– He venido… -dijo Ígur, pero ella lo interrumpió.
– Ya sé por qué has venido, y acabo de dar instrucciones para que seas complacido -Ígur echó una ojeada al espectáculo, consistente en dos mujeres idénticas, como mínimo gemelas univitelinas, o posiblemente clonadas, haciendo piruetas y revolcándose al uso de la culminación sexual, con guantes de piel de serpiente hasta el codo, medias de lo mismo por encima de las rodillas y un cinturón de cadenas doradas por toda vestimenta-; ¿te gustan las gemelas dadóforas? -le dijo bajito Madame Conti-. Aún te hubieran gustado más las siamesas semisuicidas: la roja ríe, la blanca llora… lo malo es que el número es único, irrepetible… un día dimos las gemelas dadóforas, en combinación con la Apotropía de Juegos; pero mira por dónde, aquí tengo algo mejor para ti.
– Madame -se inclinó Ígur, y en ese momento la camarera compareció en compañía de la mujer más bella que el joven Caballero había visto en su vida, y en quien, tras un primer momento de desconcierto, pudo reconocer a Fei, la pianista del día anterior, sonriendo abiertamente, la cabellera un negrísimo huracán desatado, maquillada con más dureza y vestida íntegramente de cuero negro, aunque decir íntegramente supondría una falta que no podría perdonar imaginación alguna, porque Fei, de forma parecida a las gemelas pornógrafas, llevaba guantes negros hasta los codos y botas hasta por encima de las rodillas, y su cuerpo, de caderas para arriba y de pecho para abajo, ambos comprendidos, se ceñía con un cuero estrecho que dejaba libres, sin embargo, los costados hasta el final de las costillas, la espalda hasta el final de la columna y el escote hasta el centro del vientre. Nadie dijo nada, y Fei, tan diferente de la dama lánguida del día anterior, se mantuvo a la vista de Ígur, más bajo que ella, sonriente él añorado de una máscara, ella de forma radiante.
– Fei, la Reina de los Dos Corazones -presentó Madame Conti-, Ígur Neblí, Caballero de Capilla; amigos, la casa es vuestra-. Y la camarera y ella se retiraron.
Ígur se recreó en la contemplación de aquella mujer, tan distinta de las que se veían por Gorhgró, virilizadas por el alcohol, el tabaco, la alimentación despiadada y el peso de las responsabilidades; Fei le pareció mucho más bella que el primer día, y a la vez le causó una impresión extraña, racionalmente injustificable, de algo un poco sucio en el sentido de malsano, una de aquellas impresiones que con el trato desaparecen y que cuando, recordándolas, se quiere reproducir su efecto, es del todo imposible. Ígur y Fei buscaron una mesa vacía en la galería superior y pidieron bebida para consumirla en la más olvidable de las conversaciones. Cuando las facciones tienen una fuerte personalidad, hay veces que distraen del silencio de las objeciones que la contemplación del objeto perfecto infunde a la consideración del placer, precisamente en el mismo aspecto, pero en sentidos diferentes, en que unos rasgos correctos pero insípidos refieren a un cuerpo proporcionado a pesar de que no le den ningún resplandor propio que aporte nada nuevo a los estímulos conocidos o reconocidos, como en el caso de Fei, pues, asimilable al primero de los dos, que hacía que, habiéndose alejado Ígur de las afluencias convencionales de la pasión por los dos dientes centrales en posición caprichosa, o la nariz quizá demasiado pronunciada, o las cejas, negras y poderosas, y los labios en digresión juguetona, la parte central del superior formando una M pronunciada, y las comisuras rampantes, porque de alguna manera habían apartado los circunloquios del deseo de su habitual causalidad, el descubrimiento de un cuerpo extraordinario advenía con el fulgor de una sorpresa o, aún mejor, de un repentino recuerdo o de un voluptuoso reconocimiento que, aplicados en un lugar de hecho, no en circunstancia, inhabitual, multiplicaban la excitación, y todo, recíprocamente reforzado por la memoria de las delicias y por el vértigo de las inauguraciones, absorbía el efecto hacia un irresistible estallido sensorial.
– Me han contado que tu adversario tenía unos garfios terribles, que hubieran destruido a cualquiera que no hubiera sido tú -le dijo ella, y tenía una voz de contralto tan aterciopelada y opalina que Ígur resolvió cualquier duda posible-; ¿ya te han curado las heridas? -Y se rió.
– Esperaba que me las curases tú; ¿no hay un sitio un poco más confortable que éste?
