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– Adelante, mensajeros del Imperio -dijo-, estáis entre amigos.

– Yo no diría tanto -dijo un viejo maquillado-, estáis entre actores.

Taleia les presentó a dos mujeres en una fase también ambigua de embriaguez.

– Destoria y Fornesdipra. -Y señaló a la rubia y a la morena, que a Ígur le recordó a Sadó por el físico, y por los movimientos a una buena amiga de Cruiaña.

Se intercambiaron las cortesías de rigor, y la tal Destoria se puso a contar desaforadamente los problemas que la Mayoría de la ciudad le estaba ocasionando por unos impagos de impuestos.

– ¿Es que ahora el Imperio tiene acceso directo a los créditos particulares? -repetía una y otra vez-; que sepan lo que haces, pase, pero que te roben las reservas, ¡por ahí no trago!

– Debes haber transgredido las leyes fundamentales de la convivencia -dijo Iazata con una sonrisa perversa.

– ¿Cuáles son? -preguntó ella levantando la cara.

– Te guardarás de proferir mirada de ira alguna que no provenga del celo -dijo Fornesdipra, poniéndole una mano en el muslo a Ígur-, te guardarás la apoteosis de los labios si no es para impulsar más sangre, te guardarás de enseñar a los niños grandes falos arrebatadamente succionados por opulentas mujeres perdidas ardientes de espasmos, sudores y gemidos, te guardarás la avidez que sólo lleva a la brevedad -Destoria la interrumpió de una carcajada-, no permitirás que el más impotente se quede ni siquiera las migajas…

– ¿Queréis que juguemos? -intervino Madame Taleia.

Ígur se separó y dio una vuelta por la sala, un espacio distribuido en tres naves desangeladas, partidas por columnas de hierro que soportaban un techo de madera a unos cuatro metros, perdido en una maraña de madreselvas y plantas tropicales que desprendían olores y humedades sofocantes, mezclados con otros sobre cuyo origen más valía no indagar. Iazata, tal y como había prometido, explicaba las características de un Juego, con la rubia Destoria sobre sus rodillas.

– Es una variante poética del Juego de la Confianza del Lobo: cuatro jugadores en cabinas aisladas tienen la opción blanco o negro: si todos eligen blanco, obtienen cinco mil créditos cada uno; si alguien elige negro, independientemente de lo que hayan elegido los demás, tendrá la obligación de jugar a un sexto de posibilidades de muerte por electrocución contra cinco sextos de una ganancia de mil créditos, y los que hayan elegido blanco serán electrocutados de inmediato. La estadística mostraba un elevado porcentaje de jugadas en las que, por intuición de gato viejo, o a saber por qué, hay quien afirma que por acuerdos fraudulentos, todos los jugadores escogían lo mismo, o blanco o negro, y se resolvió introducir, como quinto jugador, un factor aleatorio de un tercio de posibilidades de negro y dos tercios de blanco, pero entonces los jugadores optaban sistemáticamente por el negro, y se inventó la variante poética, que obliga un poco más a la imaginación: se explica una historia sencilla, normalmente extraída de los antiguos, basada en los grandes sentimientos elementales: triángulo amoroso con alcahueta tendenciosa, dos parejas intercambiadas, hija y padre y tres pretendientes, en fin, cualquier cosa, y por sorteo se le adjudica un personaje a cada jugador; el texto contiene en forma de enigma, y también como conclusión moral, por lo tanto con dos caminos válidos para encontrar la pista, la postura adjudicada a cada personaje, blanco o negro, y el jugador tiene que escoger en un tiempo limitado; de ahí resulta una matriz de posibilidades mucho más rica, basada no tan sólo, como antes, en el contraste entre personajes, sino con posibilidades de re-salvación o re-condena en caso de coincidir cada cual con su color adjudicado; así la elección tenía de entrada cuatro posibilidades: que el jugador al que le había correspondido personaje blanco eligiese blanco o negro, por lo tanto que acertara o fallase, y lo mismo correspondiéndole negro; en caso de acierto en blanco, el personaje se salva, pero se va sin una perra con independencia de lo que hayan conseguido los demás; los personajes negros pueden ser desde uno único hasta todos; el que lo es y lo acierta salvará la vida y obtiene la muerte de todos los que se hayan equivocado; para obtener los cinco mil créditos tendrá que esperar a un error propio y que al menos uno de los demás se haya equivocado (siempre, por supuesto, que ningún negro haya acertado, porque en ese caso moriría en el acto), y entonces tendrá la obligación de jugárselos a muerte a un cincuenta por ciento, y a un diez por ciento si todos los demás han acertado pero ninguno con negro.

