– Pero tampoco hay que olvidar el precepto: 'La memoria es como la acidez, la temperatura o la presión atmosférica: tan sólo habitable por el hombre dentro de unos límites concretos, traspasados los cuales, tanto el máximo como el mínimo, se vuelve inhóspita, aniquiladora…'
– Ni este otro: 'Curación y agravamiento no son direcciones opuestas, sino momentos consecutivos.'
Rieron.
– ¡El altar del Gran Miedo!
– Más bien el teatro del sufrimiento del mundo -dijo Trius, y pasó hojas de una carpeta llena de cartulinas y páginas atadas de grandes dimensiones, amarillentas y raídas; entre medio había alas y residuos de polillas de peral espinoso-. ¿Provienen de Bracaberbría estos papeles?
– No lo sé. Quizá es que la invasión está aquí.
Trius separó la última hoja.
– ¿Y esto?
– Un testamento -dijo el Conservador-; quizá un poema.
– ¿Otra invocación? -dijo Trius-. ¿De quién, esta vez? -el Conservador rió.
– Parece más bien una declaración de acatamiento.
– ¿De qué? ¿De las direcciones prohibidas de la naturaleza?
– Lo dices por… ¡no, es anterior! En todo caso puede servir para reinterpretar la otra invocación: la vigilancia ya no es necesaria, pero no porque el acceso esté permitido, sino porque ya nadie lo intenta.
Trius leyó en voz alta:
XXIV
Prisiones sin cerrojos, esperas sin objeto.
El Palacio de la Isla de Lauriayan, o lo que queda de él, tan sólo una ala en pie, protegida del viento por las ruinas de las otras. Calinas y expectativa de deslumbramientos lejanos. La soledad como referencia lateral. El aire de mar como fábrica de memorias ilusorias. Vientos inacabables contra el recuerdo, por tierra hurones y zarzales. La fuente de las estrellas, el Polo como aspersor de soles, de todos los héroes. ¡Qué limitado, preguntar porqués! ¡Qué absurdo, distinguir categorías de la realidad y construir imperativos!
¿Quién es, pues, ese viejo que se acerca a la baranda del acantilado? Al descubierto, manposterías espigadas. Para no olvidar, los gritos de los pájaros negros. Querer recordar, en el sentido en que todo aprendizaje, en la medida en que necesita referencias, tiene un tanto por ciento primordial de recuerdo. Por tanto, decir, ¿quién es él en realidad?, no tiene sentido cuando también el sistema referencial de la realidad ha cambiado, como era el caso en aquella tarde plácida de principios de primavera. ¿En qué realidad este personaje es quién?
El hombre viejo, no totalmente indigno todavía, balanza de desesperanzas, vuelve la mirada hacia el Norte. El Ego es tan sólo la referencia a una realidad, de donde querer cambiar las cosas es cambiarse uno mismo. Tal es la última incertidumbre, deudora de esas geometrías interiores, que al final uno descubre que es también la primera: ¡Imposible cambiar nada, imposible no cambiar nada, ay, el hacha era doble! El único Juego ha sido el tiempo, y lo que del mundo ha vaciado, en forma de recuerdo lo ha cargado en su interior (¡una serpiente de dos cabezas!), y, de nuevo, todo es mito, materia a la que referirse, con la ventaja de que ahora ya es recuerdo el conocimiento en el que se expresa el recuerdo.
El héroe interior sabe que estar solo es un final. Y, sin embargo, se vuelve de repente, le ha parecido oír un ruido. ¿Quién puede ser? Es imposible, después de tanto tiempo. Pero, al fin y al cabo, ¿no podría ser que aún fueran a buscarlo?
Desegoarse para enteogenerarse, éste, camino de Ahrimán entre los atributos de Ormuz, es el mecanismo correcto. El Ego no es cuestión de un sí o un no, de ser ése o ser el otro, sino de porcentaje; no es otra cosa el principio de cuantificación. No es reconocer, en el sentido trágico de la palabra; reconocer es tan sólo un caso particular (el caso extremo), ciertamente espectacular, pero en absoluto determinante para conocer el fenómeno; apreciar una proporción, comprender un ejemplo y mantenerlo en su lugar, percibir un movimiento, ésa es la forma de moverse en las aguas de la egoación. Y sin embargo, el de ahora es un caso particular: ahora que ya no hay mito, porque todo ha sido dicho, si la egoación se mueve en un metaespacio se pueden probar todas las salidas del Laberinto hasta encontrar la adecuada. Porque ése era el abanico donde escoger: la Prisión era uno de los capítulos del Laberinto, y es tan sólo una cuestión de estadística sobre el Ego determinar cuál, y en qué momento se produce la interacción. Así, todo recuerdo es falso y todo recuerdo es verdadero, tan sólo se trata de escoger el punto de la estratigrafía. Memoria y percepción, elección de un mundo; y el mundo, que cambia continuamente en pasado, presente y futuro, no es más que estadísticas de certeza.
Por tanto, el hombre viejo, el esperador de ruidos temidos, sabe que es verdad, que no sólo aún pueden ir a buscarlo, que mientras le quede intención, ellos aún no lo han olvidado, sino que Arktofilax tenía razón hasta las últimas consecuencias: aún está dentro del Laberinto, y se trata de escoger la salida (¿la mejor? No, tan sólo la que él quiera): número de hercios, cola de milano, traicionar, en definitiva, reconocerla. El sentimiento es un recuerdo, y en el vuelco de la balanza el conocimiento expresado hace saber que ya no hay retorno. El hombre viejo mira el paisaje al que pertenece, tropieza levemente con una piedra caída en medio del que en otros tiempos había sido el salón principal. No quedan rostros, no quedan documentos. Aparta la vista de la columna rota, pero junto a ella, un reloj de arena partido por la mitad, por el cuello, parte del contenido dentro y parte fuera. Pero, atención… ahora sí, no hay duda: se oyen voces, el Enviado ha encontrado finalmente la localización del Palacio y se acerca a la hora señalada para unir los últimos destinos. Es hora, ahora que cae el sol, de bajar a las dependencias escogidas para el acontecimiento, a revestir lo que corresponde de la dignidad tradicional. Cae el sol hacia una mayor espera, y el tiempo se convulsiona en la tan anhelada inminencia.