La primera impresión del visitante primerizo en Bracaberbría era la decepción no tan sólo por la falta de imagen central de la ciudad y la angustiosa dificultad para orientarse y distinguir las partes, o la impresión de pasar siempre por el mismo sitio, y la duda final de estar dando vueltas realmente, sino porque una vez alcanzado el lugar que, finalmente, los planos o el guía indican que es verdaderamente el núcleo (la distancia máxima entre edificaciones pertenecientes a la ciudad es de más de doscientos ochenta kilómetros), la esperada localización del mayor Laberinto conquistado hasta la fecha se diluía en la constatación de que su estructura formaba parte de la fragmentada estructura de la ciudad, y que sus calles y trampas, una vez conquistado por Arktofilax veinte años atrás, dentro de la tónica crepuscularista general que la huida del Emperador había propiciado, habían sido objeto de todas las modalidades posibles de especulación, desde la puramente urbanística a la más primaria, como pueda ser el derribo de entrepaños enteros de muro para venderlos a trozos como amuleto. El Laberinto, cuadrado (o, para ser precisos, ligeramente trapezoidal), habría podido mantener visible la magnífica estructura exenta o al menos sus límites, y ser aún apreciable en forma y dimensión, al contrario del de Gorhgró, donde nunca sería posible porque el roquedal de la Falera, los desniveles y las edificaciones adosadas lo impedían. Las ocultaciones principales del Laberinto de Bracaberbría habían sido sistemáticamente estropeadas, se habían abierto perspectivas destructivas que desvirtuaban completamente los efectos originales, y por contra se habían obturado las más significativas con nuevas edificaciones, absolutamente detonantes por la falta de comprensión de las preexistencias, por su mal estilo y su dejadez. Veinte años habían bastado para descuartizar a la fiera y repartirla entre el público: una avenida de asfalto cruzaba en diagonal el ángulo Nordeste, desde el centro de la fachada Norte hasta casi el ángulo Sudeste, y en la fachada Sur había obras de derribo de viviendas adosadas (operación bastante inútil, ya que había más de un centenar en el interior), con vistas a vender la imagen de un intento de restauración. El sector estaba lleno de Guardias armados para proteger a los albañiles de la furia de los vecinos afectados, que por las noches atacaban con fuego de artillería y de día tenían instalada una manifestación permanente en la explanada de delante. El único lado que se mantenía medianamente entero era el Oeste, quizá porque coincidía con un exterior especialmente húmedo. La impresión en conjunto, pues, era deplorable. Por cien créditos era posible hacerse una fotografía, y por doscientos una película, rodeado de pavos reales blancos en la Puerta Aurelia, la que comunicaba los recintos tercero y cuarto, la única aceptablemente identifícable, y en la salida Oeste, la parte mejor conservada, había una terraza-restaurante resguardada de los dominios del cuervo y del buitre donde servían platos precocinados a precio de restaurante de lujo, y cada noche, de diez a doce, el Ónfalo del Laberinto, donde se dice que murió el Comandante Beiorn (y en donde se les explica a los turistas que descansa en paz, porque de allí no salió), se iluminaba de colores para representar, en celofán de drama sacro y sonido en play-back, la conquista del Gran Laberinto de Bracaberbría, el más extenso, difícil y peligroso de todos, con la bendición y la admonición del divino Anderaias III, y para la gloria del magnánimo Epónimo el Príncipe Nemglour, que perviva muchos años en nuestra memoria, y los horribles y misteriosos sucesos que allí ocurrieron.
Todo eso vieron Ígur y Silamo en su primer día de estancia, después de instalarse en un alojamiento del centro y contratar los servicios de un guía razonablemente entendido y no demasiado ladrón.
A la mañana siguiente, una vez apalabrada para media tarde la visita a Erastre, Ígur quiso volver a examinar el Laberinto, esa vez él y Silamo solos, si es que eso era posible entre los rebaños de visitantes completamente incapaces de distinguir nada.
Intentaron identificar el aspecto exterior del recinto con el de Gorhgró, aunque la gente, los perros y las palomas hicieran tan difícil imaginar el horror sagrado que durante tantos años lo había regentado, que Ígur llegase a cuestionarse el propósito de conquistar su Laberinto, si el triunfo había de comportar un resultado semejante. Se lo hizo saber a Silamo, y el estudiante se echó a reír.
