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Se hacía tarde y estaban muy lejos del lugar de la cita con Erastre. Emprendieron el camino cambiando a menudo de transporte y recorriendo algún tramo a pie, porque la coordinación vial de Bracaberbría era problemática como consecuencia de la subdivisión municipal propiciada por la situación; la ciudad, al contrario de Gorhgró, que se estructuraba como un densísimo anillo residencial en torno a la Falera y de un centro comercial y administrativo donde prácticamente no dormía nadie, se había asentado como una retícula difusa de densidad residencial irregular con tendencia decreciente a medida que se alejaba del antiguo núcleo condensado a partir del Laberinto, donde por razones de seguridad y confort se concentraba la residencia, y que, una vez abandonada y perdida la imagen de conjunto, inducía al forastero a transponer su imagen al resto y, por tanto, a perderse en la inmensidad, todo él dilatación y distancia, del Delta, no tanto por la complicación intrínseca geométrica sino por la acumulación agotadora de repeticiones, por la angustia de lo inalcanzable, por el ahogo anticipado de lo indefinido, del desconocimiento del límite y de la terrible presunción del infinito.

Ígur y Silamo encontraron la residencia de Erastre, situada muy al interior, en una isla menor de la parte oriental del Delta, en una zona oscura de acumulación de corrientes en la que era difícil distinguir el terreno sólido del líquido, el transitable del fangoso, invadido todo por películas vegetales en esporádicas ebulliciones, de efluvios de metano y fuegos fatuos, de formaciones hojosas con bulbos excrecentes, que a ojos del espectador desprevenido o demasiado imaginativo parecían ocultar vigilantes monstruosos que cualquier imprudencia podía desvelar, todo ello rodeado de un crepúsculo continuo y bochornoso abrazando mortalmente cualquier diferenciación, sin nada lo bastante fuerte ni lo bastante alto para romper el horizonte, y un curioso crepúsculo de sutilezas verdescentes con malignas cualidades de sumersión en un aire espeso del eco gravísimo y profundo del gong lejano y a la vez presente de la nada. Allí en medio, entre los rumores insondables, sonidos acuosos y aullidos que la indiferencia y el desgaste del pánico querían creer de pájaros, entre la inquietud húmeda, el calor del tiempo suspendido y las neblinas pestilentes que las autoridades sanitarias habían advertido pobladas de malaria, cólera y fiebre amarilla, se ocultaba el viejo Palacio que el Mayor de la ciudad había donado, en premio, al descubridor del secreto del Laberinto de los Pantanos, una estructura de madera alzada para emerger del cieno, y con una pelada y no demasiado segura pasarela de acceso, también de madera y con una sola barandilla.

Un hombre aplastado hasta en la mirada por la habitual indolencia de los criados de amos que ellos consideran vulgares condujo a los visitantes a una sala en la que el anfitrión había congregado expresamente a un grupo de especialistas y acólitos. Ali Erastre era un anciano de expresión severa hasta el temor de los niños, con una enorme testa braquicéfala, feroces ojos hundidos en cuencas moradas y profundas arrugas por toda la cara. Llevaba largo su escaso pelo y caminaba encorvado, y la voz cascada de bajo remataba un cuadro que Ígur encontró siniestro y Silamo familiar.

– En nombre de la Comunidad de la Contemplación Perpetua del Ser Necesario -alerta, pensó Ígur, eso es La Muta-, sed bienvenidos -dijo Erastre-, confío en que nuestro querido hermano Kim Debrel se encuentre bien y los tiempos le sean propicios.

– Kim Debrel se encuentra muy bien -dijo Silamo-, y tenemos el placer de enriquecer nuestro saludo más afectuoso y cargado de buenos deseos con el que él envía para vos y vuestra noble Comunidad.

Ígur no sabía nada de comunidades, y se inclinó con inquietud.

– ¿Qué os ha parecido Bracaberbría? -prosiguió Erastre, sin presentar a los demás, que mantenían una atención respetuosa y callada-; en fin, lo que queda…

– Llegamos directamente al Aeropuerto de los Pantanos, y sólo hemos paseado por las islas mayores y el centro antiguo -explicó Silamo.

