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– Vámonos ahora mismo.

Ella sonrió sin negar, y con un gesto ambiguo se levantó para hablar con Madame Conti, que mantenía un animado diálogo con el Duque Constanz; Ígur no dejaba de prepararse por si alguno de los nobles reclamaba la compañía de Fei, inquieto por la reacción de ella y por la propia; la música sonaba, y se distinguía la voz de la cantante en melodías procaces que subrayaba con una expresión muy sugerente y pasos de danza en los momentos oportunos; en los divanes, en Boris y en los demás y en las mujeres ya dominaba la desnudez por encima de los vestidos, de la conversación se pasaba al silencio, y del silencio a los suspiros. Mongrius se acercó a Ígur.

– Cuidado con tu relación con Fei. No te conviene que trascienda hasta este punto; con tus aspiraciones…

– ¿A qué te refieres? -le increpó Ígur secamente, poco dispuesto a discutir estrategias morales.

– ¿No lo sabes? -se miraron a los ojos, pregunta contra pregunta-; ya veo que no -bajó aún más la voz-: Es una Astrea. ¿Lo entiendes ahora? Existen dudas sobre su verdadera filiación, está vigilada desde las instancias más altas.

Ella volvió, y Mongrius le cedió el asiento con una sonrisa que Ígur consideró el súmum de la hipocresía. Fei debía de haber oído algo, porque una vez solos soltó una risa susceptible.

– ¿Qué te decía Mongrius?

– ¡Ya ves! -Ígur se rió-; no hay verdadera tragedia sin el contraste de la comedia.

Fei perdió de golpe la sonrisa. Ígur sintió con ahogo y delectación que la revelación de Mongrius había multiplicado por mil su interés por esa mujer.

– ¿Crees que me resulta fácil? Hoy he matado por ti.

– ¿Por mí? Quizá tenga que afanarme menos de lo que crees en devolverte el favor -dijo, sin pararse a considerar el significado de la frase de ella, y le tomó la mano de nuevo-; entonces, qué has decidido,¿vamos?

– Claro que sí. -Y todo en ella era tensión entre rosas oscuras y acentos metálicos, desde los ojos dorados a la voz perfumada.

En la habitación de siempre, Ígur tuvo que repetirse que tenía ante sí mucho más que un cuerpo, por más que ese cuerpo solo ya lo fuera todo, y unas horas después, desde las últimas cimas de la pasión culminada, la contemplaba medio dormida, pensando lo bien que sabía pararles los pies a los que se excedían, y que, realmente, llevaba mucha guerra a sus espaldas, pero no tanta como él se imaginaba. En realidad, comparándola con la que podía llegar a llevar a lo largo de los años, era casi el principio, pero eso Ígur no sabía que lo sabía, y no tenía tiempo de distinguir entre deseo y amor, ni conciencia suficiente de la propia vanidad para ser feliz.

Antes del alba, cuando el olor guiaba todas las ternuras, Ígur quiso conocer sus sentimientos sobre la jornada, suponiéndola ya repuesta de la agitación.

– Quien solamente me ha visto no se ha llevado nada de mí -dijo ella con un orgullo no demasiado alejado de la broma, e Ígur apartó las sábanas con la mano, más abajo con el pie-; por eso gusto y olfato son sentidos más íntimos que vista y oído, porque en ellos se produce la invasión real, es decir -le hablaba con los labios rozando los suyos-, una modificación química, y por lo tanto una huella perdurable del ser percibido dentro del perceptor. -Y labio entre labios, dulcificaba la explicación, perdido él en el espeso aroma de la sangre.

– ¿Y el tacto? -prosiguió Ígur, poniéndose encima.

– El tacto participa de las dos naturalezas, ya sea seco o húmedo -dijo muy bajito, con la dulce ronquera de la horizontalidad.

Media hora después clareaba, Ígur quiso saber qué había detrás del muro del jardín y salió desnudo a subirse encima. El Palacio Conti quedaba tras la habitación, y el pequeño muro, a Levante, era una de las almenas del acantilado sobre el Sarca, negro y turbulento a más de cuarenta metros en caída vertical. Fei salió tras él a ponerle una manta por los hombros.

– Mira -señaló Ígur entre las nubes más bajas justo ante sus ojos y una negrura de tormenta en fase de revelarse-, la Blonda del Pastor.

Ella le besó el cuello y murmuró:

