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– Pero tampoco hay que olvidar el precepto: 'La memoria es como la acidez, la temperatura o la presión atmosférica: tan sólo habitable por el hombre dentro de unos límites concretos, traspasados los cuales, tanto el máximo como el mínimo, se vuelve inhóspita, aniquiladora…'

– Ni este otro: 'Curación y agravamiento no son direcciones opuestas, sino momentos consecutivos.'

Rieron.

– ¡El altar del Gran Miedo!

– Más bien el teatro del sufrimiento del mundo -dijo Trius, y pasó hojas de una carpeta llena de cartulinas y páginas atadas de grandes dimensiones, amarillentas y raídas; entre medio había alas y residuos de polillas de peral espinoso-. ¿Provienen de Bracaberbría estos papeles?

– No lo sé. Quizá es que la invasión está aquí.

Trius separó la última hoja.

– ¿Y esto?

– Un testamento -dijo el Conservador-; quizá un poema.

– ¿Otra invocación? -dijo Trius-. ¿De quién, esta vez? -el Conservador rió.

– Parece más bien una declaración de acatamiento.

– ¿De qué? ¿De las direcciones prohibidas de la naturaleza?

– Lo dices por… ¡no, es anterior! En todo caso puede servir para reinterpretar la otra invocación: la vigilancia ya no es necesaria, pero no porque el acceso esté permitido, sino porque ya nadie lo intenta.

Trius leyó en voz alta:

El día se ha levantado sin inventarse la sombra que de la noche lo distingue. Por la mañana ya se ha visto el fin de la sangre seca de la oscuridad perdida; como brasas en la ceniza, se ha helado en el gris de granito resquebrajado; si el cielo era de piedra, nubes de plomo han desangrado las casas. ¿Qué hora será? El vacío sin latidos es el mismo a media mañana, cuando otros días culminaba besándose ofrenda y promesa; es el mismo en la cúspide del día, que, no brillante y puntiagudo, sino desmayado, indeciso en el pasaje, talmente inclinación de vieja, transita sin cuerpo; es el mismo a media tarde, que no ha sentido transformación en la defensa del celaje. ¡Horas sin vaivén de fina lluvia contenida inmóvil para cualquier fín!
El relámpago distante revela desenlace. Truena, todo se enfrenta dentro de sí, todo en azote, en una sacudida de rabia y desnudaje: figura de huracanes donde reconocer, derrota para elevar aceptación – recuerdo donde la soberbia se inclina, brotes del resentimiento, quejidos del anhelo, de la fealdad de no saber querer como se quiso!-, el estallido del espejo donde purificarse, saetas de agua, tormenta desclavada, negritud voluminosa del más largo de los largos días! Y llueve, ya sin relámpagos, sin más ruido, y salvo los olores, que se desenroscan, todo se retira, corre el agua, cristal después del barro, y cae la tarde y poco a poco para de llover, el aire respira.
Recobrar desarmados esos colores, sin palabras cerrar una mirada, brizna de recogimiento, demudanza de compasión… Cuando ya la escasa luz declina, se abren las entrañas del nublaje. ¿Aún da tiempo? Aparece un viento exangüe, tiemblan las aguas de los charcos, de las hojas y del aire. ¿Es demasiado tarde tal vez? Brotan con silencio de pétalos los alambres del cielo, las claridades se enderezan, la cimera lejana con desvelo de bronces se perfila, como unos ojos que se abren. Se vuelve ala de cuervo el gris profundo, oro viejo el gris aéreo en la sangre lateral renacida, y en su último instante, justo antes de sumirse, me seca las lágrimas el sol.

XXIV

Prisiones sin cerrojos, esperas sin objeto.

El Palacio de la Isla de Lauriayan, o lo que queda de él, tan sólo una ala en pie, protegida del viento por las ruinas de las otras. Calinas y expectativa de deslumbramientos lejanos. La soledad como referencia lateral. El aire de mar como fábrica de memorias ilusorias. Vientos inacabables contra el recuerdo, por tierra hurones y zarzales. La fuente de las estrellas, el Polo como aspersor de soles, de todos los héroes. ¡Qué limitado, preguntar porqués! ¡Qué absurdo, distinguir categorías de la realidad y construir imperativos!

