– ¡Fuego! -chilló el Jefe de la Guardia.
Ígur dio un salto atrás a la vez que siete u ocho le disparaban; una docena de espectadores cayeron al suelo, unos abatidos por Ígur, otros por los fusiles de la Guardia.
– ¡Deteneos! -gritó la Conti-. ¡La sala está llena de civiles!
Una oleada de pánico abrió un claro en torno a Ígur y a los Guardias que tenía delante; los reflujos del público formaban bolsas de chillidos en los amontonamientos imprevistos; Ígur se abrió paso con el fusil hasta la puerta en pocos segundos, y la misma extraña altivez que parecía protegerlo de los tiros, era como si guiase contra los adversarios mejor situados y peligrosos el prodigioso acierto de su fusil.
– ¡Que no salga de aquí! -ordenó desesperado el Jefe de la Guardia.
Perseguido por veinticuatro, Ígur cruzó los pasillos del Palacio Conti como no había imaginado nunca que tuviera que hacerlo. En cada vestíbulo, el encuentro con los Guardias apostados se resolvía con un enfrentamiento fulgurante, y cuatro Imperiales más agonizando en las alfombras; en un instante cara a cara con uno de ellos creyó reconocer al amante nocturno de Sadó; cayó de un tiro entre los ojos.
Finalmente, en la Puerta de los Cocineros, la camarera que en tan buenas horas lo había acogido lo recibió con una admirable presencia de ánimo.
– Por aquí, Caballero -lo guió-. El Puente está libre, pero la Guardia ha tomado las calles de las islas contiguas, id con cuidado a partir de la segunda bifurcación.
– Volveré antes de lo que crees -dijo él después de besarla.
– Adiós, Caballero -murmuró ella con tristeza.
No tuvo que esperar a llegar a ninguna bifurcación, porque en el mismo centro del Puente de los Cocineros la Guardia ya acosaba a Ígur procedente de diversos accesos del Palacio Conti. Al que tiene que matar para huir, se le han acabado los cálculos estratégicos; aun así, la luna de Gorhgró teñía para Ígur los horizontes urbanos de una belleza extrañamente estática. Ora perseguido, ora acorralado, ora entre dos fuegos, el Invicto Entrador del Laberinto huyó por esas calles, hacia el Sudeste, por los brazos del Sarca y después remontándolo, y otra vez hacia el Este con un transporte que le proporcionó un reposo momentáneo; pero sabía que en ese momento era el tercer hombre más buscado del Imperio, tras Jarfrak y el Príncipe de La Valaira, y dedicó el respiro a decidir un lugar adonde ir. Cambió tres veces de transporte, y eran las cinco de la mañana y se le había hecho cortísimo cuando se dirigió a la residencia de Mongrius.
– Ya me imaginaba que vendrías -dijo Mongrius, despierto y vestido-; pasa, aquí todo está tranquilo. ¿Los has despistado? -Ígur se encogió de hombros-. No importa, tenemos que darnos prisa, porque tarde o temprano vendrán a buscarte aquí.
– No quisiera comprometerte.
– No pienses en eso. ¿Qué necesitas?
– Quiero saber qué cargos han codificado contra mí. -Mongrius lo miró desconcertado-. Ya sé que una vez los hayas pedido tendremos a la Guardia encima en un momento, pero si no me encuentran aquí a ti no te pueden acusar de nada.
Mongrius operó con el Cuantificador, y la pantalla se iluminó.
«Cargos mayores contra el Caballero de Capilla Ígur Neblí de Cruiaña: /I- Contacto con la organización clandestina La Muta en Bracaberbría, Código 214 Artículo 815. //2- Connivencia con la rebelde Astrea Feiania Morani, Código 214 Artículo 880. //3- Contacto de las dos actuaciones anteriores. Código 214 Artículos 793 y 800. //4- Asesinato en primer grado de Artim Beremolkas y Virti Meneci, Caballero de Capilla, Código 12 Artículos 1 y 253. //5- Omisión perversa de la Orden X-320 de la Equemitía de Recursos Primordiales, Código 464 Artículo 86.»
– ¿Quieres también los cargos menores? -preguntó Mongrius.
– No hace falta -dijo Ígur, divertido al ver la importancia que la Hegemonía concedía al Informe del Laberinto-, Ahora entiendo la orden de la Equemitía; sabían que no lo haría, todo era una trampa.
