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– ¡Espléndido! -dijo el Asistente.

De repente, una serie de operaciones con signos en el techo. ¿O estaban en el suelo?:

De las decisiones del Hegémono no se sabe nada. La Reforma nadie sabe en qué consiste.

Da igual = No hay nada que hacer {1}

El pueblo lo sabe todo = El pueblo no sabe nada {2}

Los pobres cada vez serán más pobres =Los ricos cada vez serán más ricos {3}

[2] = [3] {4}

[4] = [1] {5}

[5] = [1]… etc,

– Tu propia vida -prosiguió el Subcanónico- se convertirá en alteridad, ya no te reconocerás en el tiempo: te disolverás. -Se volvió al Asistente-: ¿Parámetro?

– Salir del Laberinto -respondió.

– Finalmente sabremos qué pasó.

– ¡A mi lanza -gritó con la entonación ascendente ritual el Juez de Cruiaña-, la crisálida azul Sari Milana! ¡A mi escudo, la crisálida amarilla Goiri Ennehi!

– No importa -dijo el Asistente-, hemos pasado de largo y se pierde una dirección, pero el proceso es correcto y no hay residuos atrópicos.

Ultrapasadas las agudezas del pánico, los ojos de Ígur se volvieron hacia atrás hasta mostrar ya no el blanco, sino las impostaciones nerviosas y circulatorias.

– Fantástico -dijo el Subcanónico-, el vaciado es completo. Terapia de conservación -hizo una señal a los Asistentes-, bajadlo.

Trajeron una litera de ruedas y lo depositaron suavemente boca arriba. Lo desataron y le examinaron el fondo de ojo.

– Cero coma cero tres hercios -dijo el Asistente.

– Tratamiento de recuperación -ordenó el Subcanónico con inquietud-. Después de lo que nos ha costado, no quiero perderlo.

– Histéresis. Dos hercios.

– Muy bien, aguantadlo así.

Desde las profundidades de la disolución, el paciente abrió los ojos. Una mirada neblinosa, flor dilatada, acuática más que muerta, la pupila completamente sanpaku. A una señal del Subcanónico, se lo llevaron.

Sesenta y seis días más tarde, el Paciente yacía en una silla larga ante el Canónico Mayor, el Primer Subcanónico médico y los dos Asistentes. Las intubaciones y los sensores lo mantenían conectado al Cuantificador.

– Paciente Quinientos quince barra Once -dijo el Subcanónico-, Sabes cuáles son las tres incomplitudes del interno: No me acuerdo, no comprendo, no me reconozco. ¿Las tienes presentes?

– No -dijo el Paciente.

– Eso nos conduce a un conflicto inesperado -ironizó el Asistente de control-. De ahí se deduce que se acuerda, que comprende, que se reconoce.

El Canónico rió.

– Caballero Neblí, escuchad con atención -dijo, y el Paciente no hizo ningún gesto.

– ¿Lo veis? -dijo el Subcanónico-. Creo que podemos proseguir. Paciente, has sido objeto de una esmerada operación de dardanismo intelectual; entraste con una fuerte pasión egótica, y se ha transformado en pasión claudicadora, más tarde sencillamente aceptadora. Te has dado cuenta de que el camino del amor a tus médicos, del amor a nosotros como vía de pasión autoinculpadora era, como dice el Excelentísimo Anmnesor del Imperio, la única salida posible. ¡Qué lejana ahora de ti la cruz del exilio a la que aspiraba a hacer diana un pretendido éxtasis desegoador! ¡Qué lejana aquella máxima!: 'Lo que se resuelve, no queda resuelto; lo que no se resuelve, queda resuelto.' Empujado por una necesidad más fuerte que cualquier necesidad cuantificable en términos de conocimiento, por el reconocimiento de la naturaleza del Emperador, buscaste con empeño a alguien a quien traicionar, hasta que, agotadas todas las posibilidades, acabaste por volverte en contra tuya: ¿cómo es posible traicionarse a sí mismo? Y ahí topaste con el último vacío, porque cuando algo cambia en tu esencia profunda, y ello no ocurre más que por efecto del tiempo o bien por un hecho excepcionalmente pesado, se diluye en imposturas el sentido de las anteriores traiciones, algunas dejan de serlo, y aparecen otras nuevas, insospechadas. La libertad de elección de un color sobre el mapa de las realidades cuantificables del Imperio es privilegio de los que no pretenden a cada paso cuestionarlas y sacarlas de contexto, de aquellos que de la pretensión de ir más allá de las definiciones se conforman con hacer un ejercicio de la inteligencia, sin aspirar a convertirlo en un modelo moral de vida, en una palabra, de los que, como ahora nosotros, actúan en este terreno tal y como se espera de ellos, y no es necesario exigir sentimientos ni cambio absolutos, lo que, y no me corresponde emitir un juicio de valor, hemos tenido que hacer contigo. ¡Lástima que tengas el recuerdo diluido! -Sonrió con entusiasmo-, ¡No tendrías que dejar nunca de tener presente cómo has traicionado, con qué recta entrega se han invertido odio y amor en tu interior hasta volverse innecesarios, hasta desaparecer, cómo beneficio ha sido destrucción y destrucción beneficio, cómo anhelo de venganza se ha convertido en piedad paternal, cómo piedades de todo tipo han mutado en vómitos de desprecio!