¿Quién es, pues, ese viejo que se acerca a la baranda del acantilado? Al descubierto, manposterías espigadas. Para no olvidar, los gritos de los pájaros negros. Querer recordar, en el sentido en que todo aprendizaje, en la medida en que necesita referencias, tiene un tanto por ciento primordial de recuerdo. Por tanto, decir, ¿quién es él en realidad?, no tiene sentido cuando también el sistema referencial de la realidad ha cambiado, como era el caso en aquella tarde plácida de principios de primavera. ¿En qué realidad este personaje es quién?

El hombre viejo, no totalmente indigno todavía, balanza de desesperanzas, vuelve la mirada hacia el Norte. El Ego es tan sólo la referencia a una realidad, de donde querer cambiar las cosas es cambiarse uno mismo. Tal es la última incertidumbre, deudora de esas geometrías interiores, que al final uno descubre que es también la primera: ¡Imposible cambiar nada, imposible no cambiar nada, ay, el hacha era doble! El único Juego ha sido el tiempo, y lo que del mundo ha vaciado, en forma de recuerdo lo ha cargado en su interior (¡una serpiente de dos cabezas!), y, de nuevo, todo es mito, materia a la que referirse, con la ventaja de que ahora ya es recuerdo el conocimiento en el que se expresa el recuerdo.

El héroe interior sabe que estar solo es un final. Y, sin embargo, se vuelve de repente, le ha parecido oír un ruido. ¿Quién puede ser? Es imposible, después de tanto tiempo. Pero, al fin y al cabo, ¿no podría ser que aún fueran a buscarlo?

Desegoarse para enteogenerarse, éste, camino de Ahrimán entre los atributos de Ormuz, es el mecanismo correcto. El Ego no es cuestión de un sí o un no, de ser ése o ser el otro, sino de porcentaje; no es otra cosa el principio de cuantificación. No es reconocer, en el sentido trágico de la palabra; reconocer es tan sólo un caso particular (el caso extremo), ciertamente espectacular, pero en absoluto determinante para conocer el fenómeno; apreciar una proporción, comprender un ejemplo y mantenerlo en su lugar, percibir un movimiento, ésa es la forma de moverse en las aguas de la egoación. Y sin embargo, el de ahora es un caso particular: ahora que ya no hay mito, porque todo ha sido dicho, si la egoación se mueve en un metaespacio se pueden probar todas las salidas del Laberinto hasta encontrar la adecuada. Porque ése era el abanico donde escoger: la Prisión era uno de los capítulos del Laberinto, y es tan sólo una cuestión de estadística sobre el Ego determinar cuál, y en qué momento se produce la interacción. Así, todo recuerdo es falso y todo recuerdo es verdadero, tan sólo se trata de escoger el punto de la estratigrafía. Memoria y percepción, elección de un mundo; y el mundo, que cambia continuamente en pasado, presente y futuro, no es más que estadísticas de certeza.

Por tanto, el hombre viejo, el esperador de ruidos temidos, sabe que es verdad, que no sólo aún pueden ir a buscarlo, que mientras le quede intención, ellos aún no lo han olvidado, sino que Arktofilax tenía razón hasta las últimas consecuencias: aún está dentro del Laberinto, y se trata de escoger la salida (¿la mejor? No, tan sólo la que él quiera): número de hercios, cola de milano, traicionar, en definitiva, reconocerla. El sentimiento es un recuerdo, y en el vuelco de la balanza el conocimiento expresado hace saber que ya no hay retorno. El hombre viejo mira el paisaje al que pertenece, tropieza levemente con una piedra caída en medio del que en otros tiempos había sido el salón principal. No quedan rostros, no quedan documentos. Aparta la vista de la columna rota, pero junto a ella, un reloj de arena partido por la mitad, por el cuello, parte del contenido dentro y parte fuera. Pero, atención… ahora sí, no hay duda: se oyen voces, el Enviado ha encontrado finalmente la localización del Palacio y se acerca a la hora señalada para unir los últimos destinos. Es hora, ahora que cae el sol, de bajar a las dependencias escogidas para el acontecimiento, a revestir lo que corresponde de la dignidad tradicional. Cae el sol hacia una mayor espera, y el tiempo se convulsiona en la tan anhelada inminencia.