, sino que esta aprehensión tampoco es innecesaria, sino que pertenece a la realidad misma de la vida; con otras palabras, que la vida no es posible -entiéndase bien, posible- sin aprehensión de sí misma, sin proyección imaginativa de su figura, es decir, sin presencia ante sí misma de su estructura como tal "vida humana". A la vida le pertenece intrínsecamente, para poder hacerse, una peculiar "transparencia" en que su propia consistencia se manifiesta. Y esto constituye la justificación última de la metafísica: si recordamos la idea de las funciones "homologas" y "vicarias" y prescindimos, por tanto, de lo que la metafísica tiene de teoría filosófica precisa para retener sólo su función vital, encontramos que ésta pertenece inexorable e intrínsecamente a la vida humana. Dicho con otras palabras, la metafísica no es sino una forma histórica concreta de realizarse uno de los requisitos constitutivos de la vida humana.

IX EL MÉTODO DE LA METAFÍSICA

hay que retener esta última consecuencia, porque de ella deriva, como veremos en seguida, el método de la metafísica. Y conviene advertir desde luego que esta expresión debe entenderse, no en el sentido de que la metafísica tiene un método, sino en el de que lo es, puesto que es un camino hacia la realidad misma. Se trata, pues, de precisar en qué consiste ese método que es la metafísica.

Recuérdese que la dificultad principal, apuntada al final del capítulo VII, es la tradicional identificación del ser con el lógos. Desde Platón, si se apuran las cosas ya desde Parménides, se han definido -más o menos subrepticiamente- de manera recíproca. ¿Cómo es posible para el pensamiento trascender el ser, derivar el ser? La predicación está fundada sobre la identidad y la permanencia. Como otras veces he mostrado en detalle, cuando digo A es Β, Α funciona dos veces: primero cuando digo A, después cuando digo de él que es B, porque este Β es el Β de A; con otras palabras, el A inicial tiene que ser el mismo que es B; A tiene que ser uno y permanente; de ahí la dificultad de predicación acerca de todo lo viviente, y en rigor de todo lo que es real, ya que toda realidad, y de modo eminente la que es viva, es esencialmente inexacta.

La realidad aparece como consistencia o "talidad": ser real significa ser tal realidad. Ahora bien, la forma tradicional del conocimiento ha sido la explicación, explicatio, despliegue de los componentes elementales de una realidad. Como durante siglos ha interesado sobre todo el manejo de las cosas -manejo con las manos, en sentido literal (técnica) o manejo mental (ciencia)-, la idea del conocimiento se ha fundado en la reducción: reducción de lo compuesto a sus elementos simples, reducción del efecto a sus causas, reducción, en el mejor de los casos, de lo principiado a su principio. Cuando conozco el mecanismo de esta reducción puedo, a la inversa, componer la cosa compleja partiendo de sus elementos, deducir el efecto de su causa, derivar lo principiado de su principio, en una palabra, manejar estas realidades en todos sentidos.

Sólo falta que esto sea suficiente. En todo caso, la reducción me lleva de la cosa que quiero conocer a otra; se dirá que ésta es más importante, porque es elemento, causa o principio; sí, pero es otra; es decir, a cambio de ella me quedo sin la primera, sin la primaria. Si ésta no me interesa por sí misma, sino sólo su manejo, por ejemplo su producción, dirección, previsión, medida, etc., no hay dificultad. La dificultad comienza cuando no puedo renunciar a la realidad primaria, cuando ésta se me presenta como incanjeable, insustituible, en suma, irreductible. Piénsese, para tomar un ejemplo sencillísimo, en un color: el verde de la túnica de San Juan del Greco; se me puede explicar ópticamente la longitud de onda de todas las vibraciones cromáticas que lo producen; se me puede explicar igualmente con qué mezclas de especies químicas se obtiene en la paleta; todo eso es excelente si lo que me interesa es "localizar" ese color, situarlo con precisión en una escala, reproducirlo; todas esas explicaciones son válidas para un ciego; pero si lo que me importa es el color mismo, como le sucede al pintor o al contemplador del cuadro, todo eso no me sirve de nada; lo único es abrir los ojos y verlo; entonces tengo delante ese color en su mismidad, en su propia, irreductible realidad de tal color.