'Del Palacio Conti: Es imprescindible y urgente tu presencia. Está en juego la vida de Fei, y nuestra supervivencia institucional y probablemente personal. Firmado: Isabel Aulicamagistra.'
Ígur se sintió el blanco de todas las miradas.
– ¿Puedo ayudaros en algo? -preguntó el Mayor.
– Tengo que partir inmediatamente hacia Gorhgró -dijo Ígur.
– Ahora mismo ordenaré que dispongan vuestro helicóptero.
Pasada la medianoche, en el heliopuerto de la capital del Imperio, Ígur tomaba un transporte hacia el Palacio Conti.
Llovía a cántaros cuando Ígur se acercó caminando a los puentes del Sarca, a las inmediaciones del palacio de Isabel; las vías principales, las únicas transitables con el transporte, estaban tomadas militarmente por la Guardia Imperial, y el conductor se había negado a continuar, de manera que Ígur, bajo el chaparrón y el vendaval, se había tenido que abrir paso entre los controles con el sello de Caballero por delante; eran las dos de la madrugada cuando cruzó el Puente de los Cocineros, que aquella noche se le antojó especialmente agreste, y la Guardia le impidió utilizar la entrada de servicio. En la principal, lo recibió Madame en persona; su aspecto inusualmente descuidado y el vestido más sencillo que le había visto nunca daban idea de la gravedad de la situación.
– Vamos a mi habitación -dijo sin más prolegómenos, y se lo llevó por pasillos tomados por parejas de Guardias en cada bifurcación; tras dos o tres vacilaciones, se encerraron en una salita.
– ¿Estás segura de que no te han colocado micros? -dijo él.
– Ígur -la Conti lo miró con un sentimiento del cual no la habría creído nunca capaz-, ¿qué has hecho? -Él soportó toda la desolación del mundo-. ¡Y mis recomendaciones! -Más que un reproche, era un lamento, y eso aún resultaba más difícil; le tocó la mejilla-. ¿Cómo has podido, qué te ha pasado? ¡Cómo sois los hombres, por más Caballero de Capilla Invencible que te llamen! -Lo miraba con una tristeza tan penetrante que Ígur apartó la vista-. Te ha vencido el orgullo, no puedo creer que te haya ofuscado una pasión pasajera, ni la irresponsabilidad… ¿Cómo podías imaginar que no tendrían manera de seguirte? ¿Quién te ha dicho dónde estaba Fei?, ha sido Sadó, ¿verdad? -Ígur no se movió-. Tú eres un ingenuo, pero ella ha tenido mala fe; sabía que no podrías contenerte de ir a buscarla -hizo un gesto de asco-; desde que llegó, viendo que no podía… en fin, que la ha querido desbancar, y mira por dónde…
Se hizo un silencio pesado; Ígur pensó en la única vez que había visto a Sadó después del desastre del refugio Astreo, y cómo ninguno de los dos había hecho referencia a los hechos.
– ¿Dónde está Fei? -preguntó.
– No sabría decírtelo con seguridad, pero creo que está aquí.
– ¿Qué significa eso? ¿Está aquí o no está aquí?
Madame Conti lo llevó hasta una ventanita interior, y la abrió.
– Mira -murmuró.
A través de un cristal antirreflector se veía la Sala principal, y en el centro, un enorme catafalco negro de forma cúbica, rodeado de Guardias armados.
– ¿Qué es? -preguntó Ígur.
– No me lo han querido decir, pero mucho me temo que se trata de una máquina inteligente de tortura.
El horror y la ira luchaban en el espíritu de Ígur.
– ¿Significa eso que te lo han impuesto como espectáculo…? -ella asintió con la cabeza-, ¿Es cosa de la Apotropía de Juegos?
– No, el Apótropo es un viejo amigo. Esto procede directamente de Bruijma y la Hegemonía.
Ígur miró el montaje, incapaz de prever intenciones.
– ¿Y yo qué pinto en medio de todo esto?
– La Guardia Imperial me ha dicho que la única posibilidad de salvación para Fei es que tú participes en el Juego de esta noche.
– ¿Qué Juego?
