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– No entiendo el porqué del enigma a resolver -dijo Ígur-; si el Laberinto sólo tiene bifurcaciones, y no cruces o nodos, era suficiente recorrerlo con un orden.

– En absoluto, es imprescindible no equivocarse ni una vez, y con el disco hemos comprobado que vamos por el buen camino, por lo menos en lo referente al tipo de bifurcaciones, porque podemos habernos equivocado en la orientación y en las figuras. Los corredores errados conducen a trampas mortales. Para ser más exactos, conducen a árboles donde no hay manera de distinguir lógicamente si se va por el buen camino o no, porque todas las bifurcaciones son iguales, y acaban directamente en la aniquilación, o en un Juego con un uno por mil de posibilidades de resolución, y aun en caso de resolverlo sin más opción que retroceder.

– Deduzco que el buen camino también se acaba en un Juego, porque si no sería suficiente con encontrar uno para saber que se va por mal camino, y retroceder.

– Así es. Si no nos hemos equivocado, ahora acabaremos el Protocolo de Teseo y entraremos en el de Heracles, y el Juego final nos conducirá directamente a la salida.

Cuando llegaron a la primera bifurcación y fueron hacia la izquierda, Ígur sintió un pesar inexplicable, mezcla de impaciencia y nostalgia sin objeto concreto aparente… y sin embargo, ¡había tanto en qué pensar! Se le ocurrió que, a pesar de las complicaciones de la última parte y, sobre todo, los retrocesos camino del Cadroiani, todo había resultado tan fácil en el interior del Laberinto como antes de entrar, que no había habido errores importantes ni dudas excesivas, por más que muchas opciones pareciesen discutibles. Miró a Arktofilax con recelo, y se preguntó hasta qué punto los planos de los constructores de los Laberintos podían llegar a ser asequibles a determinados personajes. Los pasillos de la salida del Cadroiani resultaron más abruptos que los de la llegada; los paneles de luz digital no tenían la regularidad y la fuerza de los otros, y a medida que avanzaban había más apagados e incluso rotos.

– Esta parte parece más degradada -dijo Ígur.

A partir de la tercera bifurcación a la derecha, el trazado se volvió ligeramente ascendente, con una inclinación casi imperceptible al principio, y poco a poco más pronunciada, hasta llegar a tramos escalonados. En concreto, la penúltima bifurcación a la izquierda de la serie de cuatro estaba en el centro de una poderosa escalinata curvada, con una altura de casi diez metros y el ángulo de partición de los dos caminos lleno de esgrafiados representando persecuciones, combates, metamorfosis y devoraciones; algunas escenas estaban desconchadas y, perdida parte de la representación, la incompletud añadía un enigma adicional.

– No lo mires tanto -dijo Arktofílax-, aún te encontrarás a ti mismo.

Ígur lo tomó como una broma, pero no dejó de pensar en el efecto que tal cosa le produciría. Se sentía propenso a una cierta clase de emoción contemplativa y convaleciente, y la falta de reposo había dado una dimensión nueva a los propósitos. De repente el corredor se convirtió en un pasillo con barandillas abierto a un paraje interior parecido al precedente a la inscripción que encabezaba la ; tras cien metros de curvas en torno a masas pétreas emergentes, colgantes o que comunicaban sin interrupción el suelo y el techo, el pasillo se había convertido prácticamente en un puente con tramos porticados unos, otros apenas protegidos con una barandilla y otros donde casi había que escalar. La última bifurcación a la izquierda de la serie de cuatro desembocaba en una amplia sala interior, y la cruzaba a una altura media de unos diez metros; a ambos lados del camino los lagos subterráneos de tan transparentes como eran habrían pasado desapercibidos para un contemplador profano, que sólo con mucha atención habría apreciado la leve línea de verdín que la superficie del agua marcaba en las paredes, de no ser porque estaban llenos de cuerpos humanos en diversos grados de consunción.

– Mirad -dijo Ígur sin poderse contener, porque los había tan recientes que excitaban algo más que la curiosidad morbosa.

– Esto sí que no lo esperábamos, ¿eh? -dijo Arktofilax con gravedad.