– Claro -dijo Erastre-, si hubierais querido salir lo teníais difícil. El peral espinoso ha bloqueado más de un setenta por ciento del perímetro, ¡pero de todas formas tampoco hay adonde ir! -se rió-. Ya sabéis a qué me refiero, supongo. -Ígur no lo sabía, y no quería pasar por alto otro sobreentendido. Erastre lo miró sin curiosidad, y le dio una explicación-: La proliferación del peral espinoso proviene de un experimento botánico propiciado por la Apotropía de Juegos del Imperio, la Apotropía de los tiempos en que el Imperio estaba en el Imperio, es decir, en Bracaberbría. -Se echó a reír y todos los demás se sumaron, como si hubiera tenido una salida muy aguda, salvo Ígur y Silamo, que no llegaron más que a la cortesía de descomponer la neutralidad de la expresión facial-. Se trataba de reproducir el Laberinto recién conquistado, en versión reducida y con elementos vegetales, como si se tratara de un jardín de sorpresas; el problema era que los que no encontraban la salida acababan por estropear las cercas de tuyas o las columnas de boj, y como la Ley del Laberinto prohibe expresamente reproducir los canónicos con construcciones perdurables, el Departamento de Genética Botánica preparó un peral bulboso que resistiera hachas, artillería ligera, incluso un láser de baja potencia, que es lo máximo que un ciudadano puede llevar al hombro por ahí, y con ese vegetal construyó la reproducción del Laberinto en la costa Este del Oybiris, justo antes del inicio del Delta. Dos años más tarde, hubo un conflicto de atribuciones entre la Comisión de Mantenimiento y el Departamento de Genética, y la Apotropía de Juegos lo resolvió cancelando un setenta por ciento de los presupuestos para seguimiento de la evolución del nuevo individuo, con lo cual el peral sufrió una mutación inesperada, y cuando se quiso reconducirla, se reprodujo el conflicto, esa vez entre la Apotropía de Juegos y la Mayoría de la ciudad de Bracaberbría; el Departamento de Genética Botánica eludió responsabilidades alegando incumplimiento de contrato por el asunto de los presupuestos, y su filial, la Comisión de Mantenimiento, se desentendió por el mismo motivo y porque la Apotropía, según ellos, había impuesto su criterio en cuestiones que no le correspondían; el litigio se alargó meses y meses, y el peral, mutando a espinoso, crecía en progresión geométrica sin que nadie lo detuviera; finalmente se pactó un presupuesto para afrontar el problema, pero por culpa de los aplazamientos se encontraron con que en el momento de aplicarlo estaba totalmente desbordado por el crecimiento, y, con el inconveniente de que la Mayoría de Bracaberbría se negaba a reconocer los arbitrios designados por el Imperio, se tuvo que renegociar y, finalmente, que imponer un nuevo aumento del presupuesto, que de nuevo resultaba insuficiente a la hora de gastarlo, hasta que se llegó a un punto en que el peral había crecido tanto que el esfuerzo social necesario para eliminarlo superaba el déficit de la ciudad de Bracaberbría; en cualquier caso, el peral crece más deprisa que el tiempo necesario para controlarlo con un esfuerzo razonable. En una palabra: el peral puede destruirse si se quiere, pero no sólo resulta más caro de lo que valen los terrenos correspondientes, sino que hacerlo sería a costa de arruinar cincuenta veces al Imperio. Actualmente, la superficie que ocupa es casi el doble de la de la urbe de Bracaberbría, y ha topado con sus límites naturales: el mar, la selva y el desierto; contra el mar y el desierto no puede hacer nada, a la selva dicen que comienza a ganarle batallas, pero el resultado de la guerra aún está por ver; tiene un cuarto límite natural, sobre el que hay diversas teorías, que es la propia ciudad de Bracaberbría; en el margen Este del río y en la isla central dicen que ya ha cubierto más de doscientas manzanas. Ignoro cuál es el estado de la cuestión ahora, pero si les interesa, el coronel Iazata se lo puede explicar, él dirigió durante un tiempo las milicias autónomas de detención del peral.