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– Decodificar esa cinta debe de ser un problema de centenares de anos.

– De forma sistemática, es absolutamente imposible, porque la producción de una determinada cantidad de números ocupa un periodo de tiempo unas treinta mil veces más breve que el necesario para su cuantificación.

– El trabajo de Jefe de Decodificaciones no debe de ser muy agradecido -intentó ironizar Ígur.

– Su misión -dijo Debrel- no es encontrar la decodificación, sino ordenar los resultados como ahora te explicaré, impedir el acceso a cualquiera y seleccionar cuidadosamente la información que facilita, de acuerdo con las instrucciones del Agon.

El geómetra explicó con detenimiento, y a Ígur le pareció que recreándose en un cierto sentido de la intriga, la visita que había hecho aquella mañana al Jefe de Decodificaciones, un asno integral según su apreciación, y cuánto le había costado obtener las copias de los códigos y la información suplementaria; ganarse su confianza para que le dejase utilizar el Cuantificador de la Agonía acabó por convertirse en un divertimento intelectual. El mecanismo era el siguiente: el Cuantificador elimina aquellos resultados en los que no se observa ninguna ley, ninguna repetición ordenada o rítmica en referencia a un grano mínimo que empíricamente se considera aceptable, o que con la aplicación de los cerca de cinco mil códigos conocidos no produce nada coherente, y conserva aquellos que tienen alguna. Cuando Debrel tuvo los resultados ante sus ojos, le costó no partirse de risa en las barbas del funcionario, porque aquello parecía un muestrario de extravagancias: la lista de nombres de los Gobernadores Generales de Perighart del año 218 al 390, los nombres en italiano de los aparatos de montura de los caballos y de los aperos de labranza, una colección de exorcismos, Debrel no se lo podía creer, en sánscrito, la colección completa de insultos, interjecciones y argot de la obra de Shakespeare, los poemas obscenos, en alemán medievalizante, resultantes de aplicar la primera letra de los días de la semana en los que la cinta emisora ha producido series aprovechables al alfabeto obtenido de poner en correspondencia las fechas de nacimiento de todos los Mayores de la historia de Bracaberbría con los diversos nombres aplicados a todo tipo de excrecencia y defecación humana y animal, y mil cosas más. El Jefe de Decodificaciones, un tal Crotus, opinaba sin orden ni concierto, pero, le parecía a Debrel, con la burda intención de obtener algo de los comentarios del visitante, que a partir de un cierto momento procuró ser lacónico o bien, cada vez más malintencionadamente, confuso y divagador; poco a poco fue notando que tenía que haber una codificación intermedia de protección, y las soluciones eliminadas de oficio por el Cuantificador homologado tenían que contener el secreto. Afortunadamente no las habían destruido, y las pudo procesar de nuevo con un programa propio.

– Una lección de humildad para el Jefe de Decodificaciones -dijo Ígur.

– Normalmente -explicó el geómetra-, una vez has tomado la difícil decisión adecuada, el paso siguiente suele ser muy sencillo; es lo que llaman el laurel del vencedor -sonrió-. Supuse que la coincidencia de las veintidós separaciones se debía producir en intervalos relacionados de alguna forma con esa cifra, y me pasé casi una hora buscando en el Cuantificador relaciones numéricas referidas al tiempo que me permitieran llegar a una ley del Código. Descubrí que el número total de cifras que contienen los veintidós círculos, que es mil seiscientos cincuenta si la combinatoria no falla, se parece mucho al producto de cien por la cifra resultante de dividir por veintidós trescientos sesenta y cinco coma veinticinco, número promedio de los días del año, como tú sabes, cifra que es dieciséis coma sesenta, y, más concretamente, que coincidía exactamente con la cifra centuplicada resultante de la división entre veintidós por trescientos sesenta y tres, que es dieciséis coma cincuenta. Pero trescientos sesenta y tres es el año promedio menos dos días y cuarto, es decir, cuarenta y ocho horas más seis, por tanto cincuenta y cuatro.

Debrel se rió, lo que hizo saber a Ígur que a partir de ahí había deducido la solución, y que esperaba que él también la dedujera.

– Vamos a ver -dijo, después de alguna vacilación-, si el primer círculo tiene doce números, el segundo dieciocho y el tercero veinticuatro, quiere decir que aumentan de seis en seis, y por lo tanto cincuenta y cuatro corresponde al número de cifras del octavo.

– ¡Espléndido! -celebró Debrel-. Observa, por otra parte, que veintidós difiere en dos unidades de veinticuatro, número de las horas del día… esas dos horas que sobraban de las cincuenta y cuatro me llevaron de coronilla un rato más, y decidí dejarlas correr en principio para poder centrarme en aquel maravilloso cincuenta y cuatro que tantas resonancias numéricas me evocaba: cinco y cuatro nueve, cincuenta y cuatro entre nueve igual a seis… Hice las mil y una pruebas posibles, con aquel palurdo respirándome en el cogote, hasta que tuve claro que la única solución posible estaba en los orígenes, y pedí la primera cinta que emanó de los veintidós círculos concéntricos tras el asentamiento posterior a la última Entrada al Laberinto. Probé a hacer corresponder simultáneamente al listado de cifras el alfabeto griego y el alfabeto latino, desfasándolos cincuenta y cuatro lugares; en el caso del griego, de veinticuatro letras, en la práctica supuso desplazarlo seis cifras, porque los cuarenta y ocho primeros pasos de desfase lo dejaban, como es de elemental evidencia, reducido a cero; la reproducción del cuarenta y ocho más seis me hizo sentir que iba por buen camino, y también lo sentí cuando vi, de forma asimismo inmediata, que no existía desfase en la codificación del alfabeto latino, porque veintisiete (descontadas las letras dobles salvo la W), es justamente la mitad de cincuenta y cuatro. Entonces se trataba de separar la primera cifra que coincidiera numéricamente con el lugar que ocupa en el alfabeto, retomando cíclicamente la correspondencia.

– ¿Por qué? -preguntó Ígur.

– Es la Ley del Laberinto -dijo Debrel con una leve entonación de reproche, e Ígur sintió que lo habían pillado.

– ¿Y cuál fue el resultado?

– Saltó en seguida, y del alfabeto griego; fue la en el decimocuarto lugar.

– ¿Y entonces? -insistió Ígur, absolutamente resignado a ser tomado por un insolvente.

– Entonces llegaba la verdadera decodificación; establecí la correspondencia de con uno, O con dos, con tres, etcétera, y la he aplicado a todo el listado de códigos a partir de aquel día. -Ígur puso cara de circunstancias, y Debrel se rió-. Paciencia, porque puede ser largo. Conseguí que aquel bárbaro me sacara copia de los listados, y los he traído a mi Cuantificador para decodificarlos; he introducido un programa para localizar la más mínima coherencia, pero ahora ya sé por dónde vamos y, suponiendo que no me haya equivocado en nada y vayamos por el buen camino, quiero decir si no he confundido las verdaderos datos con puras coincidencias numéricas sin sentido, puede ser cuestión de días, de semanas incluso. En cualquier caso, tranquilo, no tardaremos en saberlo.

Ígur sentía una mezcla de apasionamiento y escepticismo, y aceptó la invitación de Debrel a tomar un refrigerio informal; no pasó mucho tiempo antes de que llegaran Guipria y Sadó y se unieron a ellos. Después de aquel desierto de aridez y dolor de cabeza, Ígur sintió como un oasis su presencia, en especial, y no le hacía falta preguntarse por qué, la de la más joven; pero la sonrisa un poco tensa de la bella le indicó que, por lo menos de momento, más le valía disimularlo.