Pobre Debrel, lo habrán hecho desaparecer igualmente.
– ¿Qué dices?
– No tiene importancia.
Se hizo un silencio siniestro.
– ¿Qué harás?
– Intentaré llegar a Lauriayan -dijo Ígur, pensando en si se podía fiar de Mongrius.
– Olvida los heliopuertos.
– Quizá por mar, en un mercante.
Se oyó un ruido. Ígur se puso en pie de un salto, con el arma a punto. Clareaba, y todo lo apagaba un azul terrible. Llamaron a los timbres de abajo.
– Sal por detrás -dijo Mongrius-. No te preocupes por mí, me acogeré a la hermandad de la Capilla.
Dos puertas más allá avanzaban ruidos de puertas reventadas. Ígur salió por el pasillo de servicio, y aún pudo oír la discusión entre Mongrius y la Guardia; en la calle se topó con media docena de cara, y sin testigos los abatió en diez segundos, pero atraídos por la algarabía aparecieron más, y se encontró de nuevo colgado del exterior de los transportes, perseguido por los acantilados urbanos, sin suelo bajo sus pies, perdiéndose como el aullido de un animal en la veloz, inacabablemente horizontal y dilatada aurora de la vasta turbulencia de Gorhgró.
XVII
Por el soborno Ígur llegó hasta Turudia, por la extrema amenaza física culminada en secuestro hasta medio camino de Breia, por el robo de transporte hasta las afueras de la ciudad. En el puerto de Breía se hizo con nuevo armamento (del viejo tan sólo conservaba la daga del maestro armero de Sur), lo depositó en la consigna electrónica, y vestido de operario se informó sobre los mercantes; al final del día se imponía una decisión sobre la oferta: tantos barcos como quisiera para Bunia, Aleña y Eraji, no tantos para las Jéiales, y hasta la semana siguiente para Ankmar. Se arrepentía de no haberse arriesgado a llegar directamente a Eraji por el Lago de Beomia, pero ya no se podía hacer nada; optó por el primer barco hacia el Sur, que partía aquella misma noche hacia Rocup, la más próxima de las Jétales, y segunda en extensión. Una vez a bordo, el respeto temeroso manifestado en recelo hostil que despertaban en la tripulación las armas de Caballero (el sello y las insignias las llevaba ocultas) lo recluyeron en un silencio apartado y arisco.
¿Por qué, realmente? ¿Cuál había sido el exceso, la desmesura de su ambición? Exceso, imposible; ¿entonces, por qué carencia? ¿Era, por otra parte, ésa la situación deseada cuando llegó a Gorhgró hacía poco menos de un año? ¿Era la constatación práctica de que la realización personal tiene poca relación con el servicio a la comunidad lo que lo había convertido en un personaje tan incómodo para el Imperio? Bienestar a cambio de fe, o por lo menos de silencio, ése era el trato, comedia aceptada sin trampas demasiado ostensibles. Y su actitud les había resultado ambiciosa hasta el punto de considerarlo un traidor. (¡Pero si mi ambición era tan sólo moral!, pensó más adelante. ¿O tal vez era precisamente ése el problema? ¿La ingenuidad moral llevada a la práctica es la gran enfermedad social?). No era, por tanto, la eliminación de un residuo, sino de una incomodidad germinal que, caso de permitir que se manifestase, podría conducir quién sabe a qué heroificaciones nefastas. ¿Acaso se trataba de propiciar la aparición de un mito, y, como una criatura malcriada que no sabe qué quiere, Ígur se resistía a ello? ¿Tal vez, históricamente, sus enemigos eran sus valedores, como, quién sabe, lo habían sido de Arktofílax?
– ¿El Caballero Ígur Neblí? -se le encaró el Contramaestre.
– Soy yo -respondió, con la mano en la pistola preparado para abrir fuego a la primera intimidación.
– No os preocupéis, Caballero -dijo el Contramaestre, y le mostró las enseñas negras de los nobles Astreos-. Hemos recibido una comunicación advirtiéndonos de vuestra posible presencia en el puerto de Breia. No os preocupéis, en Rocup buscaremos el muelle menos vigilado -Ígur lo miraba con desconfianza-, y si lo vemos problemático pensaremos una manera discreta de haceros desembarcar.