– ¿Y el Conde Gudemann?
Cotom lo miró, sorprendido.
– ¿No os lo ha dicho el Caballero Allenair? El Conde murió hace dos meses.
A Ígur se le cayó el alma a los pies.
– ¿Cuándo?
– Es posible que el Caballero Allenair no lo supiera -dijo el enano, con poca convicción-. Por razones que ahora serían demasido largas de explicar, la muerte del Conde se ha mantenido en secreto, y el Caballero Allenair ha estado tan ocupado que muy bien pudiera ser que no se haya enterado.
A lo largo de la conversación, Ígur supo también de la muerte de la señora Melisenda, y que el Magisterpraedi Triddies, de edad muy avanzada, vivía en sus posesiones, radicalmente retirado de cualquier contacto social. Después de cenar, la anfitriona ofreció infusiones y licores en una dependencia acondicionada para una estancia más reposada.
– Así pues, Caballero -se le dirigió con amable discreción-, ¿qué proyectos tenéis en perspectiva?
– Madame -dijo-, creo que el silencio y la meditación, que tan generosamente hacéis posible aquí, serán mis consejeros por un tiempo, y después decidiré, si me queréis continuar honrando con vuestra ayuda.
– ¡Por supuesto! -dijo ella-. La mía y, no lo dudéis, la de todos los presentes.
Ígur miró a su alrededor. El aburrimiento apagaba las facciones de Fulvia y Brosmana, sonrisas apenas esbozadas desdibujaban las de Cotom, Sicander, Bitiana y Niñolius, y Prepes estaba absorto en la contemplación de los reflejos metálicos de la copa que sostenía a contraluz con dos dedos.
– Hemos pensado -dijo Sicander- que, sabiendo por otras fuentes de la extraordinaria vida del Caballero Neblí, nos gustaría mucho oír de su propia voz alguno de los capítulos que él considere más interesantes.
Sicander miró a Niñolius y Brosmana, y los tres contuvieron una sonrisa.
– Seguro que el Caballero está cansado y no tiene ganas de hablar -intervino Madame Idania.
– Al contrario, Señora -dijo Ígur con aplomo-, estaré encantado de complacer a vuestra distinguida concurrencia.
Y ante tan incierto auditorio se adentró en la noche en el relato de la oscura vicisitud del Gran Laberinto de Gorhgró.
XXII
– Hace días que no nos dirigimos la palabra -murmuró Fulvia-, es más, creo que ayer no lo vi en todo el día.
– Yo hablé con él ayer -dijo Bitiana.
El sol matinal aún no era lo bastante fuerte como para resultar insoportable en el porche interior del Palacio Gudemann.
– ¿Y qué?
Fornidos y silenciosos masajistas manipulaban las adiposas espaldas desnudas.
– La obsesión le va en aumento. Está convencido de que el aparato de seguridad imperial en pleno está comprometido en ocultar a la opinión pública todo lo referente al Ultimo Anillo de Laberintos.
– ¡Pobre Ígur!
– Lo malo es que Brosmana parece que se divierta, y de vez en cuando se dedica a hurgar en su desazón.
La presión de las manos en la parte alta del tórax dificultaba la articulación oral de Fulvia.
– No importa lo que le digas -dijo-. Cuando he querido distraerle del asunto, ha sido peor. ¿Sabes qué ha llegado a decirme? -La otra dejó en silencio la respuesta-. Que el Quinto Laberinto existe, y que algún día vendrán a buscarlo para guiar al Entrador.
Rieron sin entusiasmo. Bitiana se volvió boca arriba, y el masajista prosiguió, empezando por los pies.
– ¿Sabes de dónde saca todo eso? De la fijación legalista. Considera que la Administración se ha portado muy mal con él, y ha solicitado el título de Magisterpraedi.
– ¿Para qué? Mientras Idania lo mantenga, y Brosmana ya ha dicho que si el Palacio cae en sus manos la situación de Ígur no cambiará, no tiene problemas de subsistencia.
– No se trata de la pensión del Magisterpraedi, sino del reconocimiento; del honor, podríamos decir. Claro que no entiendo qué valor puede tener para él el honor otorgado por el Imperio, después de cómo lo han tratado…
– ¿No le basta con el sello de Caballero?
