– Mil setecientos metros cuadrados -dijo interrumpiendo a la anfitriona, que quedó un instante desconcertada.
– Espléndido, amigo mío -dijo ella, y lo abrazó por la cintura-, veo que el entrenamiento de los viejos geómetras es eficaz; ¿o es que os interesáis por la arquitectura? La geometría es un culto en desuso, pero en los tiempos en que se construyó este palacio…
Ahora se hace la estrecha, pensó Ígur. Contemplaron las ángulos del salón.
– Geometrías áuricas, ¿no? -dijo pensando en las estructuras de la Capilla; no le había pasado por alto la incongruencia canónica de mezclar temas dinámicos-. Sin embargo, los lados largos pertenecen al cuadrado, es decir, a raíz de dos. Deben ser posteriores al resto.
– No se os escapa nada, amigo mío; efectivamente, lo habéis acertado, la galería con el altillo proviene de un añadido, y entre eso y el resto, aunque se ha redecorado, recargado, malogrado dirían los puristas, a ojos expertos el edificio no puede ocultar su origen.
– Así es que estamos en un palacio Astreo -dijo Ígur.
Madame Conti soltó una carcajada, y le acercó los labios a la oreja, hasta que él se le arrimó esperando palabras en voz baja, y entonces le dio un beso.
– Me parece que tenemos compañía.
Ígur dio media vuelta, y vio a Mongrius.
– Querido Caballero Neblí -dijo, amparándose en un remedo de la untuosidad cortesana-, ¡cuánto tiempo sin vernos!
La situación a tres era lo bastante extraña como para hacer sospechar a Ígur que la presencia de Mongrius no era casual; lo que más probable le pareció es que Madame Conti le hubiera enviado aviso; pasado el primer momento de ambigüedades, la anfitriona se fue, requerida por los operarios que instalaban la orquesta en el ángulo de uno de los triángulos del público; Ígur aprovechó entonces para indagar acerca de los Príncipes.
– ¿Cuánto durará Togryoldus? -preguntó por deferencia.
– Togryoldus no puede ni durar ni dejar de durar, por la sencilla razón de que ya no está; su espectro ha hecho una sopa con la pugna de Bruijma y Simbri -esbozó un gesto de indiferencia-; cuestión de dos días y todo quedará aclarado: el comercio para Bruijma y la tutela del Emperador para Simbri, y veinte años más de aburrimiento.
– ¿Y qué pasa con Ixtehatzi?
– Es demasiado fuerte como para que alguien lo pueda tocar. Aunque los Príncipes se juntaran, él solo aún sería más fuerte -se rió-; quizá haya que esperar a que se muera, como Nemglour.
– No sé cuál sería la historia de Gorhgró sin la muerte -dijo Ígur.
Empezaba a llegar gente, y se tomaron otra copa en un reservado para charlar sin estorbos.
– He decidido optar a la Capilla, y desearía que fueses mi padrino -dijo Mongrius después de un silencio.
Ígur lo había esperado, pero el padrinazgo de Lamborga le planteaba un conflicto de intereses. Si resultaban emparejados, no podría acompañarlos a los dos.
– ¿Ya sabes que Lamborga vuelve a optar?
– Sí, pero no me preocupa -respondió Mongrius, a dos velas de los motivos de la observación de Ígur-; si tengo que enfrentarme con él, andará bajo de facultades después de combatir contigo, y si espera a encontrarse bien, yo ya estaré en la Capilla.
Ígur sonrió, pensando en las cosas que le podría decir. Pero no dijo nada, y cuando les llevaron más bebida renovaron el brindis por cualquier tópico de la existencia y del futuro y, una vez aclarado que Ígur le haría de padrino de inscripción, continuaron hablando, de cuestiones más ligeras cada vez, hasta que una camarera (esa vez, desconocida de Ígur, y no menos bella que las anteriores) les avisó de que empezaba el espectáculo.
El gran salón brillaba esplendoroso a plena luminaria, y la orquesta, presidida al fondo por un órgano positivo, mezclaba melodías de mobiliario en el ángulo opuesto a donde Madame Conti compartía una cierta presidencia de la celebración con cuatro personajes que, a juzgar por la Guardia que vigilaba los alrededores del espacio, eran fácilmente identificables como altos cargos de la Administración. Ígur y Mongrius fueron invitados a sentarse cerca de Madame Conti, en el ángulo recto del triángulo, en el ámbito, por lo tanto, de la cúpula, localidades ciertamente de sangre, en medio del parloteo de un público proclive a no quedarse estacado al asiento, a hablar a viva voz y a exteriorizar deseos y pasiones.
– Ígur Neblí, Caballero de Capilla, Mista Mongrius, Caballero de Preludio -presentó Madame Conti, espectacularmente vestida de oro y plumas blancas, y maquillada con reflejos hirientes-, el Duque Constanz, el Barón Boris Uranisor, cuñado del Príncipe Bruijma -recalcó, mirando a Ígur. Se olvidó de los otros, supuso él, porque un Caballero no tiene estatus para serles presentado en público, o porque eran tan importantes que necesitaban del anonimato, o porque lo eran tan poco que no valía la pena.
– Caballero Neblí -dijo el Duque-, permitidme que os felicite por vuestro brillante acceso a la Capilla, del que hemos sido ampliamente informados. ¿Y ahora qué, el Laberinto?
La orquesta atacó el primer Coro de los Jenízaros; la primera voz eran flautines, oboes y teñeras, los bajos violones y un salterio, y había abundante percusión: carracas de diversos tipos y registros, triángulos y campanillas, cineinos, tamburo turco y timbales, y al fondo un pórtico con gongs, de más de dos metros el mayor.
– El Laberinto es para mí la máxima esperanza de demostrar mi amor al Imperio -dijo Ígur mirando al Barón Uranisor, en cuya juventud le pareció percibir buena predisposición y simpatía.
– Muy inteligente, teniendo en cuenta que el Imperio somos todos -respondió el noble con una sonrisa.
– Barón, la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
– Llamadme Boris, amigo mío; tengo la impresión de que nos veremos a menudo.
Los olíbanos y las luces de un rosa dorado y frescores acuáticos invadieron el espacio. Un personaje vestido muy chillón en blanco y negro, verde, rojo y amarillo, azul y oro, con la cara completamente cubierta de maquillaje y un peinado alto complicadísimo, subió al estrado con una agilidad sorprendente para su envergadura, y con una reverencia le tendió la mano a Madame Conti; ella se la tomó, a la vez que la orquesta atacaba una versión furiosa de la Marcha Racoczy, con las trompetas naturales y los timbales en áspero delirio perfectamente calculado, y subió con él al estrado; después de tres toques de timbal, se hizo el silencio.