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Omolpus hizo una pausa. Como la fiesta era en su honor, Ígur aplacó los pensamientos despectivos que le producían aquel tipo de discursos; y aunque no logró salvar las distancias, al menos supo no indignarse como le pasaba cuando el destinatario era otro. El Magisterpraedi procedió al ritual del nombramiento.

– Ígur Neblí -dijo, mientras ponía en sus manos el sello que los auxiliares acababan de confeccionar siguiendo sus instrucciones-, a partir de ahora eres Caballero de Pórtico en la advocación provisional de Cáncer, que te será sustituida por la que corresponda a tu próximo Combate Canónico, y te confiero con carácter definitivo el amarillo con marco y horizonte negros.

Acabada la ceremonia, hubo una celebración con la presencia de amigos y condiscípulos, y todos quisieron ver (puesto que tocar no estaba permitido) el sello del nuevo Caballero, reducto de las antiguas toserás Oybirias, en el caso de Ígur un rectángulo de 5 X 8,09 centímetros, amarillo puro brillante, con el contorno negro y en medio, en vertical, la figura de un hacha doble negra también.

Al día siguiente, Ígur Neblí preparó todo para el viaje, y al otro se fue a Gorhgró, la capital del Imperio.

En aquellos tiempos, el mundo superviviente había llegado al extremo de la desconfiguración nacional, y el advenimiento del Imperio Universal, acogido trescientos años atrás como la superación de las fobias y las filias étnicas presuntamente ejercidas como un primitivismo estéril, no había conseguido resolver los enfrentamientos de cariz religioso o regional para, tal y como era el objetivo de los humanistas que lo propugnaban, dedicar urgentemente los esfuerzos de la humanidad a resolver los dos grandes problemas indefectibles que la amenazaban, no las guerras, sino el hambre, y no la aniquilación del mundo por la vía nuclear sino por la destrucción medioambiental; pero tanto los enfrentamientos xenófobos como la degradación de la naturaleza habían continuado bajo ritmos y parámetros diferentes: en lo que se refiere al segundo, el mundo habitable se había reducido a un residuo rodeado de terrenos, inhóspito por diferentes causas de las cuales se hablará más adelante, y en lo que se refiere al primero, el proceso del gobierno único mundial había obligado a divisiones del poder en vertical en lugar de horizontalmente, es decir, en parcelaciones departamentales en lugar de naciones, dentro de las cuales lo que específicamente es el poder político (la administración pública, el mantenimiento del orden y la hacienda) se fragmentó asimismo en un nuevo grano de delegaciones y subdelegaciones de control, fruto del antiguo concepto viciado de soberanía, y entonces las ciudades adquirieron un relieve inesperado. El viejo ideal panhumanista del Imperio Mundial acabó colapsado en un espejismo en cuyo nombre se justificaban las arbitrariedades históricas habituales de los muchos sobre los pocos y, en el caso contrario, de los fuertes sobre los débiles. Esa dialéctica parecía que podría romperse, al principio, en las llamadas villas, pequeñas aglomeraciones rurales en cierta forma independizadas del Imperio, que afrontaban los servicios como algo propio y no como instrumento de extorsión; pero en la época de Ígur Neblí la vida en la villas tampoco era idílica: los problemas internos acababan en terribles baños de sangre que no contenía autoridad superior alguna, y que se resolvían con el exterminio de una, o de todas menos una, de las facciones en litigio; a menudo los problemas de seguridad frente a la rapiña de las bandas nómadas, formadas sobre todo por desertores de la antigua Guardia Imperial, obligaba a cerrar las villas, o a ponerlas bajo la protección de mercenarios que acababan ellos mismos el expolio, y sus habitantes pasaban a engrosar las filas de indigentes de Perighart, Eraji y Gorhgró.

Había llegado un momento en el que en las ciudades solamente vivían los ambiciosos, los pobres y los locos. La proximidad física, y sobre todo emocional, del Imperio había llevado a que, lejos de cualquier vestigio de conciencia cívica, y más lejos aún de cualquier romanticismo democrático, nadie viera el Imperio como un conjunto de instituciones al servicio del ciudadano o, como en momentos ya más lejanos y del dominio de la leyenda, de mayor exaltación colectiva, pertenecientes al ciudadano, sino como el enemigo a batir. El grueso de la población de las grandes ciudades lo formaban los desvalidos acogidos en asilos, seguidos de los funcionarios, los rufianes y los rentistas.

