Выбрать главу

Con una sensación de lentitud potentísima, que contrastaba con el vertiginoso acontecer de los hechos. Ore fue presa gozosa de los mecanismos de evaporación, inercia planetaria, mecánica cólica, temperatura y estación que hacen posibles los grandes tifones de la Costa Sur del Imperio.

– ¿Qué dices, loco? -gritó Tibu, y un Guardia lo tumbó de un culatazo; Ore se libró de los que lo acorralaban y huyó hacia la puerta.

– ¡Cogedlo! -dijo el Caballero-. ¡Que no escape!

En la puerta, los ojos de Ore se clavaron en los emblemas del frontón, que antes no había sabido ver. Dentro de un enorme pentágono estrellado, con fondo amarillo, lucía en vertical la doble hacha negra.

– ¡Lo sabía! -gritó Ore con una alegría desesperada-. ¡Ahora sé por que se retiró Arktofilax! ¡Yo soy el Fidai Ígur Neblí, el Invicto Entrador de este Laberinto!

– ¡Coged a ese loco! -oyó a sus espaldas, y salió corriendo; lo alcanzaron entre doce en un rellano lateral de la Falera; no llevaba armas, pero se enfrentó a ellos con las manos abiertas.

– ¡No me habéis vencido, mi respiración está intacta! ¡Yo soy Harpsifont, y volveré para enseñaros el camino de las estrellas!

Una punzada de hielo en el costado; la segunda cuchillada, la tercera. Cuatro, cinco, seis. Siete. La caída pausada en la oscuridad. Poco después, la Guardia se iba, y en la noche inmensa de Gorhgró, el charco de sangre alrededor del hombre vestido con mono gris, abandonado en el último rincón negro, era insignificante, verdaderamente insignificante.

XX

En la litera mural 5995-66-18 de la Sección 22, 28.a planta del Hospital General de Gorhgró, el Paciente no identificado se recuperaba lentamente de las graves heridas de arma blanca que unos desconocidos le habían infligido antes de abandonarlo. Había renunciado a reivindicar su identidad para no complicar la situación. Dos de los vigilantes nocturnos de los almacenes de la Bruijmathron amp; Co. habían presentado un comportamiento anómalo durante un transporte de excedentes a las Cavas Centrales de Gorhgró, uno de ellos había sido muerto por la Guardia, al otro lo habían dado por desaparecido. Así pues, estaban cerrados los expedientes de los ciudadanos Ore Enui y Tibu Cónola, y el ocupante de la litera 5995-66-18 de la sección correspondiente se había registrado con un número, tal como corresponde a los indigentes indocumentados.

A medida que se recuperaba, su objetivo primordial era la discreción. Exhibir una conducta llamativa, ya fuera por arrogancia y agresividad, o simplemente ansiosa, corría el peligro de atraer a los vigilantes civiles que lo convertirían en carne de experimentos biológicos o en víctima propiciatoria en los papeles de alto riesgo, cuando no de destrucción segura, de los espectáculos de la Apotropía General de Juegos del Imperio.

El desamparado que en otro tiempo fuera el orgulloso, el Invicto Caballero de Capilla, intentó prolongar la convalecencia en el Hospital General, alejar lo máximo posible el momento de enfrentarse al mundo otra vez. Finalmente vencido, con más pena que odio de sí mismo, se le veía esperar la noche midiendo una y otra vez desde todos los puntos de vista, con paseos de enfermo o desde inmovilidades sin contemplación, la gris regularidad de las largas galerías vidriadas de las casas de sufrimiento. No era la impresión absoluta de sentirse inútil lo que más le entristecía, sino la más relativa y, por tanto, y teniendo una dimensión sentimental, mucho más insultante, de ser tan ostensiblemente considerado innecesario, de ser, quizá aún peor, estibado como una molestia inofensiva. Desde el centro mismo del temblor y la lágrima renunciaba cada día a deducir por qué el Imperio había prescindido de él de una forma tan radical. No acertaba a imaginar la gravedad de su indisciplina, y quizá con la última brizna de soberbia se sentía el último conocedor de las permisividades entre el Hegémono y la casa Gúlkur del Emperador por una parte, y los Astreos por la otra. Que en ese momento su existencia no fuera necesaria porque los Astreos habían recuperado la posición, no le parecía razón para que su estrella hubiera caído en oscuridades. ¿Cómo podía ser que nada, ningún recuerdo, ninguna huella emocional quedase en todo el Imperio del Caballero de Capilla Ígur Neblí, el Entrador del Último Laberinto? Ninguna beligerancia, ni la más pequeña sombra de orgullo, sin embargo, presidía su abatimiento. El estatismo más profundo acogía el regusto terminal de su soledad. He aquí finalmente un lugar, pensaba, donde las Leyes de los Juegos no tienen influencia.