– No lo sé, y no estoy en condiciones de preguntarlo -vaciló-. Me tengo que acoger a todas sus exigencias porque hay un expediente abierto contra el Palacio Conti y contra mí misma, por haber cobijado a una Astrea -Ígur estaba cada vez más desconcertado-, así es que si no quiero perderlo todo y acabar yo misma procesada, tengo que colaborar en el montaje, que supongo tendrá una intención ejemplar.
– ¿Y qué será de Fei?
– No lo sé, pero créeme, si tiene alguna posibilidad, está en nuestras manos.
– ¿Y tus amigos, no podrían hacer nada? El Secretario de la Parapotropía, el Duque Constanz, Boris…
– Ígur, no te haces cargo de la situación. Vivimos una guerra civil, y cualquiera de los que has nombrado se puede dejar el pellejo a la menor equivocación; ¿cómo quieres que se la jueguen por una causa perdida?
Ígur miró por la ventanita.
– Ahora mismo voy a hablar con el Jefe de la Guardia.
– No vayas -dijo Isabel-. No servirá de nada, hay órdenes superiores, y además -flaqueó, pero la mirada de Ígur no admitía escapatoria-, además, tú tampoco puedes escoger, porque existen cargos importantes contra ti.
– ¿Ah sí? Quiero saber cuáles. -Y se fue hacia la puerta.
– ¡Pobre amigo mío, por el camino que vas, qué pronto te vas a hacer matar! No te empeñes en confundir cobardía con prudencia, créeme. Guarda fuerzas para la noche, las necesitarás. -Ígur puso la mano en el pomo de la puerta, y Madame Conti lo detuvo-. De la Guardia no sacarás nada en claro, tan sólo cumplen órdenes, y hasta que por la tarde lleguen sus superiores tirarán a matar a todo el que se acerque al catafalco.
Ígur sonrió.
– Muy bien, no nos adelantaremos a los problemas. Iré a ver a Sadó.
– Yo de ti no iría.
– ¿Por qué? ¿También me dispararán a matar?
Madame rió.
– Claro que no, no se trata de eso.
– Pues si se trata de cualquier otra cosa, voy para allá.
– Como quieras -dijo ella, socarrona.
Ígur salió y cruzó el Palacio entre los Guardias armados que, efectivamente, estaban por todos lados para impedir el paso a la zona central. La habitación de Sadó estaba cerrada, e Ígur golpeó la puerta, con suavidad al principio, después con energía.
– ¿Quién es? -dijo la voz de ella.
– Soy yo; ¿podemos hablar un momento?
– Estoy acompañada.
Ígur ya se lo imaginaba, pero aun así sufrió un sobresalto.
– Abre, o echo la puerta abajo.
Ella abrió con el mando a distancia, e Ígur entró. Sadó estaba en la cama, y un individuo de poco menos de veinte años se precipitaba desnudo a un montón de ropa descuidadamente tirada por el suelo, que Ígur reconoció como el uniforme de Oficial de la Guardia Imperial; contra la pared había un arma, y cuando vio al recién llegado ante sí, el Oficial se detuvo y miró a Sadó. Ígur fingió no darse cuenta, y ella no perdió el control.
– Déjalo correr -le dijo a su acompañante.
Ígur puso un pie en la cama y miró a Sadó a los ojos fijamente. El otro individuo no se movía, y sin desviar la mirada, Ígur volvió la cabeza un instante en su dirección.
– Fuera -dijo, deseando con toda su alma que se decidiera a coger el arma y a atacarlo; los amantes se miraron y Sadó asintió con la cabeza; el Oficial cogió la ropa con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y salió.
– ¿Qué te has creído? -dijo Sadó una vez cerrada la puerta.
– Quizá sea la última vez que podamos hablar tranquilos antes de que…
– ¿Quién te has creído que eres? -continuó ella, lanzada; hablaba bajito, con una suavidad contenida eficazmente amenazadora-. ¿Qué derecho te crees que tienes a venir de esta manera a medianoche a echar a mis amigos de la cama?
Ígur no podía dejar de admirar la firmeza de la mujer indefensa ante un invasor que podía volverse peligroso; encontró que el miedo y la indignación le otorgaban una extraña dignidad, la volvían más bella que nunca.