Bitiana se incorporó ligeramente para responder.
– ¿Tú lo has visto, el sello?
Fulvia hizo un gesto de obviedad.
– Es de suponer que se lo enviaron de Gorhgró, si no ya lo habría reclamado. O, en todo caso, sin el sello de la Capilla no se le ocurriría reclamar la Magisterpraedicatura. -La otra continuaba interrogando con la mirada, y Fulvia se impacientó y se volvió siguiendo la presión del masajista, que había pasado a moverse entre sus nalgas-. No, no lo he visto.
Bitiana sonrió con satisfacción.
– Alguien que mezcla los hechos como él, es capaz de cualquier invención. ¿Sabes que Idania un día tuvo que llamarle la atención?
– No. ¿Por qué?
– Imagínate: se ve que para demostrar sus teorías estaba empeñado en contactar con grupos residuales de La Muta en Gorhgró y en Bracaberbría -rieron-, incluso utilizó el Cuantificador del Palacio. Lo malo es que la conversación parecía una conspiración de verdad -Fulvia soltó una carcajada-, y, claro, Idania tuvo que hacerle comprender que nos comprometía a todos sin motivo.
– ¿Sin motivo? -preguntó Fulvia maliciosamente.
Bitiana le dio algunas indicaciones al masajista, y al acabar se volvió de nuevo.
– ¿Sabes por quién acabó por preguntarme? -Dejó un silencio retórico-. Imagínatelo. Por la Golring.
– ¿Y qué le dijiste?
– La verdad. Pobre hombre, ¡aún decía que si era la amante del Emperador! Le conté la boda con el Príncipe Gimdrail, que tienen dos hijos, y demás.
Se hizo un silencio.
– Por cierto, ¿qué se sabe de la Golring? Acostumbrada a la vida de Gorhgró… -dijo Fulvia; Bitiana hizo un gesto de desgana.
– El Príncipe es un hombre de mediana edad apartado de la política, gran mecenas y propietario rural poderoso; el Palacio en el que viven, en un bosque cerca de Taidra, es uno de los más imponentes de todo el Imperio, y la Golring es como la reina de un imperio apartado.
– ¿En qué sentido? -preguntó Fulvia, y la otra rió.
– No en el que te imaginas. La Golring ha llegado a un punto perfectamente respetable -sonrieron con inclinaciones diferentes-, está tranquila, es feliz… su vida es menos brillante que en Gorhgró o en Silnarad, y se habla mucho menos de ella, en fin, que teóricamente ha perdido poder, si es eso lo que querías que dijera, pero lo que ha ganado en estabilidad no va en detrimento de su calidad social -levantó las cejas-. Por cierto, cuando se lo conté a Ígur, parecía decepcionado.
– Supongo que le ha decepcionado que el Emperador se casara con la Princesa de La Valaira.
Rieron.
– Imagínate, para él, qué delicuescencia, ¡la Golring Emperatriz!
Después de un silencio, Fulvia dejó caer los brazos fuera de la litera y le dio una nueva indicación al masajista.
– ¿Crees que lo harán Magisterpraedi?
Bitiana esbozó un gesto de lástima displicente.
– Antes me harán a mí peluquera de la Capilla del Emperador.
Soltaron grandes carcajadas, y cada cual en su postura preferida ordenaron a los masajistas que acabaran su trabajo de acuerdo con la tradición.
Un mediodía, en el comedor de otoño del Palacio Gudemann de Lauriayan.
– ¿Dónde está hoy el Caballero? -preguntó la Condesa Brosmana, que presidía la mesa.
– Demasiado ocupado con los cálculos de calendario -dijo el joven Torli-. Ya lo sabéis: ahora hace justo el doble desde que llegó de la capital, que el tiempo transcurrido desde que lo metieron en la Prisión hasta que le pegaron siete cuchilladas al pie del Laberinto…
Hubo risas de cortesía.
– No creo que quiera celebrarlo con nosotros -dijo Madame Enoldia.
– Por lo menos -dijo Brosmana-, algo hemos ganado. Ahora ya no quiere recomponer ninguna secta -rieron-, ¡ya podemos dejar de temer que nos acusen de conspirar contra el Imperio!