Un día, en una revisión rutinaria, el enfermero lo dejó solo un instante, y con un movimiento instintivo, nada perentorio, nada apasionado, le echó una ojeada a su expediente. En el apartado 'Observaciones', dos líneas: 'Fase finaclass="underline" suma cero /Destino transaccionaclass="underline" curación.' Sin llegar a excitarlo, eso le despertó una cierta intriga. Los términos eran los de la Apotropía de Juegos, pero se sentía demasiado débil y falto de expectativas para especular y tratar de sacar provecho.

Un tiempo más tarde le dieron de alta y lo echaron a la calle, y sin más se encontró en la más completa indigencia, sin blanca, sin crédito ni sello, sin trabajo y sin un miserable agujero donde dormir, precipitado en un Gorhgró cambiado, de edificios cerrados que propiciaban avenidas desiertas, de anuncios de Juegos que a sus ojos respiraban estafa, muerte y robo, anuncios de Cabezas Respondientes que respiraban impostura resonantes con sus sentimientos, como un espejo, y él en medio, sin timón, tan terminalmente enfrentado a su identidad que se preguntó hasta qué punto él era él, es decir, si Ígur Neblí no era tan sólo una ilusión producto de las últimas vicisitudes. Pero, en cualquier caso, si tales vicisitudes habían existido, ¿a qué tiempos se habían superpuesto para ocultar qué? Se dio cuenta de que, cierto o no, auténtico o mistificado, lo que quedaba en su interior de un Caballero de Capilla le impedía cualquier indignidad; no tan sólo suplicar, sino incluso defenderse. Pero no había de qué, y tan sólo podía tomar una actitud que no comprometiera su conciencia, que no lo volviera sospechoso de a saber qué ante sus propios ojos: la necesidad de conocimiento. Sabía que el último motor de su vida era un metadeseo, porque cuando a uno le interesa más saber por qué algo no fue que la solución al próximo embate, su prioridad es morir. Tuvo que sobreponerse a la debilidad de cuerpo y espíritu y, convertido en un vagabundo más que comía lo que podía y dormía en portales y estaciones, planificó una estrategia: para empezar, un calendario de los sitios de donde podía sacar información y ayuda.

Decidió no acercarse a la Falera, por lo menos sin haber resuelto nada ni disponer de indicios; lo mismo respecto a la Capilla del Emperador, donde seguro que no lo dejarían ni acercarse. Fue a donde vivía Mongrius, y se instaló en la plaza porticada frente a la residencia; después de dos días de no verlo ni entrar ni salir, intentó confirmar si aún vivía allí; consultar las guías era imposible sin créditos o sin el sello, y aún menos entrar en el edificio y, por otra parte, el portero tenía orden de impedir con contundencia cualquier aproximación de vagabundos. Intentó abordar a los vecinos, pero todos se lo quitaron de encima con malas formas, alguno de ellos incluso llegó a amenazarlo con un arma. Al final, en un descuido de los encargados de limpieza, pudo entrar y, antes de que el portero lo echase a la calle a bastonazos tuvo tiempo de comprobar que en los casetones de los pisos no figuraba ningún Caballero Mongrius. Tendría que buscar en otra parte.

Pasados unos días, recordó que la casa donde Debrel había vivido estaba medio destrozada la última vez que había estado allí, y aunque hacía años de eso, quizá aún podría sacar algo en claro. Se encaminó (a pie, ya que no tenía medios ni para un transporte) y, una vez en el barrio, todo le costaba de reconocer, hasta el trazado de las calles. Después de horas de dar vueltas no había conseguido identificar el sitio que buscaba, hasta que, ya hacia media tarde, gracias a referencias visuales que no tenían pérdida, se tuvo que rendir a la evidencia de que más de treinta grandes manzanas habían sido derribadas, y la cota y el trazado de las calles, completamente modificados; en el lugar en que en otros tiempos estaba la torre del geómetra, ahora pasaba una pista rápida, y el edificio más próximo era una depuradora de aguas a unos sesenta metros, y a cien metros más un hotel de literas.