– Caballero -dijo Cuimógino-, ninguno de nosotros es un espíritu puro, y me hago cargo de los abismos que se pueden abrir entre vos y yo, pero quiero que sepáis que las deudas de estimación no se saldan en una vez ni en cien, y que me tenéis a vuestra disposición para todo aquello en lo que os pueda ayudar.
Y así se separaron.
En su habitación, Ígur encontró una citación para el cónclave de la Capilla al cabo de tres días, para la elección de un nuevo Decano; a pesar de que conocía a pocos Caballeros, y de las intrigas internas de la Capilla tampoco sabía gran cosa, decidió ir. Sería una buena contingencia para tomarle el pulso a la situación, porque seguro que los actuales poderosos intentarían situar a sus acólitos al frente de una institución tan conspicua.
Más tarde, la soledad lo fue aplacando. Cada vez se sentía menos héroe temerario y más vagabundo perdido. Recordó a los payasos que, antes del Laberinto, acostumbraban a rondar por el portal de su casa. Los dos habían desaparecido. Intentó dormir, pero no podía, no se libraba del ahogo turbador del recuerdo de Debrel, Guipria, Omolpus y Fei; se sintió deudor de fuerzas de amor, deudor del tiempo pasado y de un sentido de la justicia que, aunque era fácil cuantificar en términos objetivos, se escapaba a toda dimensión racional, y bañado en lágrimas decidió con toda la solemnidad interior que, por encima de las rentas del Laberinto y de tener que llevar la exigencia hasta el final, iría a buscar y a encontrar a sus amigos, y en caso de que les hubiera pasado algo irreparable, perseguiría a los responsables aunque se hubieran refugiado en los brazos del mismísimo Emperador.
XIV
Cuando al día siguiente por la mañana Ígur se presentó a la entrevista concertada en la Agonía del Laberinto para hacer entrega del Informe, se encontró ante una recepción formada, no como el día anterior, por funcionarios de segunda fila, sino por el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto y por el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma, los dos ya conocidos, en especial el segundo, el poderoso y sibilino Pauli Francis; estaban asistidos por funcionarios que Ígur no había visto nunca, pero era evidente que habían decidido llevar ellos mismos el peso del encuentro.
– ¿Podemos ver el Informe? -preguntó Francis después de algunos saludos reducidos a mero formulismo.
– Aquí lo tenéis -dijo Ígur.
Francis lo cogió y rompió los sellos. Ígur se quedó de piedra al ver que lo abría y lo hojeaba.
– Está incompleto -dijo el Secretario de Bruijma.
– Creía que los únicos que tenían acceso a él eran el Emperador, el Hegémono…
– Una vez el Informe esté completo -le interrumpió Francis-. Pero ahora mi obligación es asegurarme de que no habéis omitido ningún aspecto, y hacia el final no veo más que eufemismos y lagunas.
La ira inmovilizaba a Ígur; entre tanto, el dignatario de la Agonía también hojeaba el Informe.
– No veo cómo podéis juzgar la precisión y el final del relato de una situación que no conocéis.
– Hay muchas maneras de no conocer una situación -dijo Francis con una sonrisa severa-, y en cualquier caso siempre se pueden hacer preguntas. Por ejemplo: ¿Cuáles son los plazos temporales de los episodios? ¿Por qué no se han recogido muestras de materiales? ¿Qué le sucedió al Magisterprasdi Hydene? -Ígur no reaccionaba, y el dignatario prosiguió-: No confundáis la opinión pública con vuestro compromiso hacia el Imperio. Quisiera que os percatarais de la bondad de las observaciones y las preguntas que os he formulado, y otras que os podría formular. ¿O es que preferís tener esta misma conversación con Su Ilustrísima el Agon del Laberinto o con Su Excelencia el Príncipe Bruijma? No os lo recomiendo.
– Lo que hay aquí consignado -dijo Ígur- es lo único que objetivamente puedo dar por bueno.
– No me hagáis reír, Caballero -intervino el Primer Secretario de la Agonía; Ígur lo había visto en el Atrio del Laberinto, y le había parecido un individuo brutal-. El señor Secretario de Su Excelencia os ha hecho una pregunta, y si no la podéis responder eso os convierte en sospechoso de cualquier cosa. ¿Por qué la objetividad de que disponéis sobre el Magisterpraedi se acaba aquí? -señaló los papeles-. ¿Acaso lo habéis asesinado?
– ¿Por quién me habéis tomado, señor mío? -dijo Ígur levantando ligeramente la voz.
– No os excitéis. Caballero -dijo Francis-, y recordad lo que os he dicho. Ser el vencedor del Laberinto os confiere ciertas prerrogativas civiles, pero no os exime de rendir cuentas de vuestra parte del contrato de Entrada.
– En cualquier caso -dijo el Primer Secretario de la Agonía-, resulta curioso que el Caballero se considere de una especie inmaculada. Nadie que conociera vuestro historial se extrañaría de la suposición, muy lógica por otra parte, de que el Magisterpraedi Hydene se quedó dentro del Laberinto gracias a vuestra intervención.
