Hubo carcajadas.
– El caso es -prosiguió Iazata- que enseguida empezaron los impagos a ganadores, con el desorden social consecuente: bandas de afectados asaltando las salas y destruyendo las instalaciones, procesos a los empleados por distraer los fondos de las cajas de las máquinas antes de cargarlas, o por embolsárselos una vez registrados, y a partir de entonces el inicio de la decadencia del Juego.
– La discusión de fondo -dijo Erastre- ha beneficiado mucho al Hegémono para arrebatar poder con el impulso de la famosa reforma institucionaclass="underline" ¿cuánto vale un hombre?, ésa era la cuestión, y la respuesta es la verdadera ideología sobre la que se asienta el Imperio. Distinguimos entre valor activo y valor pasivo. Valor activo: cuánto vale, en términos mercantiles, la persona, en tanto que resultado de la división entre el presupuesto que se dedica a 'a materia humana del Imperio y el número de individuos; así se obtiene una cifra determinada que sin más referencias no clarifica nada, y que, corregida con el coeficiente comercial pertinente, es lo que tendría que pagar por un hombre un hipotético comprador, en caso de que un hombre fuera explícitamente una mercancía, al margen de que en otros términos no deje de serlo. Valor pasivo: cuánto está dispuesto a gastar el Imperio, siempre como promedio, para evitar la destrucción de un hombre, en la misma medida en la que invierte para salvar un puente, pongamos por caso, una carretera, o lo que sea; en ese caso dependerá del hombre; el promedio del conjunto de la población está ligeramente por encima de uno, pero es gracias al enorme potencial que el Imperio dedica a la preservación de unos cuantos, el Emperador por encima de todos, lo que ocasiona que el resto quede por debajo, y la práctica ha obligado a reconsiderar los términos del cálculo. Hoy en día, finalmente, la cifra concreta de cada cual, por supuesto no accesible para el público en general, se cuantifica a través de una complicada fórmula matemática que, integrando factores esenciales o circunstanciales, por ejemplo edad, bienes producidos, estado de salud y excedentes en la profesión, establece una proporción entre lo que el Imperio pagaría por salvarle la vida y lo que pagaría por eliminarlo. Como el valor negativo de la mayoría es mayor que su potencial social, y, por supuesto, pecuniario, para evitar que los destruyan de oficio no les queda más remedio que el Juego, que de esa forma actúa como impuesto pasivo, no tan sólo desde el punto de vista económico, donde aporta diez veces más activo que los impuestos indirectos y directos, sino sobre todo sobre el excedente de población.
– ¿Heroísmo de consumo? -rió Ivana-; ¿convertirte en un héroe por cien créditos y solucionar un mes de vida? Quizá sí sea ésa la trampa con la que el Imperio recupera gastos. Nunca lo hubiera conseguido por decreto.
– De ahí surgió la controversia -dijo Iazata-, porque los baremos del Juego tasaban una vida humana muy por encima de su valor real, y el mercado oficial no lo ha resistido. -A Ígur se le apareció la imagen del mimo vagabundo instalado en el portal de su casa, un hombre ya bastante viejo y maltrecho, que dormía a la intemperie en la más completa indigencia-. De ahí que los verdaderos jugadores tengan que organizar privadamente las timbas valiéndose más de la imaginación que de grandes presupuestos. En otro momento -se dirigió a Ígur y Silamo- ya os contaré alguna.
– El problema práctico con que topa desde hace tiempo la inacabable reforma de Ixtehatzi -dijo Erastre- es la destrucción real del sentimiento de la imagen colectiva, que excede los propósitos del político histórico, y el anhelo retrógrado de la población, que está mucho más lejos en sentido opuesto, y en ese caso el punto medio no sirve. ¿Mantener los Juegos? Imposible tal y como están: potenciarlos o suprimirlos, y ésa es la paradoja, porque tampoco es posible ni una cosa ni otra. ¿Añadir poder al Gran Cuantificador? Muy bien, pero ¿qué pasará cuando estos señores resuelvan el Ultimo Laberinto? ¿Tensar al individuo entre el Cuantificador y las Demeterinas? Más valdrá cortarse las venas que presenciarlo y, sin embargo, ya nos han atrapado los tiempos en los que las características del pasado se ven no ya como anacronismos, sino como ambigüedades difíciles de situar. ¿Qué opináis del asunto de las Demeterinas?
