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– Háblame más de los Astreos.

– Como todos sabéis -dijo Debrel-, los macizos de la Oybiria Superior, desde Perighart hacia arriba hasta los pasos de Sunabani y Marlú, dividen los clanes entre Áticos y Asiáticos…

– Retórica, salvación del mundo -rió Guipria-, ¿qué haríamos sin ti?

– Áticos son los Jéiales de las Islas, los Beomios del Llano, señores del Gran Lago, y los Astreos de las Montañas, Príncipes del Gran Arturo, constructores de Gorhgró; los Asiáticos se dividen en Arios de Eyrenod, más concretamente los Yrénidas de la dinastía Imperial que construyó el Tercer Anillo de Laberintos, y Semíticos, entre los que dominan los Irgúlidas del Desierto, y sobre todo los Gúlkuros de Bracaberbría, a los que pertenece la dinastía del actual Emperador; con la peculiaridad de que, por necesidades políticas de reunificación, su abuelo, el gran Makalinam V, debido a razones que ahora sería demasiado largo explicar, se vio obligado a emparentarse con un Clan Ático, y escogió para ello a una Princesa del por aquel entonces más poderoso (que aún lo es ahora), los Astreos, por lo que el Jefe actual del Clan rebelde, el Príncipe de la Valaira, es tío-primo de Lutaris XII. Anderaias III contrajo un matrimonio endogámico con una Gulkuriana, pero el peso específico de los Astreos no deja de ser importante, porque dominan tanto el mundo legal del Imperio como el de la subversión.

– Y no falta quien dice -intervino Guipria- que la situación les conviene desde cualquier punto de vista, y que no hay una facción fiel al Emperador y otra en rebeldía a causa de un desacuerdo entre ellos, sino todo lo contrario, que todo responde a un estudiado reparto de papeles y de riesgos, con una escrupulosa proporcionalidad de los beneficios, y un objetivo y un pensamiento comunes dentro de la tradición.

– ¿Eso lo dicen los simpatizantes o los enemigos? -preguntó Debrel, y rieron; el ex consultor se levantó y se acercó al ventanal-; se acaba el invierno -dijo, mirando el sol que se ponía justo a la izquierda de la Falera, la parte derecha del astro ya mordida por la abrupta silueta del roquedal.

Se levantaron todos, y Guipria les mostró la mesa puesta en el centro de la estancia, con pequeñas luces de transición.

– Hay una cena variada y ligera -dijo, y en las momentáneas miradas casuales que suceden a la indicación del sitio, Ígur y Sadó se quedaron uno frente a otro el tiempo suficiente para darse cuenta de las corrientes subterráneas y los colores cambiantes de su aparente indiferencia, y demasiado poco para poder recrearse; ella, alta para ser mujer, más bien bajo él para un hombre, mantuvieron los ojos un segundo al mismo nivel, imagen casi inexistente de tan aguda, materia íntegra del futuro recuerdo falseado; después se sentaron Debrel, a su derecha Guipria, a la izquierda Ígur, a su izquierda Sadó, y entre ellos y Guipria, Silamo; a Ígur le pareció una distribución muy peculiar, pero una vez más se abstuvo de hacer comentarios.

Sirvieron vino y pequeñas porciones de los diversos platos.

– Me pregunto -dijo Ígür- si el equilibrio de los Clanes puede ser determinante a la hora de escoger un Epónimo.

– Lo es -rió Silamo- en la medida en que tú puedes escoger al Epónimo.

– Silamo -dijo Debrel- se refiere a la conveniencia de que te acostumbres a no referirte a la elección de un Epónimo, porque el Protocolo dicta que el Epónimo, como jefe de la Expedición (aunque no participe físicamente), es quien escoge a los demás, y así te escogerá a ti -rió y le señaló con el dedo-; y cuando tú lo elijas se lo comunicarás agradeciéndole la deferencia de que te hace objeto al haberte escogido.

– Y ahora uno de La Muta -dijo Guipria- te diría que, realmente, será él quien te habrá escogido.

Silamo soltó una carcajada, Ígur se sintió excluido.

– Dejemos los juegos, de momento. Respecto a tu pregunta… -prosiguió Debrel-, veamos, Pluteifors y Togryoldus son Beomios; Simbri es un Jéial, y Bruijma es un Irgúlida, el único Asiático entre los más cualificados. Si consideramos que Nemglour es, a pesar de su parentesco con lo Gúlkuros, un Jéial, parece ser que por afinidad Simbri es el más idóneo; pero eso mismo representa un inconveniente, si consideramos las leyes del péndulo. Además, Simbri ya gestiona una Expedición en este momento. -Ígur pensó que no tenía de qué sorprenderse, porque siempre hay una iniciativa u otra para entrar en el Laberinto-. Creo que deberíamos dirigirnos a Bruijma, es el más conveniente.