– Gasta compasión ahora que no importa; cuanta menos te quede para cuando llegue el momento, mejor.
Pronto llegaron a la conclusión de que sobre el terreno no aprenderían nada más acerca del Laberinto de los Pantanos (así se le particularizaba, igual que al de Gorhgró lo llamaban La Falera) que no pudieran saber estudiando los planos que se diseñaron después de la conquista de Arktofilax y, puesto que incluso la idea de presencia de la mítica construcción costaba de evocar tras la evaporación total de peso y sentimiento histórico a que el lugar había sido sometido, decidieron encaminarse al azar a cualquier otra parte.
Vista la dificultad para descubrir las maravillas de los miles de palacios, uno de los principales atractivos de Bracaberbría para el visitante errabundo eran los puentes, tan diferentes de los de Gorhgró, que, por la abrupta travesía del Sarca, tenían algo de fortificación, y a menudo habían sido necesarias grandes audacias de ingeniería para unir vertiginosamente niveles muy diferentes, como en el caso de los de acceso a la Isla de Ixtar, y allí la propia naturaleza del terreno y del río obligaba a construirlos de un solo arco, o con dimensionados irregulares. Gracias a que la única dificultad técnica que planteaban era la distancia a salvar y la firmeza del terreno, y, por lo tanto, no tenían problemas para ser construidos en el más perfecto orden estructural, los puentes de Bracaberbría, vistos en conjunto, eran un formidable recital de estilo y ejercicios formales que ofrecían una continua y agotadora competición de elegancia en la que cada uno superaba al anterior, con inacabables variedades de curvas, perfiles y combinaciones de elementos auxiliares; había una extensa bibliografía sobre historia, tendencias expresivas, soluciones técnicas y maestros y escuelas de la póntica de Bracaberbría, e Ígur se empapó del catálogo canónico para identificar las épocas y los géneros. Los había de todas clases, desde puras pasarelas metálicas de menos de diez metros (catalogadas con un número y en el índice final en letra pequeña), que unían callejuelas marginales, hasta los más cercanos al mar, propiamente viaductos de unos cuantos kilómetros de largo, más anchos que la más ancha de las avenidas, algunos hasta con torres, cuerpos escalonados y terrazas ajardinadas con árboles de cuarenta metros de altura que, de lejos, parecían matojos insignificantes sobre el lomo de un animal fabuloso; los más antiguos y famosos tenían nombre propio, advocación y una historia más o menos tabulada, recogida en poemas esculpidos en lápidas sobre las puertas de acceso. Contando todos los brazos del Delta y las canalizaciones mayores, había exactamente quince mil ciento cincuenta y un puentes catalogados, de los que eran utilizables tan sólo un treinta y cinco por ciento; el resto estaba en ruinas (de muchos no quedaban más que los pilares o las torrecillas de acceso) o bien eran reutilizados como viviendas, de diversos grados de ilegalidad y tolerancia, siempre más posible ésta en la otra cuando no se ocupaban vías principales o próximas al centro; la guía tenía un asterisco para identificar los practicables y ahorrar trayectos vanos, pero aun así era imposible estar al día de todos los derrumbamientos. Al final de un dilatado recorrido por una avenida que por el otro extremo no parecía tener final, Ígur y Silamo se encontraron ante uno de los catalogados como útiles que había caído hacía una semana; la arcada central había cedido a la altura de uno de los pilares, y el tramo correspondiente, de casi trescientos metros, reposaba aún suspendido del otro pilar, como una serpiente abrevando o un paquebote hundiéndose. Detenidos en aquel canal a más de un kilómetro y medio del paso cortado, y teniendo que retroceder, como mínimo, dos o tres más para poder seguir en esa dirección, Ígur y Silamo recalaron como en un remanso, fascinados por la magnificencia del desastre y en extraña comunión silenciosa. La tarde caía lentamente y la corriente del río, contagiada también por la lentitud de los astros inmensos o inmensamente lejanos, les parecía el más inexorable reloj de su destino, acogida en su luz violeteante igual que el cansancio definitivo del puente la pasión del cazador de un solo tiro.