La rotundidad de los pechos y las caderas se componen tanto de su propia esencia como de la ligereza de la cintura, y Fei era un prodigio tanto de una cosa como de la otra.
– Naturalmente -dijo, y se levantó.
Ígur la siguió, y se impregnó de la esbelta elegancia de sus movimientos, de las piernas tan largas que a los hombres, hasta a los más altos que ella, los hacía parecer a todos bajos, excepto a aquellos inequívocamente gigantescos. Ígur temía que le llevara a la habitación del piano, pero Fei le condujo por pasillos y más pasillos, de donde hubiera resultado muy complicado salir sin guía, pensó él, con algún paso exterior desde donde se apreciaba, como hecho a propósito, que la línea del cielo, alta y accidentada por enclavarse el Palacio entre montañas tanto más altas, descendía abruptamente en cuatro puntos estratégicos para ofrecer el horizonte más bajo, como si se tratara de la línea del mar, hasta llegar a una habitación de techo bajo y decoración cálida y sensual, en ninguna manera groseramente explícita, con un ventanal cercano al suelo que, sorprendentemente, ofrecía la visión de un minúsculo jardín exterior con plantas tropicales (¿dónde estaba el río?, pensó Ígur; ¿y los puentes?, ¿y las islas rocosas?). Allí Fei prendió incienso y velas, se quitó las botas y los guantes y el cinturón de anillas de oro, y volteando el pelo invitó a Ígur a tumbarse entre los cojines del suelo, que todo el suelo era de punta a punta un gran cojín, y descalzó a Ígur y le quitó la ropa para pasar sus dedos incomparables por las benignas heridas de la espalda, en un ritual más de complacencia y de comprobación de un trofeo que de curación, que, cerrados los desgarros en firmes costras de sangre, no tenía más sentido que la mutua proyección humorística. Fei se movía como una felina, y todo en ella era felino, hasta la cara, que desde sus grandes ojos amarronados tenía mucho de promesa de abrazo de pantera, e Ígur supo que por primera vez desde que estaba en Gorhgró le había llegado una ocasión para abandonarse, para reír y llorar si llegaba el momento, tanto como quisiera, para no pensar en nada ni mirar atrás.
– Me gustaría quedarme a vivir aquí -dijo con absoluta, con conmovida sinceridad.
Ella irguió la cabeza sacudiéndola suavemente a uno y otro lado para quitarse el pelo de la cara sin apartar las manos de la espalda de Ígur, y rió.
– Pues quédate, en ningún otro sitio serás mejor recibido.
No enciendas fuegos que no estés dispuesto a apagar, pensó él, y una vez más se maldijo por no poder, por no saber respirar la totalidad de los momentos de placer, ya fueran de triunfo o de anhelo, y dejó que pasara el rato para que las palabras se evaporasen. Ella, con la discreta sabiduría que tanto se agradece en estos casos, liberó la presión de los falsos compromisos, de la mentira emocional que somete el porvenir inmediato a lo agridulce, y el fuego que se había encendido fue más fácil de apagar. Ígur dio media vuelta, y no precisó hablar para comprobar el acuerdo sobre todo aquello que se daba por supuesto. La prisa ya no pertenecía a la voluntad, y se acabaron de quitar las prendas de ropa que más les estorbaban. Fei se dejó sólo los brazaletes -llevaba en los brazos, las muñecas y los tobillos-, el tercero, y último, el finísimo cinturón de oro, los collares y los pendientes -pendientes llevaba en las orejas, los pezones y los labios del sexo-, por aquello del sonido que se mezcla con la luz y el movimiento, y de repente todo se transformó en reconocimiento, y la incertidumbre retrocedió en el placer; ella quiso empezar besando a Ígur en los labios, después escondió la cara en su cuello y le tomó el sexo entre los pechos y se lo sorbió con detenimiento, después se le puso encima, y al final, ella debajo, la cabeza hacia los lados y hacia atrás, los brazos extendidos a ratos cruzados bajo la cabeza, él apoyándose en los puños, de repente levantándose del cuerpo, aplastándolo después y abrazándola por la nuca, la mano derecha de él tirando del antebrazo derecho, la izquierda del antebrazo izquierdo, abrazándola con los codos hasta casi incorporarse, sin obstáculos ni prisas, directo hasta el fondo de la exaltación del desconocimiento feliz; algo más tarde, la mirada de Ígur se despertó en un interrogante, y ella respondió con el silencio abandonado. Pero el espíritu furtivo estaba todavía en el deseo de Ígur, desgraciadamente afectado por el recuerdo del día anterior, y, aún en el aliento como un eco de las sacudidas finales, no pudo contenerse de preguntar.