– Bienvenido seáis, Caballero Neblí -dijo-. ¿A qué se debe el honor de vuestra visita?
– He venido para ver a mi maestro, el Magisterpraedi Omolpus.
El Camarlengo lo miró con atención y, fugazmente, al Teniente.
– ¿Acaso no lo sabéis? El Magisterpraedi ha muerto.
Ígur sintió una sacudida.
– ¿Puedo saber cuándo, y de qué?
El Camarlengo dirigía al Teniente miradas rápidas.
– Fue antes del verano, al poco de trasladarse; el Magisterpraedi sufría una grave enfermedad circulatoria, y ya había tenido dos accidentes vasculares.
– ¿Por qué no se me notificó?
– Caballero, sabéis mejor que yo lo que es el jubileo de un Magisterpraedi, a qué régimen social se somete voluntariamente -miró de nuevo al Teniente, que se mantenía impasible, e Ígur empezaba a imaginar conspiraciones de silencio-. Caballero, el alto concepto en que el Magisterpraedi os tenía no impide considerar que, en cualquier caso…
– Está bien -le interrumpió Ígur-. ¿Cuándo fue la última vez que lo visitó el Fidai Milana?
– ¿El Caballero Milana? -El Camarlengo parecía hacer un esfuerzo de memoria-. Creo que poco antes de… -se detuvo; Ígur se volvió a mirar al Teniente, y no sorprendió en él gesto alguno, a pesar de que estaba seguro de que había hecho uno especialmente significativo-; no lo recuerdo exactamente, creo que el Caballero Milana no ha vuelto más que una vez desde que se fue a vivir a Gorhgró.
Ígur miró al Teniente a los ojos directamente y sin contemplaciones, y el oficial se mantuvo imperturbable. Ígur se apartó con violencia y se fue hacia la ventana intentando poner sus ideas en orden; fijó los ojos en el horizonte, y la furia corría en él tan aprisa que no veía nada.
– Caballero -dijo el Teniente, a su lado-, no sé qué esperáis saber, o qué queréis. Creo que el Señor Mayor ya os lo ha dicho, la actuación del Caballero Milana no ha dejado muy buen recuerdo entre nosotros.
Ígur se volvió con energía.
– ¿Tampoco en relación al Magisterpraedi?
El Teniente le sostuvo la mirada con una expresión de entristecida sorpresa.
– ¿A qué os referís?
Ígur se desesperó. En un minuto imaginó mil y una escenas, se vio a sí mismo desenvainando y cortando a pedazos al Teniente y al Camarlengo, después a los dos soldados, después, en Cruiaña, al Mayor. ¡Qué vergüenza para el Invencible! La adrenalina llegó al máximo y bajó, y la calma de después de la pequeña tempestad lo devolvió a la desesperanza. Allí no había nada que hacer.
– En honor a la alta consideración y estima que nos consta que el Magisterpraedi os profesaba -dijo el Camarlengo-, quisiera en nombre del Palacio invitaros a compartir el refrigerio matinal.