– ¿Qué queréis decir? -dijo Ígur, a punto de ponerse a temblar de rabia; Francis intervino en un tono vagamente inclinado a conciliar.
– Señores, sugiero que dejemos esa clase de consideraciones para otro momento; y vos. Caballero -cerró el Informe y se lo puso en las manos-, os ruego completéis este documento de tal forma que ni los aquí presentes, ni nadie -recalcó con gravedad-, os pueda reclamar dato objetivo alguno. ¿De acuerdo? -Ígur hizo un gesto que no comprometiera a nada-. Muy bien, tenéis una semana más de plazo, pero no os volváis a equivocar, porque eso supondría incumplimiento de la cláusula de plazos. -Hizo una pausa-. Podéis retiraros.
Ígur dio un paso hacia la puerta, pero las palabras del Secretario de la Agonía lo habían envenenado e, incapaz de pasarlas por alto, se dio media vuelta y se les enfrentó de nuevo.
– Ignoro -dijo sin preámbulos- a qué historial mío os referís, ni qué podéis haber encontrado en él; todos los combates que he librado desde que accedí a la Capilla han sido en defensa legítima y en lucha leal, y las demás terminaciones que se me pueden imputar responden a órdenes concretas de mis superiores en la más estricta jerarquía imperial; yo no soy de la pasta del Caballero Milana, que tiene alma de Fonóctono, yo siempre me he regido por una línea de conducta clara y sin vericuetos.
– Caballero, os ordeno que os retiréis -dijo Francis con una dureza potenciada por haber hablado en voz más baja de lo normal.
– Al contrario -intervino el Primer Secretario de la Agonía-. Vuestra actitud es muy interesante, y creo que la ocasión merece detenimiento. Caballero, he estudiado vuestra vida en Gorhgró (la anterior no me interesa), y supongo que ahora os habéis referido a ciertos Fonóctonos que os atacaron en una ocasión, al Infante Galatrai y al Caballero Meneci; no sé -sonrió- si me dejo algo. -Ígur se mantenía a la expectativa-. Me imagino que hasta que encontrasteis al Magisterpraedi, algún otro infortunado o infortunada debió salir mal librado después de topar con vos, pero la imputación es más dudosa; de los dos casos que os acabo de contar me consta que a estas alturas la justicia se ocupa de ellos… no os preocupéis, es tan lenta que os haréis viejo antes de que os alcance, y si por lo que fuera, yo qué sé, que os convirtieseis en un personaje tan famoso que los trámites se acelerasen, no dudo que por esa misma razón encontraríais defensa para salir bien librado. -Hizo una pausa para comprobar el efecto que producía su discurso-. Supongo que eso que llamáis, ¿cómo ha dicho? -se volvió hacia un Francis exageradamente impertérrito-, una línea de conducta clara y sin vericuetos, incluye además de vuestra habilidad con la espada proclive a enviar al otro barrio al primero que os moleste, el insulto más obsceno y el intento de estafa a un compañero vuestro en la Empresa del Laberinto. -Ígur se sofocó de rabia, porque no tenía réplica; el dignatario prosiguió con una benevolencia irónica-. Claro que de eso habéis sido exonerado quién sabe cómo, por retractación o por reparación, y además seguro que pensáis, ¿que importa, en medio de tantas cosas, una pequeña distracción más, una grieta más en el edificio de la rectitud? Pero imaginemos que no lo pensáis, y que vuestra autorredención moral pasa por la, por cierto, no demasiado prudente, investigación acerca de vuestros amigos Omolpus, Debrel, Comisca y Morani. -Ígur sufrió un gran sobresalto, porque era la primera vez que desde las altas instancias del Imperio se desenterraba la cuestión, y en décimas de segundo no consiguió imaginar si iba a ser recriminado por haber desobedecido la orden de matar a Debrel y Guipria o por buscarlos ahora-. ¿Os sorprende que se sepa? Recordad el antiguo dicho: lo que no quieras que se sepa, no lo hagas… Pero volvamos a la cuestión: os consideráis en deuda con vuestros amigos, y os habéis propuesto descubrir dónde han ido a parar. Eso os otorga el resplandor del Caballero, ¿no es así? Muy bien, hablemos: con un espíritu más bien dudoso, tildáis a un cofrade vuestro, al Caballero Milana, de tener espíritu de Fonóctono, ignoro por qué, con qué base y, si la hay, con qué pruebas, no demasiadas imagino, porque si las tuvierais habríais recurrido a las vías oficiales en lugar de al insulto irresponsable; y bien, vos que os erigís en justiciero, ¿qué habéis hecho de verdad para encontrar a los amigos que ahora tanto añoráis? ¿Renunciasteis al Laberinto para salvar a Debrel y a su mujer? Está bien, dejemos el pasado: y ahora, ¿qué estáis dispuesto a sacrificar para volver a ver vivos a los seres queridos? ¿Vuestra elevación social? ¿Los beneficios del Laberinto?