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– Aún he visto unas cuantas. Y entonces, ¿en qué momento interviene la Apotropía?

– Desde el momento en que las empresas, de manera flagrante, no se constituían para construir sino para gestionar planificaciones de obras que ellas mismas se ocupaban, porque así les resultaba más rentable, de que jamás llegasen a realizarse, la Hegemonía nos encargó un proyecto para obligar a que un porcentaje aceptable de obras llegara a buen término, y de este modo surgió la Ruleta Edilicia, de adscripción al principio obligatoria para las constructoras, pero en la actualidad completamente voluntaria; y mira lo que son las cosas, no sólo se acogen a ella la totalidad de los gestores, sino que el ramo de la construcción registra la actividad más fuerte de los últimos cien años. La Ruleta Edilicia es, básicamente, un sorteo, con margen de estrategias, justicia y garantías incluido, que, de acuerdo con los elementos preexistentes y la solvencia de la empresa, a través de un procedimiento sofisticadísimo de compensación continua de interinfluencias de coaliciones, porque, igual que en las Fonotontinas, el modelo no es el Juego diferencial de suma cero, cuantifica los términos del fracaso de la gestión, establece en qué apartado hace fallida y en qué grado, con plazos, subcontrataciones, alcance de desastres, posibles conexiones con diversos tipos de Fonotontinas, etcétera, o, por el contrario, determina la obligación cuantificada de acabar la obra, entonces sí, en el caso extremo con fuertes penalizaciones, que pueden llegar a la incapacitación, en caso de incumplimiento, pero también con fabulosas ganancias si la gestión culmina correctamente.

– Una solución brillante, sin duda -dijo Ígur; en realidad, le parecía la solución de siempre: cuando no puedas encontrar remedio para las cosas, ponles un marco legal-. La Apotropía de Juegos es apasionante como mecanismo lógico. ¿Sería posible obtener una copia de los estatutos?

– ¿De qué año? -dijo el Consultor; su cara reflejaba la estupefacción ante una pregunta idiota.

– De los vigentes, naturalmente.

– ¿De los vigentes cuándo? ¿Hoy? ¿Mañana? Los Estatutos son tan abstractos y flexibles que no te servirán para nada, y las normas cambian de una semana a otra; y, aún así, las vigentes tienen un carácter dinámico, lo que significa que cada Juego es tal cuando empieza, pero a partir del segundo movimiento genera sus propias normas, así como no hay dos partidas que se acojan a la misma ética para regir el movimiento siguiente.

– En todo caso, digamos que no siempre, o no necesariamente, han de acogerse al reglamento para efectuar la jugada que corresponde, pero normalmente es así, y eso ha sido, y debería ser, creo, suficiente para permitir establecer unas normas, ya no para ser cumplidas perentoriamente, sino para explicar el Juego desde una perspectiva histórica, tal y como, por ejemplo, tú mismo has hecho hoy ante mí.

La petición era inútil. Gemitetros no quería o no podía desvelar más información de la que se había permitido, y con medias palabras dio a entender a Ígur que se considerase afortunado de haber obtenido un trato de favor gracias a la recomendación de Debrel. Como despedida le ofreció un calendario de Juegos y Espectáculos con un plano detallado de dónde los podía practicar, no solo en Gorhgró, sino también en Eraji, Taidra, Sunabani y Marlú, y le dio una dirección y el Código del Cuantificador para que se pusiera en contacto con él si un día quería participar en un Juego importante, dando por supuesto que el rol concedido a su concurso a todos los efectos se acogería a su prestigio personal y a su rango.

A primera hora de la tarde, y aun a riesgo de no encontrar a nadie, porque no había avisado, Ígur fue a visitar a Debrel, que estaba solo y le pareció encantado con la visita. Ígur se sorprendió a sí mismo decepcionándose al ver que Sadó no estaba, y ante el amable interés del anfitrión le explicó cómo había sido atacado y cómo se había librado, y le preguntó si tenía alguna idea sobre quién podía haber inspirado la agresión. Debrel se rió durante todo el relato, como si se tratara de una situación jocosa o de un chiste, lo que acabó por hacer reír a Ígur también, por sentirse quizá un poco exagerado, demasiado dramático, incluso un poco ridículo, y al final, sin perder la risa, Debrel lo reconvino por sus preguntas.

– O me concedes demasiada importancia, o me tienes en muy mal concepto; ¿no ves que si realmente crees que estoy en condiciones de decirte quién te ha atacado me estás llamando hipócrita? Dímelo tú, quién te ha mandado matar. ¿El Agon de los Meditadores? ¿Los amigos de Lamborga? ¿Los amantes de Fei? -soltó una carcajada-. ¿Crees que te has granjeado demasiados enemigos para el poco tiempo que llevas en Gorhgró?

Ígur le resumió la visita al Consultor Gemitetros, mencionando de paso el aplazamiento de la sesión con la Cabeza Profética, sin exagerar el conflicto ni hacer alusión a los doscientos créditos que le habían sableado, porque no quería dar la impresión de que buscaba que lo compadecieran, y Debrel asintió todo el rato, sin gesto alguno que denotara sorpresa. No hay exceso, no hay defecto, pensó Ígur, si todo está en su sitio, podemos entrar en materia.

