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El condenado se retorció como un gusano, y después de una convulsión terrible, se quedó rígido, reventadas la camisa de fuerza y las cadenas; un humo exiguo le salía de la nariz. Se lo llevaron en parihuelas.

– Impresionante, de verdad -dijo Ígur.

– Era un caso terminal -dijo el Canónico-, las opciones disuasivas o persuasivas permiten más juego -continuaron el recorrido hacia otras salas-. Aquí -mostró una serie de condenados atados a sillas, con auriculares y electrodos- podemos reproducir cualquier sensación, por ejemplo, picor en una mano -señaló a un hombre que furiosamente luchaba por soltarse-; para este paciente hay dos posibilidades, depende de la evolución que presente: o mantenerlo atado, o permitirle que se rasque. En el primer caso el sistema nervioso se degrada al cabo de unas horas, y en cuestión de días, depende del caso, afecta a los sistemas digestivo y circulatorio, y en poco más de una semana el paciente entra en alguna forma irreversible de patología nerviosa; si la finalidad del tratamiento es disuasiva, se aplican diversas modalidades: interrupciones cíclicas, interrupciones aleatorias imprevisibles con variación de intensidad, etcétera. -Ígur no sabía evitar la contemplación de aquellas miradas producto de bárbaras excitaciones de asimetrías faciales hasta las más formidables coagulaciones expresivas-. La modalidad se escoge de acuerdo con el carácter del paciente y con el tipo y duración de la perturbación que convenga generar. Si se opta por permitirle que se rasque, al no obtener satisfacción, el paciente aumentará la intensidad de la rascada hasta hacerse sangre y, en cuestión de horas, hasta llegar al hueso. Se han dado casos de presos que se han arrancado un miembro a zarpazos. ¿Queréis ver las filmaciones?

– No es necesario, gracias.

Pasaron a un pequeño teatro con el escenario lleno de aparatos diversos, la mayor parte colgados del techo, y en el centro, al fondo, una consola de mando a distancia.

– Aquí -dijo el Canónico con orgullo- es donde ensayamos las posibilidades escénicas de las causas públicas, ocasionalmente en colaboración con la Apotropía de Juegos; incluso, cuando en algún caso extremo no conviene actuar en Palacios de Expansión, hemos acogido la función aquí mismo. Por ejemplo -señaló unas correas colgantes con una serie de anzuelos minúsculos en el extremo-, aquí tenemos un Juego que se llama las Pestañas Metálicas. Se atan las manos del reo y se le atraviesan los cuatro párpados, dos superiores y dos inferiores, con los cuatro brazos de anzuelos, que contienen seis terminaciones cada brazo, de tal forma que con delicadeza y sin tirones bruscos se suspende al reo, aproximadamente con los pies a metro y medio del suelo, sin que la piel ni la mucosa se desgarren, con la inclinación precisa del brazo, regulada por el Cuantificador parcial, para que no haya diferencias de tensión entre unos anzuelos y otros, que ocasione que un mal reparto del peso provoque una ruptura, y lo mismo por lo que respecta a los hilos del nylon que sustentan cada uno de los brazos; una vez suspendido el reo, un actor, generalmente una niña caracterizada de amorcito, desde la viga de sujeción tira arena o sal y exprime limones sobre los ojos indefensos, y acaba por orinar en ellos -observó la cara de Ígur-. ¿Captáis la intención simbólica?

– No estoy seguro.

El Canónico rió como si hubiera dicho algo muy gracioso, y prosiguió.

– Al final se cortan de golpe dos de los cuatro hilos, y los otros dos desgarran los párpados y el paciente se desploma. En casos excepcionales, los párpados resisten, y entonces la niña se lanza sobre él para hacerlo caer.

– ¿Y después?

– ¡Muy bien. Caballero, veo que habéis entendido a la perfección el sentido lúdico de la Prisión! Después hay otras cosas, pero por hoy ya habéis tenido suficiente; otro día os enseñaremos las salas que faltan: reflexocondicionamiento, inoculaciones, doble tratamiento, presión por bondad, etcétera. -Lo llevaron a una habitación que de no ser por la falta de ventilación directa habría podido ser la de un hotel de medio lujo, y allí el anfitrión se detuvo-: ¿Necesitáis algo? -Ígur negó-. Pues que paséis una buena noche.

La puerta se cerró tras de sí. Ígur se sentía capaz de enfrentarse a lo que fuera; el cansancio y el desprecio le resultaban sentimientos tan ofensivos que, por una extraña compensación de los sentimientos, no le temía a nada, y se durmió nada más apagar la luz.

Al día siguiente al alba, la Guardia armada, al frente el Primer Subcanónico médico, un hombre de unos treinta años. Nada de explicaciones, empujón y fuera. Paso rápido, ahora va en serio, pensó Ígur. Directo a una cámara de preparación. Sin preguntas. Encerrado hermético completamente solo. Desnudarse, destrucción de la ropa. Ducha desinfectante a alta presión. Paso por una cinta transportadora, segunda ducha a presión, esta vez de agua helada. Cinta transportadora hasta un quirófano. Empleados con monos integrales de protección hermética lo atan a la cama bajo focos de luz azulada. Le afeitan la cabeza. El pelo de todo el cuerpo afeitado. Muestras de piel y mucosas. Prueba de alergias. Exploración integral. Recorrido de ombligo, con inversión, higiene y vaciado. Recolección de humores. Sonda uretral. Sonda anal. Obtención de semen por descarga eléctrica. Sonda estomacal. Sonda pulmonar. Escáner, test de respuestas nerviosas, electroencefalograma, electrocardiograma. Sonda ótica. Fondo de ojo. Inversión de párpados. Análisis de sangre. Punción lumbar. Extracción de dos dientes y dos muelas. Exploración y raspado de paladar y fosas nasales. Lavado de estómago. Introducción del cordón de nudos en los intestinos, y vaciado higienizante posterior. Biopsia de hígado, de páncreas, de pulmones, de riñon. Sellado cauterizante de uñas. Cinta transportadora, amarrado a la litera, hasta una sala donde el Subcanónico médico se le dirige con los datos en la mano. A su lado, dos Asistentes, uno sostiene planos y gráficos, el otro está al control electroencefalográfico del paciente.

– Paciente Quinientos quince barra Once…

– Soy el Caballero Neblí -dijo él, procurando no flaquear.

– ¡Silencio! -le cortó el Subcanónico sin contemplaciones-. Habla sólo cuando se te pregunte, y si pretendes tener algún momento para comer o para dormir, vale más que aprendas que eres el paciente Quinientos quince barra Once.

– Notaciones en posición -anunció el Asistente al control.

– Muy bien -dijo el Subcanónico-, abandonemos el círculo circadiano: ciclo de 29 horas.

– Ahora sabremos qué pasó en el Laberinto -dijo el Asistente, con un tono más de afirmación que de pregunta.

– Pero no se me acusa de… -dijo Ígur.

– ¡Silencio!

– Atención -dijo el Subcanónico-, esto es muy interesante. Supongamos la histéresis: ¡mariposa!

– No, cola de milano -dijo el Asistente-. Actividad beta, treinta y siete hercios, predominancia Apolo.

– Perfecto, nos acercamos a un máximo de orden dos. ¿Parámetro?

– Decir la verdad -dijo el Asistente.

Por primera vez, el Subcanónico se dirigió directamente a Ígur.