– Y una vez allí, ¿qué pensáis hacer? -le preguntó el Comandante, ya en mar abierto. A nadie se le escapaba que la situación en el puerto de Guguira dejaría corta la abundancia militar del de Nirca.
– Ya pensaré algo.
Las ideas cayeron de una en una hasta la llegada en plena noche, y con los muelles sometidos a un círculo férreo; finalmente, Ígur decidió echarse al agua antes de entrar en las aguas cercadas y luminosas.
– Diremos que os habéis lanzado a alta mar con un bote salvavidas -dijo el Comandante con ironía.
De inmersión en inmersión, Ígur ganó un yate atracado en un embarcadero separado; desde la cubierta espió el interior, donde tres hombres y una mujer recogían los restos de una cena. Ígur empuñó la pistola láser pero con la mano oculta, y entró; los hombres quedaron inmóviles, y la mujer se le encaró con una sorpresa nada asustada.
– ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Si es el Caballero Neblí en persona! -Ígur se quedó tan desconcertado que ella se echó a reír-. No os preocupéis, os habéis hecho más famoso con vuestra fuga que con la Entrada al Laberinto, pero podéis guardar el arma, porque habéis ido a parar a uno de los pocos lugares donde no os delatarán.
– ¿Ah no? ¿Por qué? -preguntó Ígur; uno de los hombres hizo un gesto, pero la mujer lo detuvo.
– Lo mismo da -dijo-, no representa peligro -se dirigió a Ígur-: Estáis en el único barco del puerto que no registrarán, porque -dudó un instante- el Comandante Mayor participa en nuestro negocio.
Ígur cayó en la cuenta.
– Traficantes de Demeterinas -dijo, en parte más tranquilo-. ¿Puedo saber quiénes sois y de qué me conocéis?
La mujer sonrió. Llevaba el pelo rapado, y sus manos delataban vida al aire libre y trabajo duro, para lo cual su complexión, larga y ancha, parecía hacerla propicia; pero sus labios eran delicados y sensuales.
– Me llamo Paua Darimi, y en Ankmar tuvisteis contacto con mi hermana -Ígur lo evocó fugazmente-, pero no es preciso conoceros directamente para identificaros, porque vuestra cara y vuestros códigos salen cada media hora en los informativos del Cuantificador.
Ígur desconfiaba.
– Debo salir hacia Lauriayan ahora mismo -dijo, pensando si las hermanas se parecían.
Paúa le ofreció comida, pero él prefirió una copa, y se sentaron en el banco central.
– Lauriayan no es una ruta segura -hizo un gesto-, ya me entendéis, el camino que dominamos no es ése. Podemos llevaros a Airobani.
– Ígur insinuó una negativa rotunda, y ella lo detuvo-. Aquí es imposible desembarcar, os esperan. En Airobani podemos ofreceros un helicóptero privado directo a Lauriayan.
– Creía que vuestra hermana trabajaba para…
Ella lo interrumpió.
– Los caminos para llegar al patrón son insondables -dijo-. ¿Entonces, aceptáis?
Ígur aceptó, y el individuo que parecía llevar la responsabilidad técnica (ya que, en términos generales, quien mandaba era la mujer) decidió hacerse a la mar de inmediato, porque, dijo, en el momento en que la Guardia no encontrase a Ígur en el barco procedente de Nirca, un registro los llevaría hasta allí.
Le dieron a Ígur un pequeño camarote, y el Caballero se abandonó de lleno a las sospechas. De repente le pareció que todo estaba preparado para desviarlo de Lauriayan, más tarde pensaba que todo estaba preparado para no detenerlo, después que la fuga le estaba resultando sospechosamente fácil, como le había resultado el camino hasta el Laberinto; en Nirca podían haber dedicado más contingente a perseguirlo, incluso podían haber destruido el barco; pero el baño ante las costas de Rocup, o la escena en el heliopuerto se le antojaban situaciones demasiado aleatorias como para estar programadas. El veneno irracional de la sospecha, el desarmamiento que en cada reflexión destila, no lo dejaba dormir, y se levantó; saludó al tripulante de guardia y, localizados por las mirillas de los camarotes los dos que dormían, llamó a la puerta del otro.
– Con tu permiso -dijo.
– Adelante, te esperaba -dijo la mujer, y dejó lo que estaba haciendo.
No llevaba más que una camiseta de tirantes y las bragas, y dominaba un olor salobre y a cerrado.
– Tú no eres hermana de la mujer de Ankmar.
Ella no se dejó intimidar.
– Tanto da; pero te puedo contar la escena, si quieres. ¿No? Ya supongo que no hace falta. -Las Demeterinas estaban a la vista encima de la mesilla, y las miradas se pasearon por ellas con alada dejadez-. ¿Qué quieres?
– Creo que sabes más cosas de mí de lo que has dicho.
– Seguramente. ¿Qué quieres saber?
– Pon en marcha el Cuantificador. Quiero ver adonde debe dirigirse quien me quiera denunciar.
– Ya lo busqué yo -dijo ella riéndose-. Ten -le dio un papel-, ésta es la respuesta.
Ígur leyó el encabezamiento para asegurarse de que no le engañaba.
– Vamos al Cuantificador -dijo-. Quiero saber quién es.
– ¿No lo sabes? -dijo ella con ironía-. No es necesario que vayamos a ningún sitio, aquí tenemos una terminal -abrió un cajón-; supongo que no querrás meter tu sello -se miraron con diferentes intensidades-; lo haremos con mi tésera.
La minúscula pantalla de la terminal emitió la respuesta:
'Nombre vedado a ojos no cualificados. Dirigirse al Código Número 3.'
– No puede ser -dijo Ígur-. ¡Es el de la Capilla del Emperador! -se detuvo-; eso significa que el encargado de perseguirme es un Fidai -miró a la mujer, que no le quitaba ojo de encima-. ¡No puede ser! ¡Sólo puede ser Milana!
– Pues claro que es Milana -dijo ella, riendo-; ha pasado por Nirca y ahora debe estar poniendo Guguira patas arriba; cuando vea que no estás, volverá a las Islas, o bien irá a Airobani.
Ígur tuvo un momento de debilidad emocional.
– No entiendo cómo un Fidai puede caer tan bajo…
La mujer se le aproximó; tenía unos treinta años y a Ígur le inspiraba el rechazo de la desconfianza a la vez que una creciente atracción física que él se esforzaba en no dejar de ver como una interferencia molesta.
– Pobre Caballero, eres tan vanidoso que con tal de no sufrir una decepción eres capaz de ir contra ti mismo. ¿Por qué crees que Milana está tan obsesionado en perseguirte? ¿Por qué crees que ha hecho correr la voz de que te dejó ganar en el Combate de Cruiaña de tal forma que lo saben hasta las ratas?
– No lo sé -murmuró Ígur, cada vez más inquieto por todo lo que sabía aquella mujer.
– El Combate de Cruiaña -dijo ella inclinada hacia adelante, mostrando los pechos a Ígur por el borde de la camiseta- era para dilucidar el Entrador al Laberinto, y Milana no te perdona que el vencedor fueras tú.
Ígur se echó hacia atrás. ¡Cuántas veces lo había pensado, cuántas veces había pensado que oírselo decir a cualquier otro lo liberaría para siempre, y en ese momento la duda era más tensa que nunca! De un solo movimiento asió a la mujer por los hombros, y la apretó con fuerza.
– Ahora me dirás quién eres, y dónde te ha ordenado Milana que me lleves, o te juro en nombre del Emperador que estarás muerta antes de que te lo puedas imaginar.
Ella no se inquietó; sus ojos eran provocación indiferente y desprecio apasionado, sabían que Ígur cedería antes a otros impulsos que al del asesinato, y él lo supo también enseguida, y lo descorazonó el notar que ella lo sabía.
– No sabes qué creer, pobre Caballero, tú eres tan perseguidor de Milana como él de ti -sonrió; Ígur la encontraba insoportablemente vulgar y atractiva-; ¿sabes que hay algo de enamoramiento en vuestra relación? Pero él tiene una ventaja sobre ti: sabe la verdad -Ígur la soltó lentamente-, y créeme, la verdad es lo que te he dicho -suavizó la expresión-; pobre Sari, para dignificarse necesita que os matéis.