– Tiene un sentido oculto, no hay duda. ¿O quizá sólo lo tienen vuestras respuestas? ¿Sois jugador?
– Caballero -exclamó el Primer Bibliotecario con tono de reproche-. Todos los empleados de la Administración participamos de oficio en opciones preferentes de la Apotropía.
Se pasaron unos minutos revolviendo papeles.
– ¿Qué me podéis decir de lo que os he pedido?
El funcionario lo miró sin que Ígur acabase de saber si estaba ante un cínico o tan sólo ante un hombre asqueado.
– Caballero, éste es el último lugar del Imperio donde se puede consultar bibliografía. Y, si queréis que os sea franco, no creo que los temas que habéis propuesto, ni por aproximación, sean los que de verdad os interesan. Ignoro quién os ha recomendado que vengáis a la Biblioteca -rió-, y no quiero saberlo, pero es evidente que lo ha hecho para incitar designios más sutiles que, huelga decir, a vos corresponde descubrir y, si os conviene, seguir.
Caminaron por un nuevo pasillo y fueron a dar con la entrada; Ígur tuvo que reconocer que se había perdido.
– No me ha servido de mucho el entrenamiento geométrico del Laberinto -quiso ironizar.
– La geometría cada día es menos necesaria para la arquitectura -dijo el Primer Bibliotecario-, pero continúa siendo imprescindible para otras cosas.
Ígur se encontró ante la puerta.
– Si por casualidad encontraseis algo que…
– Descuidad, Caballero. Si hay suerte, os tendré presente.
Al cabo de la semana que como límite le habían marcado, Ígur llevó el Informe a la Agonía del Laberinto. Había hecho algunos cambios para cubrir el expediente, y cuando se hizo anunciar iba preparado para una dolorosa batalla dialéctica de imprevisible final por mantener la postura adoptada aunque le costara los beneficios y el honor del Laberinto. Pero el Primer Secretario de la Agonía no se dignó recibirlo, y el Secretario Administrativo que Ígur ya conocía de la firma de los protocolos y de su primera visita tras salir del Laberinto lo recibió en medio del vestíbulo, sin invitarlo ni a tomar asiento.
– Muy bien, Caballero -dijo-, haré llegar el Informe a mis superiores -y ya se iba cuando vio que Ígur no se movía-, ¿deseáis algo más?
– No -dijo él-; es decir, esperaba que se me facilitase una expectativa un poco más explícita.
El funcionario puso cara de extrañeza.
– Tan pronto vuestro documento haya sido informado, tendréis noticias de la Agonía y de vuestro Príncipe.
– Muy bien -dijo Ígur, y se fue sin querer dar ocasión a ningún otro vacío entre él y el funcionario.
Se encontró en la calle sin ganas de emprender nada nuevo, cansado de arrastrarse por las administraciones y también de la permitida esclavitud sentimental a que le sometía la idea de Sadó. Hacía días que se le arrugaba en el bolsillo la dirección que le había dado, donde se suponía que se encontraba Fei. Ígur se sentía cada día más desligado de los requerimientos del Imperio, y de un arranque subió a un transporte y se fue hacia allá.
La dirección estaba en el Sur, fuera del núcleo urbano, cerca del tramo del Sarca que, procedente de la Falera, toma la dirección meridional entre las dos grandes curvas; a medida que se acercaba, aumentaba el debatirse entre la impaciencia y el pesar. Entró en un portal agreste, y un minuto después de llamar a los timbres, el portero automático lo instruyó para que se identificara con el sello y los códigos pertinentes; una vez lo hubo hecho, la puerta se abrió, y cuando estuvo dentro se cerró tras él y aparecieron cuatro hombres armados que le apuntaron con fusiles láser. Un quinto individuo entró y se le aproximó.
– Caballero Neblí, previamente a cualquier consideración futura, os ruego que me digáis cómo habéis encontrado esta casa.
– Señor -dijo Ígur-, si conocéis los usos, sabréis que un Caballero no revela nunca sus fuentes si con ello puede comprometer a terceras personas y, en cualquier caso, nunca lo hará bajo amenaza de armas.