No quedaba más que desarmarse y aceptar. Había topado con uno de esos inesperados, y quizá inconscientemente buscados, momentos de parada y recapitulación en que al espíritu cansado le parece emerger de una larga etapa de irreflexión, vértigo de la existencia y olvido de sí mismo, y se sintió de repente celoso de su tiempo y con un deseo directo de quitarse de encima la compañía. Un miembro de la familia Omolpus, con una amabilidad delicadamente mesurada, le mostró las dependencias del Castillo y las alas dedicadas a la crianza de caballos de raza y a la cetrería, y visitaron los talleres de los artesanos de todo tipo, entre ellos un maestro armero famoso en todo el Imperio, para obtener las obras del cual se precisaban tan altas credenciales que se las disputaban hasta los Príncipes, y aun así había una lista de espera de meses; sabiendo de quién se trataba y de la especial relación que le unía a Omolpus, el maestro armero obsequió a Ígur con una daga destinada al omnipresente Magisterpraedi en persona. Así transcurrieron las horas, y con ellas la distancia que va de la tragedia de las cosas a la consideración que merecen situadas en un conjunto coral; no había tal conspiración, eran las dimensiones del desastre, era el paso del tiempo. ¿Qué cambiaría en la vida de Ígur de saber con certeza que la muerte de Omolpus había sido por causas naturales, o que lo había asesinado Milana? ¿Qué importaba que el Teniente y el Camarlengo lo supieran o no, y los oscuros designios que les impulsaban a ocultarlo? Ya era hora de resignarse a morir sin haber oído de labios de Omolpus que no era cierto que en Cruiaña Milana se hubiera dejado ganar por él siguiendo indicaciones superiores, de resignarse a convivir para siempre con la duda y con la insidia. En medio de la calma frondosa y evocadora de la profunda nobleza rural, Ígur se sintió contagiado por la intensa placidez del afecto extrañamente rico y comunicativo que desprenden aquellos que aman su pasado y lo que les rodea, procedentes de una extensa tradición, sin falsas vergüenzas y más allá del furor retentivo más habitual del propietario analfabeto, encontró por fin el gran momento para detenerse y respirar, y sintió con nitidez que nada se le quedaba pequeño, ni las mezquindades campesinas que había creído superar desde el monstruoso Gorhgró eran tales, que es difícil que alguien esté por encima de algo, y él mismo no lo estaba de su tierra natal.
Por la tarde, la serenidad tocada de un ensueño ligeramente amargo, el Teniente le sugirió volver, e Ígur se despidió de los Omolpus, que con tanta gentileza lo habían recibido, y del Camarlengo, y tomaron el camino de Cruiaña. Viendo los sentimientos que le evocaban, Ígur recordó que de niño había mirado mucho a las nubes; entre las brasas del atardecer, el silencio lo volvió a despertar al mundo, y lo cabalgó en la localización de los colores neutros, como el amarillo verde-gris de la piel y la carne del melocotón mollar en fase intermedia de maduración, la piel de algunos peces, el amarillo blanquiazul de la porción de cielo que separa del ocaso (alargado así por la mirada) la ya oscura limpidez del zenit, en la resurrección de los ruidos y los olores olvidados. Calmado y enardecido de introspección, y habiéndosele hecho el trayecto mucho más corto que a la ida, cuando entraron en la villa era ya de noche, y con el sentimiento de que por más que la desidia sea el motor del mundo, ningún tesoro se pierde mientras haya una sola memoria que lo avive, Ígur había viajado a su infancia, a las tardes de juegos, a las desocupaciones formidables, a las imágenes de pasillos en penumbra que ya eran memoria pura del sentimiento y aun así nunca como entonces había sido todo tan posible, y bajó del transporte sin una idea concreta de sus intenciones. Se sentía capaz de gestionar una retirada de la Capilla, de solicitar el título de Magisterpraedi y quedarse a vivir en Cruiaña para siempre, y tal posibilidad, ciertamente a su alcance, lo inflamaba de una extraña pasión de generosidad emocional en la que los agridulces de la renuncia jugaban un papel fundamental; la abrevaba con la mirada perdida por el empedrado viejo y brillante de las calles y la iluminación indolente de las esquinas cuando el Teniente, que había entrado en la Mayoría a notificar la llegada y a recoger disposiciones, bajó nervioso la escalinata de la entrada principal del edificio.
– Caballero, el Señor Mayor os espera en su despacho; se ha recibido un mensaje urgente de Gorhgró.
Ígur regresó al mundo como si un latigazo lo hubiera despertado de un sueño feliz. En el despacho, el Mayor lo recibió con cara de preocupación.
– Tiene que ser importante, porque está en clave de vuestro sello, y ha saltado por encima de todas las líneas -dijo desolado-. Os ruego que lo aceptéis deprisa, porque nos ha bloqueado el Cuantificador.
– Lo siento mucho -dijo Ígur, y obró las manipulaciones pertinentes, preparado para cualquier desastre pero sin tener idea de por dónde podrían ir los tiros.
Tuvo que salvar hasta tres códigos de protección, lo que daba idea de las precauciones que se había tomado el emisor para no tener interferencias ni escuchas; en parte, eso lo tranquilizó: por lo menos, no era una orden de arresto. Finalmente apareció el mensaje en la pantalla, sólo para los ojos del Caballero Neblí: