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– ¿Y tú antes qué hacías? -preguntó Tibu.

Ore se extrañó.

– ¿Antes de qué?

Tibu miró al horizonte con melancolía.

– Antes de que te enviasen aquí.

Ore miró el mono gris que llevaba puesto. Se miró las manos y los zapatos, y en la terminal de transportes se apearon.

– No lo sé, no me acuerdo. ¿Y tú?

– Yo recuerdo solamente la Prisión y la Apotropía de Juegos -dijo Tibu con orgullo-. Yo sobreviví a tres jornadas de Juegos en el Palacio Golring.

El nombre encendió una minúscula chispa en el desviado intelecto de Ore.

– Eso me recuerda algo. Me gustaría ir a echar un vistazo.

Tibu miró la hora.

– Hoy no tenemos tiempo. El próximo día libre, si quieres.

Contrariado, Ore desafió las miradas de reprobación de los Guardias armados que patrullaban de cuatro en cuatro. No se había dado cuenta de que sus atuendos no se adecuaban a una zona residencial distinguida -Está bien -dijo, y de repente sintió extrañezas recónditas, impulsos desconocidos, atracciones inexplicables hacia lugares precisos.

– Deberíamos volver -dijo Tibu pasado un rato-. Entramos dentro de tres horas.

– Un momento.

Fueron hacia un imponente edificio dormitorio. En la portería se escondían dos o tres mendigos, y cuando los vieron acercarse, adoptaron una actitud hostil; uno de ellos se asomó agresivo. Ore se le encaró; el otro llevaba restos de maquillaje en la cara, y la ropa se le caía a jirones. Se quedaron mirando, con más curiosidad que indisposición. En el aire del indigente había algo de payaso, y de repente se puso a reír y señaló a Ore.

– ¡Caballero! -dijo; retrocedió, y los demás pelagatos estallaron en carcajadas roncas.

– Vamonos de aquí -dijo Tibu, tirando de su compañero.

En el transporte de vuelta los dos estaban pensativos.

– ¿Qué ha querido decir con Caballero? -preguntó Ore.

– ¡Y yo qué sé! -se lo quitó de encima Tibu.

Se hacía de noche, y les esperaba una larga jornada de trabajo.

Al cabo de un mes justo, tal y como habían quedado, y después de unos días de inseguridades y vaivenes, Ore y Tibu se acercaron al Palacio Golring después de comer, como en la anterior ocasión, en los puestos de la calle de las inmediaciones del Gran Mercado, y a medida que cruzaban los puentes del Sarca en dirección a Levante, la sensación de inquietud antigua tomaba cuerpo en el interior de Ore Enui, y se confirmó plenamente al ver la fachada con las torres en las esquinas y la cúpula central. Bajo el balcón principal, un gran escudo con dos personajes, el de la izquierda sentado en un cubo, con alas en el casco y el caduceo en la mano, el de la derecha, una mujer desnuda con los ojos vendados encima de una esfera, y la peana del escudo, formada por tres caras de un prisma hexagonal, con las inscripciones 'El Juego ya estaba echado cuando tú aún no sabías ni que existía' la de la izquierda, 'El Juego está echado' la central, y la de la derecha 'Cuando creas haber perdido, el Juego aún no estará echado'. Fueron hasta la puerta, a pesar de las advertencias de Tibu, y allí la Guardia los obligó a retroceder a treinta metros de la entrada.

– No se puede entrar si no eres noble o un invitado de la casa -dijo Tibu con la condescendencia de quien ve confirmadas sus objeciones; Ore insistió, y el Guardián cargó el arma-. Será mejor que nos vayamos -tiró de él Tibu.

– ¿Siempre se ha llamado Palacio Golring? -preguntó Ore.

– No -dijo Tibu-. El regidor de espectáculos de la sala central me explicó que antes era el Palacio Králakai, y que con el traspaso de dueña cambió de nombre. La actual es Sadomin Golring. -Puso los ojos en blanco-. Yo la vi un par de veces, y por más que te contara no podrías ni imaginarlo. No me extraña que sea la reina de Gorhgró.

– ¿Qué edad tiene?

– Oh, no es como la mayoría de Dueñas de los Palacios de Expansión -explicó Tibu devotamente-. Madame Golring es joven, es la mujer más bella de la ciudad, ¡y eso que hay muchas!, tanto de cara como de tipo. Mira -miró a su alrededor por si alguien podía verlos-, a mí me dio una foto holográfica como recuerdo, cuando me indultaron.

¿Quieres verla?

– Sí, enséñamela -dijo Ore.

Tibu se sacó de la cartera la holografía cuadrada, y la contemplaron un rato, cada cual abandonado a sus evocaciones.

– Dicen que tiene un pasado inconfesable, y lo cierto es que lo que se dice de ella en la actualidad sería escandaloso si no se tratase de la Dueña de un Palacio de Expansión.

– ¿Ah sí? -dijo Ore, sin apartar los ojos de la foto-. ¿Qué se dice?

– Era el terror de las esposas de los personajes influyentes, y capaz de grandes proezas en las orgías más refinadas, pero ahora ha entrado en la categoría más alta, quién sabe hasta dónde puede llegar. Dicen que es amante de los grandes Príncipes.

– ¿Los grandes Príncipes? -preguntó Ore.

– Bruijma no, claro -se justificó Tibu-, pero sí los jóvenes que lo sucederán: el Príncipe Timieus, y ese otro, ¿cómo se llama el Jéial?

– ¿Simbri? -dijo Ore.

– No, hombre, ese hace tiempo que murió -hizo un esfuerzo de memoria-…¡Reinjart!

Ore rebuscó resonancias en la foto. Por más que la beldad tuviera una expresión grave, un sutil aroma de dureza y a la vez benévola y cruel ironía destilaban de ojos y labios en una mirada inequívocamente teñida de todas las cosas que había visto, en un gesto en los labios formado por todas las que había dicho y hecho.

– En otros tiempos fui amante de esta mujer -dijo Ore, hablando como un autómata, pasada la primera mirada de inquietud, Tibu se rió.

– ¡Claro que sí!

Ore le devolvió la foto.

– Vamonos -dijo.

Enfilaron hacia una galería porticada en el centro de una elevación, desde donde se dominaba parte de la ciudad; al Norte, al fondo, el imponente macizo de la Falera.

– Tendríamos que empezar a pensar en volver -dijo Tibu-, llegaremos tarde al trabajo.

– Quiero pasar por allí -dijo Ore-, vete tú si quieres.

Tibu miró el reloj.

– No, te acompaño, pero no nos entretengamos. -Fueron hacia el transporte-. ¿Se puede saber por qué quieres ir?

– No lo sé -reconoció Ore.

Ya en el transporte, Tibu se rió.

– Tienes tendencia a visitar lugares problemáticos; tampoco creo que nos dejen acercarnos a las Cavas del Imperio.

– ¿Las Cavas del Imperio? -preguntó Ore-. Yo creía que era otra cosa.

– ¿Qué?

– No lo sé exactamente -dijo Ore, con impaciencia-, por eso quiero ir.

Llegaron a la puerta Sur de la Falera cuando ya era noche cerrada, y Ore se dirigió a la Guardia con precauciones a preguntar cuál era la función de la construcción interior; lo miraron con inacabable suficiencia.

– Eres forastero -dijo uno de ellos, como insulto-. El parque mineral está en la otra entrada, pero a esta hora también está cerrado. Esto son las Cavas Centrales del Imperio.

– ¿Las Cavas de qué? -insistió Ore, y dos Guardias más avanzaron; Tibu se interpuso, y el Oficial tomó la voz cantante.

– A ver, ¿qué pasa aquí? ¿Qué quieres? Ésta es una sección reservada al acceso público. -Ore hizo un gesto de no estar de acuerdo, y el Oficial se encaró a Tibu-: Haced el favor de circular.

Ore y Tibu se apartaron.

– Si no volvemos pronto, tendremos problemas en el trabajo -dijo Tibu, preocupado por la dispersión mental de su compañero; pero de momento, su actitud parecía más una forma de inercia que un convencimiento, y volvieron al Almacén.

Una transformación perceptible se operó en los días siguientes en las maneras y la actitud del Vigilante nocturno Ore Enui, incluso en su aspecto físico. Ya ni se ocultaba al hacer los ejercicios gimnásticos, que cada vez se parecían más a los de la meditación y las artes marciales. El recelo y la distancia de los compañeros aumentaba en consonancia, a excepción de Tibu, quien se había autootorgado el papel de voz de la prudencia, pero dispuesto a estar de parte de Ore cuando fuera preciso. Había empezado por procurar que nadie reparase en las largas permanencias de Ore ante el espejo, pero pronto la evidencia de que la mirada del compañero sentía ciegamente el peso de todo lo que le habían obligado a olvidar, del héroe por desidia suicidado en su interior, lo asustó hasta el punto de él mismo no querer saber nada. Día a día, Ore perseguía en la oscuridad de su interior los restos del desastre por vaciamiento, sin descorazonarse por la vulgaridad de esperar, sin temer que el miedo que sacude incertidumbres sirviera, como a tantos otros (como casi a todos), para hundirlo aún más en el lodo que las acoge. Y, sin embargo, a pesar de que avivar el pensamiento sobre quién podía haber sido él antes de suicidarse no le parecía especialmente útil, y además lo sumía en periodos de desinterés y abandono, porque ésta era una actitud frecuente entre quienes, en Gorhgró, tenían la desgracia de no pertenecer a la nobleza ni al alto funcionariado, y la pena aún mayor de no ser completamente imbéciles y negados para la reflexión y el inconformismo más exiguos, por encima es de los esfuerzos de Tibu algo, poco a poco, destilaba hacia el resto de la comunidad laboral. Un aire peligroso de transgresión no declarada, no definida, se apoderaba día a día de la vigilancia nocturna del Almacén de Excedentes de Bruijmathron amp; Co, y cuanto más tardaba en llegar una reacción de los dirigentes, más nociva le parecía a Tibu que sería cuando se produjera.