– Caballero -dijo el otro-, no tengo que daros explicaciones. Vos sois quien pretende entrar en nuestra casa, y tengo que saber punto por punto vuestras intenciones. -Un sexto individuo entró y murmuró brevemente al oído del que hablaba-. Parece ser que habéis venido solo, pero tengo que saber qué queréis y quién os manda.
– No me manda nadie, y quiero ver a Fei.
– ¿Quién os ha dicho que esté aquí?
– No es asunto vuestro -dijo Ígur, un poco preocupado, porque el otro empezaba a impacientarse.
– ¿Ah no? -lo miró inquisitivo-. Como queráis, pero os garantizo que si mantenéis esa actitud, seguro que pronto será asunto vuestro.
Ígur se dio cuenta de que había ido a parar a un refugio astreo preparado para hacer frente a un asalto imperial, y si no conseguía hablar con Fei la situación sería cada vez más delicada, conque hizo una rápida evaluación y tomó una decisión.
– De acuerdo, vos ganáis -dijo, exagerando la entonación de la transigencia-; ha sido una ramera del Palacio Conti la que me ha dicho que Fei está aquí -dijo, especialmente divertido por la parte de verdad que tenía la afirmación.
– ¿Cómo se llama? -dijo el astreo.
– No lo sé.
– Mentís, Caballero, y los usos dicen que un Caballero no miente nunca.
– De acuerdo, miento. ¿Qué queréis, que condene a muerte a una dama diciéndoos su nombre?
– Caballero, o sois un criminal o sois un loco. Me cuesta creer que el Entrador del Laberinto, el único invicto de la Capilla después de Hydene y Vega, no se dé cuenta de que su presencia nos condena a todos a muerte, y de la única solución que nos deja su actitud; lo siento, Caballero. -Se volvió a los hombres armados-: Matadlo. -Y se encaminó al interior.
En la puerta lo detuvo alguien que entraba, y a Ígur le dio un vuelco el corazón: era Fei.
– ¿Qué pasa? -dijo.
– No salgáis. Duquesa -indicó el astreo con deferencia.
– ¡Fei! -gritó Ígur.
– Meine Tage in dem Leide! -dijo ella, y sonrió con ternura-, ¡Si es nuestro Caballero!
– Duquesa, permitidme -insistió el interlocutor de Ígur.
– Está bien, amigo mío -dijo ella-, el Caballero es bien recibido aquí. -El otro le dirigió unas palabras al oído, deprisa y perentorio-. No os preocupéis, no tengo ninguna duda. -Se dirigió a los hombres armados-. Podéis retiraros.
Se quedaron a solas.
– ¿Duquesa? -dijo Ígur riendo; se abrazaron.
– Era el título de mi abuela. Mi padre no lo usó nunca, y ahora yo, ya lo ves…
Se les llenaron los ojos de lágrimas.
– Estás mejor que nunca -dijo él con sinceridad, y se separó para mirarla: sin maquillaje, vestida con sencillez, el cuerpo manteniendo la formidable elegancia de siempre, las facciones que una tenue melancolía magnificaba-, y tienes que contarme muchas cosas.
– Poco, créeme -rió-, qué le vamos a hacer. ¿Y tú? -Lo miró con ojos brillantes-. El vencedor del Laberinto no es demasiado prudente yendo a visitar a los rebeldes. -Ígur sintió una punzada de pesar; se volvieron a enlazar-, ¡Pienso tanto en los buenos momentos!
Entraron abrazados a una nueva dependencia de generosas dimensiones. Ígur pensaba en Sadó, y que seguramente Fei le preguntaría por ella; decidió no mencionarla por propia iniciativa.
– He venido porque te quería ver, y también para que me digas cómo te puedo ayudar.
Nada más decir eso, se oyó una explosión procedente de la entrada, y la onda expansiva los tiró al suelo. Entre la polvareda se miraron desconcertados y, antes de poder reaccionar, aparecieron los Guardianes armados, y el Astreo que había recibido a Ígur le apuntó con el fusil láser a la cabeza.
– ¡Lo sabía! -dijo con ferocidad-, ¡lo sabía! ¡No sé por qué no te he matado nada más verte! -Cargó el fusil, cuando ya desde la entrada se oía el zumbar de las armas.
– Fei -dijo Ígur-, te juro que no tengo ni idea de lo que está pasando.