Ígur no estaba lo bastante imbuido de la historia Imperial como para sentirse afectado por tener que asumir la idea de un Príncipe Epónimo u otro, y aceptó la posibilidad de Bruijma como habría aceptado la de Simbri, incluso, tomada la primera decisión, se produjo una relajación, que aprovecharon para dispensarse las cortesías propias de la convivencia, las sonrisas y las miradas ligeras. Ígur se dejó llevar por la serena maravilla de Sadó, un poco petulante en ocasiones, quizá abrupta entre fragilidades y susceptible como correspondía a su recién estrenada juventud, los grandes ojos gris-verdosos con reflejos de miel, el pelo castaño con algún que otro dorado entremezclándose, recogido atrás con una imperfección encantadora, la nariz fina, pero de un perfil algo encorvado y de punta redonda, los pómulos poderosos y la boca bien trazada, y aún, deliciosamente, entre el rictus inseguro de la criatura y la retención de la hembra que ya ha sido halagada y se vigila para no mostrar los que ella considera puntos flacos, alejada de los tóxicos biológicos pero, por la intuición del observador, vertiginosamente proclive a los sombreados del espíritu. En conjunto, para la naciente turbación de Ígur, esa cosa única, materia tanto de la ironía como de la pasión, vanidad cuestionada y anticipada añoranza, tan difícil de explicar como fácil de entender.

– Hacía tiempo que no me sentía tan feliz -dijo Ígur, más conmovido de lo que demostró, e inmediatamente menos de lo que las caras halagadas de las anfitrionas le indicó que lo encontraban.

– Considérate en tu casa -dijo Debrel, mirándolo con atención.

Después de la cena, ya noche cerrada y con todas las luces de la sala redonda encendidas, en un rincón más próximo a los libros y resguardado de las intemperies astrales, Debrel hablaba del pasado, de lugares lejanos donde años atrás había vivido, de peripecias y viajes, y oyéndolo, presa de nostalgia ajena, Ígur se imaginaba todas las escenas situadas en lugares idénticos a aquella sala, y a Debrel mismo, aunque fuera cuarenta años atrás, con el mismo aspecto que tenía en ese momento. De todo lo que el geómetra había explicado, lo más nuevo para Ígur había sido la referencia a los orígenes de La Muta, especialmente interesante atendiendo la vinculación personal del ex consultor con el asunto, y, sin acabar de atreverse a expresar todo lo que había oído decir de Jarfrak, Ígur intentó averiguar qué quedaba de la relación entre él y Debrel, si estaba tan acabada como Debrel aseguraba para, en caso contrario, situar el grado de confianza que él mismo le merecía al anfitrión; y puesto que sus requerimientos se desleían en ambiguos circunloquios, acabó por apostar fuerte.

– He oído decir que Jarfrak en realidad no era más que un bárbaro egocéntrico y megalómano que organizó La Muta porque de continuar mucho más en la Anamnesia le hubiera caído un proceso de inmediato. También me han dicho que ha querido vender el mito de una motivación ideológica donde no había más que el instinto asesino de un analfabeto.

Debrel se echó a reír.

– Menos mal que se han acabado los tiempos de la policía -se detuvo-; o quizá no, porque ahora todos somos un poco la policía, y en lugar de gendarmes hay Fonóctonos. Creo que merezco que me trates así, y voy a empezar por excusarme de lo que debes haber interpretado como una falta de confianza; no lo es, y te quiero demostrar que es a ti mismo a quien has de reprochar el hasta ahora escaso resultado de la conversación; a mí, tan sólo me puedes acusar de haberte imaginado dialécticamente más terrible de lo que eres, y si he respondido como lo he hecho, ha sido porque no entendía claramente qué me pedías. No tengo ningún inconveniente en responderte: la lejanía que he manifestado en la relación con La Muta es la reaclass="underline" como dirían los relativistas eclécticos, el tiempo es la verdadera distancia hacia ti mismo; respecto a Jarfrak, es cierto que la imagen pública que se ha extendido de él en casi el cien por cien del Imperio es la de un viejo de aspecto excéntrico y aterrador, un fanático intratable, salvaje y enloquecido, un criminal primario y convulsivo. ¡Qué se le va a hacer! Donde no llega la eficacia propagandística del adversario, en este caso, el Imperio entero, completan la labor la cobardía, la desidia y la ignorancia de los individuos. El Carolus Jarfrak que yo conocí era un hombre encantador, de apariencia joven y alegre, de una cultura y un refinamiento extraordinarios y un atractivo fuera de lo común, y, precisamente, si algo se le podía reprochar era su frivolidad a la hora de utilizar sus encantos naturales y cultivados para seducir a quien fuera menester y convertirse en el centro de las reuniones; ahora escúchate a ti mismo y dime hasta qué punto has hablado por hablar o influido en alguna medida por la opinión que te rodea. -Ígur sonrió-. ¿Te sorprende que Jarfrak sea como te digo? ¿Por qué, si es imposible que ignores que los hombres tenemos tendencia natural a suponer que cualquier postura contraria a la propia es producto de la visceralidad, la irreflexión y la incultura, y nos resistimos a admitirla para evitar el esfuerzo de cuestionarnos?