– Cuando se tiene el control del mercado no hay más remedio que asumir el enriquecimiento material como una carga de autoridad moral, y actuar en consecuencia -dijo Ígur con solemnidad.
– Eso está bien -dijo Iazata-; ¿y respecto a la propaganda?
– Una buena manera de ridiculizar a los enemigos es reducir a esquemas primarios sus pensamientos, atribuirles visceralidades y crispaciones irresolubles, intenciones dogmatizantes -prosiguió Ígur, con la vaga esperanza de que si detrás de esa reunión estaba La Muta, alguien saltaría, pero no fue así, quizá, pensó, porque estaban demasiado acostumbrados a los Juegos en los que es vital no mostrar las bazas; sólo Erastre sonrió.
– Volviendo a las Demeterinas, ¿sois partidario del control o de la liberalización? -Ígur vaciló-. No hace falta que contestéis, no vayáis a creer que os queremos comprometer. Únicamente quiero que no olvidéis que habéis emprendido un camino en el que no sólo tendréis que bregar con enigmas poéticos o geométricos, sino que también se encuentra imbricado el problema del control de un cierto tipo de recursos en los que, por desgracia, la política tiene un peso muy importante, y no creo que, por sabio que sea Debrel, os resulte posible manteneros al margen. Por cierto -se encogió de hombros-, no entiendo por qué os ha enviado a visitarnos; yo, al menos, no tengo nada que añadir a sus enseñanzas, y me atrevería a decir que en el aspecto técnico no tiene interlocutor en todo el Imperio.
Ígur se reafirmó en la idea de que la visita a Bracaberbría tenía una dimensión política. ¿Había que estar a buenas con La Muta? Debrel podía haber sido más explícito. Miró a Silamo con desconfianza. ¿Colaborador o vigilante? Pero Debrel no parecía el más insondable de todos.
– Debrel es un genio, ciertamente -dijo Ivana, con mirada evocadora.
– ¿Un genio? -dijo Erastre-. La idea de genio está reñida con la materia ética que preside la resolución del Laberinto. Se puede hablar de un pianista genial, de un matemático, hasta de un estratega militar o financiero, y casi propiamente de un criminal, y en todos esos casos se revela claramente que la conciencia de la contemplación del genio comporta algo que, siendo susceptible de contraste, y por lo tanto de confrontación, es en esencia no cuantificable, en el sentido en que nadie se referirá nunca a un moralista como genial, dando con ello la población parlante cuenta de hasta qué punto está poco predispuesta a recibir sorpresas en dicha materia. Debrel es un genio de la deducción positivista, pero tendrá que abandonar tal facultad cuando llegue al corazón del Laberinto -miró a Ígur-, y a vos también os convendrá olvidar que sois un espadachín invencible -miró indefinidamente adelante, como hablando para sí-; no podréis olvidarlo, y después os lamentaréis, cuando ya no habrá tiempo.
Erastre ofreció una cena a sus huéspedes, al final de la cual se retiró a reposar en nombre de los recursos y las prerrogativas de la edad, brindando, sin embargo, a los demás la posibilidad de alargar la tertulia en el salón, gentileza amablemente rehusada por Iazata y por Ivana, que propusieron a Ígur y Silamo que se apuntaran a una fiesta privada en casa de unos amigos; Ígur iba a decir que no, pero Silamo se le adelantó.
– Aceptamos con mucho gusto -dijo.
Iazata e Ivana llevaron a los invitados con el transporte a través de la inacabable y agonizante estepa urbana de Bracaberbría, donde los reductos habitables eran islas en medio de un océano de abandono y miseria, hasta otro Palacio, más lujoso que el de Erastre y, bajo una masa de magnolias con madreselva, mimosa y heliotropo, casi invisible para el peatón no avisado. Allí se celebraba una orgía ya medio empezada, en ese punto indefinible entre la indecisión indolente de unos, la impaciencia de otros y el afán de organización de la anfitriona, una tal Tálela, que, aunque sin duda más joven, no resistía la comparación con Madame Conti.