– ¿Y si todos aciertan? -preguntó Ígur.

– Era difícil que todos acertasen; entonces se repetía el Juego con diez mil créditos de premio a la jugada, pero con una historia mucho más complicada y con la mitad de tiempo para resolverla.

– Demasiado difícil -dijo Madame Taleia-, creo que nunca me metería en algo así.

Iazata rió.

– Los Juegos de ahora son una bagatela comparados con los de la vieja escuela gulkuriana de los Pantanos. Hay que ir a los Palacios de los Duques arruinados de Eyrenodia para encontrar a alguien que aún sea capaz de construir un Metajuego Gnomónico.

– ¿Queréis decir basado en proyecciones astrales? -preguntó Ígur.

– Quiero decir regido por un canon dinámico, generalmente la mediana y la extrema razón. Las reglas del Juego también forman parte de ese canon, la combinación de los resultados anteriores confecciona las reglas de cada jugada, hasta un grado de expresión y complejidad inimaginable. Las leyes generadoras de normas y sus relaciones con las jugadas, a través de correspondencias que asimismo establece y modifica el Juego y lo ponen en relación con características intrínsecas modificadoras que el jugador ha de tener presentes en todo momento, se designan las unas como Jefes de Ahrimán, es decir los Planetas, y las otras como Jefes de Ormuz, por lo tanto los Signos del Zodíaco, y responden a codificaciones de series que siguen espirales logarítmicas de diversos órdenes, generalmente relacionadas homotéticamente entre sí, y sujetas al grado de aleatoriedad establecido en las premisas, aunque, como todas las demás leyes, modificable a lo largo del Juego, y en cualquier momento cuantificables las posibilidades, que aumentan en exponencial, con un polinomio no determinista.

– ¿Cuál era el objetivo? ¿El placer intelectual? -preguntó Ígur.

– Por encima de todo estaba -dijo Iazata- la idea de obligar al jugador a una cultura, a unos conocimientos de la tradición y a un poder adquisitivo que descartase de entrada a cualquiera que no fuera un Príncipe o un alto dignatario, de Agon para arriba. Y, una vez el Juego en marcha, el efecto de las normas era de una complicación tal en la defensa frente a factores imprevistos y, por lo tanto, en la modificación de estrategias, que hacía casi imposible la estabilidad de relaciones de confianza. La esencia del Juego llevada a las últimas consecuencias.

– ¿Te acuerdas del gran jugador de confianza? -le preguntó Ivana a Iazata.

– ¡Claro! -dijo el Coronel-. Tenía un no sé qué furioso de femenino. -Destoria le metía mano por los pantalones.

– Imposible -dijo Fornesdipra-, le gustaban las mujeres más que nada.

– He dicho femenino, no homosexual, que es muy diferente. -Y desnudó a Destoria a tirones, físicamente incómodo por las manipulaciones a que ella le sometía-. Se complacía fingiendo que era una mujer, proyectando en el Juego esa imagen embriagada y desnuda ante los espejos, labios jóvenes y piel enjoyada, luz propia tras ventanas entreabiertas, o en playas de septiembre abrazada a otras mujeres exuberantes y ágiles como ella, multiplicando la sensualidad con un poco de frío y un poco de miedo -y quedaron en primer término los grandes pechos de Destoria, con aros en los pezones-, como en el Juego, precipitándose como la espera del resultado dentro de la cabina con tactos inusuales de pies y brazos, acariciándose hasta desfallecer.