Recorrieron aquellos quinientos metros más lentamente que ningunos otros. La aguas estaban repletas de ahogados, muchos más de los correspondientes a las expediciones reconocidas, y asaltaba con fuerza la evidencia de las incógnitas. ¿Había habido Entradas clandestinas al Laberinto? ¿En qué grado de furtividad? ¿Había tolerancia por parte del Imperio? ¿De qué sectores procedía? ¿A qué precio?

– Aquí -dijo Ígur-, la estructura del conjunto aún debe corresponder al Protocolo de Teseo.

– Esto es una metaestructura -dijo Arktofilax-, incluida dentro, o por encima si lo prefieres, de la estructura exegética de los Protocolos.

Aquí es donde hubiéramos ido a parar si llegamos a cometer algún error que parece ser clásico a juzgar por la gente que lo ha cometido -sonrió con ironía-, posiblemente ligado a la posición de la segunda figura, que podría haber estado agachada en lugar de sentada. El Apótropo de esta parte debe de ser el piloto naval Canopus, y el premio al rodeo es una trampa hidráulica, espejismos del Lago de Moeris, donde, para contemplarlos, Poseidón conserva los frutos obtenidos.

La ambigüedad dialéctica de Arktofilax alarmó a Ígur.

– Ya tengo ganas de pasar de la Apotropía de Poseidón a la de Helios -dijo, ajeno a la mirada tranquila del Magisterpraedi.

El camino trazó una nueva inflexión, y tras la bifurcación a la derecha se volvió plano otra vez. Ígur caminaba detrás, y le pasaban por la cabeza pensamientos desbocados, repentinos asaltos de certezas temerarias, como que su compañero no era más que un espejismo, o que cuando se diera la vuelta su silueta no sería más que una armadura vacía. Poco después de la bifurcación a la derecha, Arktofílax se detuvo y señaló otra vaguada.

– ¿Querías una Apotropía de Helios? Aquí tienes la de Dioniso.

Ígur se acercó con una aprensión agridulce, y lo que vio, tal vez por acumulación, le heló la sangre aún más que el Laberinto hidráulico. Ante él se extendía un vasto conjunto de bloques de piedra o, más posiblemente, de hormigón plástico plomado, colocados en posturas caprichosas entre grandes masas de arena; sin duda, pensó Ígur, formaban parte de un Juego tridimensional cuya solución conducía a un movimiento de las piezas que abría caminos o los borraba para siempre; el resultado era la visión de un número difícil de precisar, pero que a Ígur le pareció no inferior a doscientos, de cuerpos triturados que ofrecían un espectáculo de individuos y huesos semimomifícados que sobresalían a medias entre bloques de piedra o los escalaban perpetuados en posturas de desesperación. Arktofilax se detuvo junto a Ígur.

– Esto sí que es peligroso -dijo-. Esta parte del Laberinto está toda ella fuertemente conectada, y, si los Entradores ineptos han hecho saltar ciertas trampas, puede ser que esté obturado hasta el camino correcto. Cuando uno falla en una cuestión primordial no tan sólo se pierde a sí mismo, sino que convierte el Laberinto en una pieza definitivamente inexpugnable.

– ¿No habría afectado al conjunto del mecanismo? -preguntó Ígur pensando que, si fuera así, ya no se habría abierto la puerta de la

– ¿Qué habrían ganado? ¿Te encuentras con ánimos de retroceder? -Sonrió-. No conocemos los mecanismos internos de seguridad, ni si hay diversas fases de construcción en conflicto entre ellas. Quién sabe quién es toda esta gente atrapada. ¿Entradores clandestinos? ¿Condenados a quienes, tal vez para comprobar la eficacia del mecanismo, quizá simplemente para hacerlos desaparecer sin publicidad, se ha obligado a recorrerlo sin guía ni preparación? ¿O es que el Laberinto tiene otra Entrada?, quién sabe, una trampa urbana, ¡el castigo de una cabina de Juegos en la que los perdedores son engullidos por un mecanismo que los propios empleados desconocen hasta dónde conduce! Incluso podría ser que fueran los cadáveres de los obreros que trabajaron en la construcción, a quienes los arquitectos no permitieron, sin duda con la bendición del Emperador, que salieran para divulgar el secreto.