– Mein alies in allem, mein ewiges Gut, wie schön leuchtet der Morgenstern…

VII

Bracaberbría, veinte años después de la conquista y posterior y paulatino declive de su Laberinto, era una región urbana en decadencia y descenso de población, ennegrecida momificación del brillantísimo atrio palatino de otros tiempos en que, capital cosmopolita y liberal, imán de la vida licenciosa cortesana y tolerante, del más extenso solaz, de los placeres, el teatro y la música, la geometría y demás artes que conviven al abrigo del lujo que emana del comercio floreciente y la autocontemplada perduración de un acuerdo general, abandono y desamor la habían transformado; Bracaberbría había sido el gran crisol del renacimiento tecnológico del Siglo III, cuando Jétales, Beomios y Astreos habían hecho de sus parajes áridos campos de batalla, y Gorhgró no era más que una fortaleza espartana sobre un roquedal, brutalizada por las leyes marciales, la censura y la necesaria rigidez de costumbres. En ese sentido, las evoluciones paralelas de las dos urbes eran paradigmáticas, y una advertencia a la vertiginosa hipertrofia de Gorhgró, cinco veces menos extensa y veinticinco veces más densa en tiempos de Ígur Neblí que antes de la caída Bracaberbría. Porque, ¿cómo puede evolucionar un reducto de intransigencia puritana de origen militar como Gorhgró, baluarte fronterizo preso en un asedio permanente, y por tanto sometido a los rigores prolongados de la estricta vigilancia, sino hacia la eliminación, en otro extremo de cosas, de esas férreas costumbres cuaresmales, de esa mística que para sobrevivir tantos años tuvo que inventarse y mantenerse al altísimo precio del sacrificio del diálogo y de la autocontemplación que conduce a la filosofía y al placer? Pertenecen al mito los tiempos de severidad iluminada de Gorhgró, la ciudad más antigua del Imperio según la leyenda, así como los del esplendor de Bracaberbría, en los que cuanto más brillaban los palacios de los Príncipes, más se debilitaba su fuerza dinástica; pero los tiempos eran procelosos, y a la decantación de Gorhgró hacia el dominio comercial y urbano no la acompañaba, como en el caso de la mítica Bracaberbría, la magnificencia estética, moral y espiritual, sino la brutalidad de costumbres, el selvatismo social, la explotación y el desorden, y el único refinamiento era la corrupción, el vicio y el delito, los últimos signos, también, de vitalidad de Bracaberbría, aunque sin la furia y la ebullición de intereses que aún hacían de Gorhgró una ciudad viva, por más que sanguinaria; porque en Gorhgró la inestabilidad era por exceso y acumulación estridente, por colisión de voracidades, y el escondrijo de los delincuentes era el tumulto, la confusión y el camuflaje entre iguales, en tanto que en Bracaberbría se había llegado a ella por desolación y senectud, por ostracismo de los supervivientes, por náuseas retrógradas y racistas, y todo ello había sido el refugio terminal de la última nobleza, de la aristocracia estéril, de los activistas sin esperanza, de los artistas melancólicos y los comerciantes caídos en desgracia, traspasado el límite que aboca a la irreversible cloaca en la que una sociedad se envilece convertida en el payaso de sí misma. Gorhgró hería, Bracaberbría ponía enfermo.

La expansión urbana ocupaba el Delta y las marismas del Oybiris, canalizado desde el Siglo II gracias a la iniciativa Yrénida que había permitido arrebatarle a Gorhgró la primacía ostentada hasta entonces como cuna del Imperio. La actual ciudad, idéntica en superficie a la del momento de máximo esplendor, pero como un edificio desamueblado y en ruinas, era una vasta organización de avenidas monumentales con palacios a ambos lados, semiinvisibles tras exuberantes terrenos ajardinados, y grandes canales cruzados por amplísimos puentes, en una geografía absolutamente plana en la que los únicos promontorios, insignificantes en relación al conjunto, eran los montones de escombros. En aquellos tiempos, dos de cada tres edificios estaban abandonados y más de la mitad de las ocupaciones eran ilegales, llevadas a cabo por parte de bandas organizadas en diversos grados de indigencia y marginación; la vegetación descontrolada, imparable en ese clima cálido y húmedo, lo engullía todo allí donde la mano del hombre aflojaba su dominio, retornando las intermitencias urbanas a una selva de insectos, zarzas, pájaros y reptiles, ciénagas pestilentes y emanaciones mefíticas, fuente de una suma de enfermedades infecciosas que obligaban al visitante a un extenso programa de vacunas, casi siempre obsoleto a causa de una última epidemia, la más virulenta, aún sin estudiar por las autoridades sanitarias. El conjunto de región urbana, al no existir ningún promontorio próximo lo bastante importante desde donde abarcarlo, era imposible de captar y, una vez en el interior de la ciudad, producía la fascinación inquietante de una extensión sin fin, de perspectivas repetidas, entre las que, cuando el foráneo creía haber descubierto la principal, encontraba enseguida otra que le parecía más imponente o significativa, donde era tan fácil perderse como no salir jamás, de horizontes inacabables que se repetían en la calina; por efecto de las grandes distancias de separación, no había palacio grandioso que uno no encontrara insignificante, y tan sólo parecía romper la implacable regularidad la esbeltez de alguna torre, a la que, si el forastero conseguía subir, tan sólo servía para aumentar el desasosiego al comprobar que desde allí arriba todo era igual, que las visiones de nuevos hitos, quizá más altos, tampoco le mostraban los límites de la ciudad. En el brazo central del Delta parecía más fácilmente identificable el límite de la edificación, por lo menos en importancia y volumen, pero la marisma aún resultaba demasiado extensa para poderse ver el mar abierto, y persistía la impresión de ciénaga inacabable con restos de instalaciones portuarias, entre las que proliferaba una multitud de casas flotantes en las aguas estáticas, la mayoría balsas o barcazas inútiles para la navegación, habitadas por los estratos más bajos de la población, y, entre los escombros, alguna edificación marginal más allá de la última línea de los palacios; justo en ese límite estaban los restos del Gran Laberinto.