Ígur salió de casa y tomó el transporte hacia la Agonía de la Cabeza Profética, consciente de la cantidad ingente de tiempo y esfuerzos que dedicaba al resquemor por Sadó, que nunca se parecería tan inútilmente al odio, y ahora a la autorrecriminación por Fei, que tan sólo el olvido o el desprecio a sí mismo podría jamás mitigar, pensaba en la entrada del Palacio de la Agonía. Allí el lujo indicaba la pujanza de la institución en contraste con la Biblioteca. En la recepción, Ígur hizo valer los méritos del Vencedor del Laberinto, y obtuvo la comparecencia del Maestro de Ceremonias; pero cuando el dignatario llegó, Ígur se llevó una sorpresa, porque no era aquel con el que siempre había tratado.
– Caballero Neblí, vuestra visita es un honor -dijo con altivez-. ¿En qué puedo serviros?
– Quisiera hacerle una consulta a la Cabeza Profética.
– Me temo que eso no sea posible.
De hecho, a Ígur ya le había llamado la atención no ver la habitual aglomeración de público en la entrada,, y había interpretado el cartel que decía que la entrada de consultas a la Cabeza estaba cerrada como una disposición transitoria sin importancia.
– ¿Puedo saber por qué?
El Maestro lo miró como si evaluase desfavorablemente la importancia de la ocasión.
– Tened la bondad de acompañarme.
Lo llevó por los pasillos en dirección a la Cabeza Profética, y por el camino Ígur se sorprendió recapitulando acerca de las expectativas reales de su presencia en aquel lugar. Si él nunca había creído en el fenómeno oracular, ¿a qué se debía esa decepción? ¿En qué manipulación oculta estaba dispuesto a creer en lugar de creer en el destino? Y, aún peor, ¿estaba dispuesto a considerarla? Entraron en el recinto central, completamente solitario y con una iluminación más tenue. La Cabeza de Turudia estaba en silencio, no presa de la ronca melopea inconclusa habitual.
– ¿Qué pasa? ¿Es que no está en condiciones? -preguntó Ígur.
– No, como podéis ver -dijo el dignatario con una cierta complacencia-; es la evolución natural de las Cabezas Proféticas. Los nervios se secan, los conductos se vacían y se obturan con residuos, en fin, los circuitos se rompen. Pero no os preocupéis, las virtudes augúrales pueden reconstruirse. Yo mismo os puedo servir -y rió por primera vez, mostrando una dentadura tenebrosa.
– ¿Vos mismo?
Ígur se acercó a la Cabeza hasta donde la disposición de la vitrina lo permitía. La testa, que hacía pensar en un viejo desnutrido, tenía los ojos en blanco, un blanco que más bien era de una opacidad marronácea y resquebrajada. Las orejas, la nariz y los párpados habían perdido la ternura nacarada de antes, y eran la pura translucidez del pergamino más inerte. La boca era un agujero sin gesto.
– ¿Qué pasa? ¿Qué os preocupa? -recriminó el Maestro con una suavidad envenenada.
– Yo, realmente, me había hecho a la idea…
– Ya lo veo. Qué le vamos a hacer.
Ígur rodeó la Cabeza. Desconfiaba, a esas alturas, de una nueva estratagema. Allí donde en otros tiempos no se hubiera atrevido a fijar la vista sin un sobrecogimiento, no sintió horror sacro alguno al hacerlo desde cualquier ángulo; lo había reemplazado el vacío que sigue a la náusea.
– Espero que tengáis conciencia de lo inusual del procedimiento -advirtió el Maestro cuando él miraba a la Cabeza por la parte posterior-, del favor que os es otorgado con esta confianza…
Ígur recordó la discusión con el antecesor del dignatario y, a partir de la conveniencia de no indisponerlo, se le ocurrió que el hombre que tenía delante fuera un subalterno que el otro, aún en el cargo, le enviaba para quitárselo de encima.
– Entonces sus virtudes…
– La garantía es la misma. ¿Qué queréis saber?
Ígur contempló la Cabeza. Nunca había visto algo más muerto, una ausencia más estatuaria. Incluso dudaba de su procedencia. ¿Era la cabeza de Frima Kumaiaski, o la del primer paria sin nombre que habían encontrado en el depósito de cadáveres? Pero en realidad, ¿qué importancia tenía? Allí no había razón en conflicto ni pánico del futuro, no había resonancias que interpretar; no había nada de nada.
– Da igual, gracias de todas formas.
– Como queráis -dijo cortante el Maestro.
De camino hacia la salida, en silencio, a Ígur se le ocurrió la posible relación entre el estado actual de la Cabeza Profética y la resolución del Ultimo Laberinto, y se preguntó a qué inalcanzables y recónditos intereses había servido su afán de éxito y reconocimiento.
– Agradezco vuestra atención -dijo al Maestro en el vestíbulo-. ¿Puedo haceros una última pregunta? -El dignatario esbozó un gesto de disponibilidad-. Si ahora la Cabeza se ha, ¿cómo dijisteis?, secado, ¿qué pasará con la institución?