– De la Equemitía hace días que no sé nada -concluyó Ígur.

– Mejor así. Lo primero que sepas quizá no te acabe de gustar. -Se levantó y conminó a Ígur a examinar los papeles de encima de la mesa-. Ya es hora de que dejemos la política, que tiene una importancia decisiva pero que no nos hará menos ignorantes de lo que somos; aquí tengo el resultado de mis primeras gestiones en la oficina del Agon del Laberinto; pero antes quiero saber en qué medida será necesario y qué rumbo habrá que darle a tu entrenamiento.

Ígur esbozó un gesto de escepticismo, porque se consideraba en inmejorables condiciones físicas para afrontar el reto más duro, o en cualquier caso en tan buenas condiciones como aquel que, en el Imperio entero, pudiera aventajarle en ese aspecto, y le parecía que la exhibición realizada ante Lamborga era prueba suficiente, pero Debrel no se refería a las condiciones objetivas del animal, sino, para empezar, a su visión geométrica. Comenzaron por ejercicios sencillos, en los que, a pesar de todo, a Ígur le sorprendió comprobar que la resolución no era tan fácil como parecía; por ejemplo, Debrel le enseñó un grabado con la imagen de un cubo visto casi en escorzo y con las doce aristas dibujadas con igual categoría de línea, y le pidió que, de los dos ángulos que por efecto de la perspectiva quedaban en el interior de la figura, imaginase el volumen, primero como si uno de ellos fuera el más próximo, y después como si lo fuera el otro. Ígur se impacientó por lo que le parecía un inútil juego de niños, pero Debrel le obligó a practicar el cambio mental unas cuantas veces seguidas, a intervalos regulares, a una señal de sus dedos, después más deprisa, después a intervalos irregulares, dejando un rato la imagen fijada en una visión para acabar cambiando muy rápidamente diez o doce veces sin interrupción. Ígur acabó bloqueado. Debrel se echó a reír de buena gana y le advirtió que le convenía practicar, porque de los buenos reflejos geométricos podía depender su vida en el Laberinto. Inmediatamente después propuso otros ejercicios de visión superdimensional, por ejemplo uno de una escalera con un descansillo en cada extremo, que Ígur, con igual secuencia que con el cubo, tuvo que visualizar alternativamente como una escalera en el ángulo de visión normal a punto subir por ella, y después como una escalera vista por debajo, ante la que había que agachar la cabeza para no golpearse. También le propuso problemas en los que intervenía tanto la lógica y el sentido común como los conocimientos elementales de geometría, por ejemplo situarse en el interior del cuerpo estrellado de veinte vértices obtenido prolongando las aristas del icosaedro regular, o del de doce vértices proveniente del dodecaedro, y desde puntos determinados de las aristas, o desde un vértice, dibujar las sucesivas visualizaciones, y problemas donde entraban en juego ideas básicas de la mecánica de los fluidos y la estática, por ejemplo la célebre paradoja que se desprende de considerar el centro de gravedad de un vaso perfectamente cilíndrico, del cual idealmente se supone igual a cero el peso del círculo del fondo, y que, por tanto, coincide con el centro geométrico de la figura tanto con el vaso vacío como con el vaso lleno, pero en cambio, en el proceso de vaciarlo, el centro de gravedad desciende gradualmente hasta un punto determinado a partir del cual de repente asciende hasta ocupar de nuevo el centro del cilindro, y a la inversa en el proceso de llenarlo. Debrel pidió a Ígur que, considerando iguales los pesos específicos del líquido y del cilindro, por procedimientos estrictamente geométricos, calculase el nivel de líquido necesario para que el centro de gravedad fuera el más bajo posible y, a partir de ahí, calcular la fuerza lateral uniforme (por ejemplo, el viento) que se necesitaría para tumbarlo, imaginando imposible el desplazamiento, ya fuera por un rozamiento infinito o, lo que en la práctica es lo mismo, por la existencia de un tope infinitesimalmente pequeño que le impidiera deslizarse pero no volcar. Entre problema y problema, Debrel proponía cuestiones de lenguaje, de lógica, de estética, de estrategia comercial, algunas de las cuales le parecían ridículas a Ígur, incluso pueriles, pero que le obligaban a cambiar bruscamente de registro mental y a exigirse una explicación inmediata para borrar la sonrisa burlona de los labios del interlocutor, sonrisa que se convirtió en carcajada tras el supuesto cuestionamiento del viejo concepto de democracia a través de la paradoja de la votación: un jurado de cinco miembros ha de pronunciarse entre dos candidatos, y lo hace a favor de uno de ellos por cinco votos a cero pero, para no humillar al que no ha resultado escogido, uno de los miembros propone que en el acta conste como tres a dos, y como no hay acuerdo, alguien propone votar; pero otro del jurado dice que esa segunda votación carece de sentido; imaginad, argumenta, que fuera al revés: el ganador lo ha sido por tres a dos, y los tres que lo han escogido proponen otra votación para que en el acta conste cinco a cero, naturalmente los tres dispuestos a votar a favor.