– Tan sólo nos queda una cosa por saber -dijo el Canónico-. ¿Qué pasó al Final del Laberinto? ¿Por qué matasteis al Magisterpraedi Hydene?

– ¿Quién es el Magisterpraedi Hydene? -preguntó el Paciente con voz temblorosa.

– Podemos reforzar la mecánica de regeneración y después volver a empezar -sugirió el Subcanónico.

El Canónico levantó las cejas.

– No creo que resultase. Caballero -se dirigió al Paciente con una sonrisa-, nadie sale de aquí tal y como ha entrado, y vos no seréis una excepción. Probablemente no recordaréis el juicio, pero una comisión interapotropaica os ha prescrito tratamiento en esta misma habitación, por un periodo que os será comunicado más adelante, y una vez cumplido seréis devuelto a la vida del Imperio, en espera de la reintegración definitiva.

– Paciente Quinientos quince barra Once, ¿estáis de acuerdo? -preguntó el Subcanónico.

– Sí -respondió el preso.

– Muy bien. De momento hemos cumplido los objetivos.

Sesenta y seis meses más tarde, el Paciente recibe la visita del Canónico Mayor.

– Paciente Quinientos quince barra Once -le anuncia-, estoy aquí para resolver una cuestión de identidad fiscal.

– No puedo.

– Claro que no podéis -sonrió bondadoso-, y no os preocupéis, no he venido a daros quebraderos de cabeza. Se trata tan sólo de que firméis estos poderes.

Le presentó un montón de papeles, algunos con solapas de plastificación. El Paciente los miró, y el Asistente del Canónico le señaló el espacio para que firmara y le facilitó un lápiz magnético.

– ¿Qué nombre debo poner? -preguntó el Paciente; el Canónico y el Asistente se miraron.

– Ore Enui -dijo el dignatario; el Paciente firmó con trazos vacilantes.

– Vigilante nocturno de los Almacenes de Excedentes de la Fábrica de Complementos Electromecánicos Bruijmathron amp; Co. -leyó con lentitud-. ¿Es éste mi oficio?

– Claro que sí, ¿no os acordáis?

– Sí, ahora me acuerdo.

– ¿Y qué más? -preguntó el Canónico, con entonación de dirigirse a un crío.

– Lo entiendo, me reconozco.

– Muy bien; sois muy afortunado, señor Enui -cubrieron los papeles firmados con las solapas plastificadoras que impedían alterarlos y, ya de pie para irse, se dirigió al Paciente-: ¿Alguna pregunta?

– Sí -dijo-, quisiera saber cómo progresa el equilibrio de Dioniso, mi hemisferio izquierdo, sobre Apolo.

– Dioniso rige el hemisferio derecho, ¿no lo recordáis? -dijo el Asistente, y el Paciente se quedó confuso; los demás esperaban, solícitos.

– Pero a mí siempre me han dicho…

– Posiblemente -le dijo en voz baja el Asistente al Canónico- ahora haya un desequilibrio en perjuicio de Apolo. Ya sabéis el viejo dicho: Después del terror, o la muerte o la carcajada.

– La reconstrucción es incompleta -dijo el Canónico-, pero es posible que haya una recaída si acentuamos la restauración de Apolo. Y ahora una regresión sería fatal. ¿Qué opina el Subcanónico?