Cuando Ígur Neblí llegó a Gorhgró, la capital del Imperio era el paradigma de la concentración urbana terminal, pero aún conservaba cierta extraña vitalidad, la del enfermo en pleno delirio, febril y enardecido por una medicación brutal, que la convertía en terriblemente atractiva para un joven llegado de la montaña. La ciudad tenía una configuración anular en torno a un peñón rocoso, perforado por varias obras de ingeniería, de un diámetro medio de cuarenta kilómetros, y el conjunto de uno de setenta y cinco. Gorhgró ocupaba la cuenca de una montaña, además de parte de la montaña y parte de la planicie que se extendía a sus pies, y la cruzaba un meandro del río Sarca, que en esa zona, caudaloso como era, a causa de la configuración accidentada del terreno, cruzaba en forma de rápidos y cascadas por entre las cuales quedaban residuos de tierra ocupados a su vez por edificaciones, y con una proliferación desigual de puentes, cavidades y plataformas. El centro de Gorhgró, si se le puede llamar centro al círculo que rodeaba la roca central, vulgarmente llamada la Falera, lo ocupaba principalmente un núcleo comercial y los edificios públicos; en la zona intermedia estaban los palacios de los próceres, y el núcleo exterior era un densísimo cinturón dormitorio, sitiado sin transición por la zona suburbial, ajena ya a cualquier garantía civil. La configuración de Gorhgró, condicionada por la naturaleza abrupta y montañosa del terreno, y por los inviernos duros y profusos en nieves, contrastaba poderosamente con la de la antigua capital, Bracaberbría, diez veces más extensa, pero mucho menos compacta. Gorhgró, cuando Ígur Neblí llegó, era el centro de la administración, y también el centro del Juego y del vicio; pero, sobre todo, era la ciudad del Último Laberinto.

El helicóptero de Ígur aterrizó en el aeropuerto Nordeste de Gorhgró, al pie de la montaña, en la planicie donde el Sarca inicia los rápidos, y desde donde la ciudad resulta invisible; allí tomó el transporte hacia el centro, bordeando el río, no navegable para el transporte de pasajeros, pero que a Ígur le habría encantado poder bajar con kayac o con canoa de remos. La entrada a la capital era abrupta y desagradable, porque lo que se ofrecía a la vista durante los primeros cinco minutos era tan feo y segado de perspectivas que no desprendía augurio sensual alguno. En la estación central Ígur cambió de transporte, y se fue directamente a las señas que el Magisterpraedi Omolpus le había proporcionado.

La Equemitía de Recursos Primordiales, un majestuoso edificio de quince plantas y fachada de simetría severa, ocupaba el paño principal de una plaza, o para ser más exactos del ensanchamiento elipsoidal de una avenida escarpada que conectaba el río por el extremo Sur, con la Falera en el extremo Norte, que desde allí, a casi un kilómetro de distancia, ofrecía una visión vagamente amenazadora del pórtico colosal de entrada de una de las galerías de la roca; Ígur contempló las ventanas y los balcones a poniente, de una monótona severidad solamente mitigada por la delicadeza de las proporciones, decepcionado por el contraste de la monumentalidad con la suciedad de la piedra, y entró intentando evitar preconcebir ideas, sensaciones o resultados. Una gran imagen de Harpócrates pensando, apoyado en la mesa, presidía el vestíbulo al fondo. La burocracia de entrada, acostumbrado como estaba a la sencillez de Cruiaña, tal vez porque allí todos le conocían, primero lo impacientó, y acabó por inquietarlo. Los cuatro guardias de la entrada le cachearon con aparatos eléctricos y, tras pedirle todos sus documentos, le obligaron a dejar los paquetes en la portería. El encargado del registro de entrada de personal, adonde sólo llegaban los que la guardia previa había asegurado que no representaban ningún peligro concreto, fue mucho más meticuloso. Con sus papeles en la mano, el empleado le obligó a repetir uno por uno sus datos (entre ellos, cifras de registro de veinte dígitos) mientras él los repasaba con la mirada. Después le hizo pasar un control de huellas digitales y de identificaciones de voz y fondo de ojo. No contento con ello, lo condujo a una salita donde, a través de una ventanilla protegida con cristal anti-impacto, otro empleado lo interrogó.