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Después de un silencio, Ígur se rió.

– ¿A quién se le ocurrió? ¿A los de la Apotropía de Juegos?

Debrel se rió.

– Se trata de ser selectivo. Una vez sabes con qué juegas, cada decisión tiene un valor difícil de trivializar; y eso es tan sólo el principio. Todo el Laberinto está formado por trampas mortales.

– Entonces -dijo Silamo-, se trata de encontrar la selección de estrellas o astros que activen el mecanismo.

– Entiendo que si las estrellas no son las adecuadas, se vaya todo al agua, pero ¿y si está nublado? ¿O está parcialmente nublado, y una de las estrellas está oculta? -preguntó Ígur.

– La luz de la totalidad de las estrellas mantiene la Puerta cerrada, y la interrupción de todas las estrellas también; cuando hay nubes -dijo Silamo-, el mecanismo fotosensible se complementa con un sensor de radiaciones que actúa de la misma manera.

– Hay quien sostiene -dijo Debrel- que a ese tipo de mecanismos ya no se les hace responder a estímulos reales, sino que se superponen a una grabación digital que sustituye el efecto, precisamente para evitar que una nube interfiera en el momento preciso, que pase un pájaro o un helicóptero, lo que, aunque la probabilidad sea del orden de milésimas sobre cien, no deja de ser imposible -rió-; pero yo creo que no es así, que el mecanismo funciona de verdad con los agentes reales exteriores.

– Se trata -dijo Silamo- de descubrir qué abre la Puerta, es decir, cuáles son las estrellas, si es que lo son, en qué posición se encuentran, por lo tanto a qué hora, y en qué disposición se han de situar en el disco para activar el mecanismo; para todo eso necesitamos saber la forma que tiene la matriz de recepción y también en cuál de las dieciséis ranuras hay que poner el disco para que la proyección llegue correctamente.

– La intuición me dice que vamos por buen camino -dijo Debrel, y se disponía a proseguir cuando el sello de Ígur emitió una señal, y Guipria le ofreció el Cuantificador.

– Habla desde abajo, si quieres -le dijo, pero Ígur recibió el mensaje allí mismo.

– El Jefe de Ceremonias de la Cabeza Profética me hace saber que Frima ha emitido otro augurio para nosotros.

Debrel sonrió.

– Perfecto, justo a tiempo. El primer poema era un indicio. El de ahora seguro que lo aclarará.

– O acabará de volvernos locos -dijo Guipria, y todos se rieron.

– Ve, no los hagas esperar -dijo Debrel a Ígur-, Silamo y yo estudiaremos lo que tenemos; podríamos encontrarnos mañana por la tarde para tener una sesión a fondo.

Sadó acompañó a Ígur hasta la puerta y la abrió, permaneciendo después en una postura perfecta para que él, al salir, la rozara. La rozó, sin querer pensar en la oportunidad de entretenerse ni en la inocencia de los propósitos de la bella cuñada, y se dijeron adiós con una precipitación sospechosa. Por la calle, un pesar ya demasiado localizado perseguía a Ígur, que como sensación de lo inevitable comenzaba a soportar entre los caprichos de la memoria la envenenada presencia de los ojos de Sadó.

En la Anagnoría de la Cabeza Profética, Ígur fue directamente conducido al despacho del Maestro de Ceremonias, que lo recibió con esa amabilidad meliflua que, una vez conocida y más delicadamente apreciada, no dejaba de parecer demasiado fácilmente transformable en dureza despiadada. Ígur acabó de ponerse en contra de aquel individuo, y se complació, durante los saludos, imaginándose descuartizándolo con un hacha.

– Espero que vuestras gestiones para el Laberinto progresen a buen ritmo -dijo el Maestro de Ceremonias finalmente.

– No os quepa ninguna duda.

Ígur se encontraba a disgusto, y procuró que el Maestro fuera al grano.

– Aquí tenéis el mensaje que la Cabeza ha emitido para vos y vuestros propósitos -dijo el dignatario, y le dio un papel.

Ígur leyó:

Yo y el Piloto en la Estrella,

Y los Contrarios se han de alejar,

Enfrentados todos al Guardián:

Coge al que huye de la más Bella.

– ¿Esta vez no hay mayúsculas? -preguntó, pensando en el significado de que la estrofa fuera formalmente más sencilla que la anterior.

En cada gesto y en cada entonación daba a entender la consideración que la Cabeza Profética le merecía, y el Maestro de Ceremonias enfrió su cortesía.

– Confío en que aunque no estéis en disposición de apreciar los beneficios de una profecía proporcionada a tiempo, el tiempo y las circunstancias os llevarán a ello.

Ígur se precipitó a hablar sin haber decidido si se las tenía que ver con un reproche más o menos inofensivo, con una advertencia o con una amenaza.

– Me gustaría saber -increpó- qué vendéis exactamente. ¿Creéis en lo que vendéis? Si no os lo creéis, lo que sería la única opción sensata que se me ocurre, ¿cómo podéis dormir sabiendo que os hacéis rico con la sangre de los imbéciles y los desesperados?

El Maestro le sorprendió con una carcajada; pero su mirada se había vuelto durísima.

– ¿Desde cuándo os preocupa la sangre de los imbéciles y los desesperados? -cambió de tono-: creo que sois el menos indicado para cuestionar los aspectos morales de mi deontología. ¿Por qué no os preguntáis por la vuestra? ¿Qué mejora del mundo habéis emprendido? ¿A quién darán de comer vuestras aventuras?

Ígur sintió aguas pantanosas bajo sus pies.

– Yo nunca he pretendido iluminar la vida de nadie, nunca he dicho que mi actividad guiará a las conciencias por el buen camino. No necesito gratificarme sintiéndome un hombre bueno, ni dignificarme prestándole un servicio a nadie más que a mí mismo, lo cual no sé, ni me interesa, si me dignifica o no. Tampoco tengo ningún interés en cuestionar vuestro negocio, pero este procedimiento de transmisión de datos insulta mi inteligencia. ¿Por qué no me los envían por correo?

– ¿Por qué creéis que no? -dijo el Maestro, ya con dureza declarada-. ¿Porque el Imperio ha de mantener a los dignatarios que no son capaces de trabajar? ¿Porque la sensibilidad de los gobernantes está tan embotada que ya no son capaces de impedir la proliferación de cargos a los cuales la población nunca será capaz de encontrarles utilidad, y que los que los ocupan se mueren de risa porque saben que sólo sirven para llenarles los bolsillos a manos llenas? ¿Para haceros creer que la Administración es un servicio, os parece que no se nos ha ocurrido nada mejor?

Ígur se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, pero dar muestras de debilidad le pareció una incitación al desprecio institucional y una invocación al desprestigio.

– ¿Sabéis a qué destinaría yo vuestra Cabeza Profética? -dijo-. A atracción barata de feria.

El Maestro le dirigió una mirada de desprecio.

– ¿Imagináis que es la primera vez que oigo algo así? ¿Qué os creéis que estáis haciendo ahora mismo? ¿Probando hasta qué punto sois necesario para entrar en el Laberinto? ¿Jugando a haceros matar por un funcionario resentido? -Sonrió y lo miró fijamente, y de repente a Ígur no le pareció servil y rastrero, sino poderoso y magnífico-. Creedme, concentraos en la resolución del Laberinto, trabajo os queda, y si vuestra actitud general está de acuerdo con la que habéis exhibido aquí, os queda mucho camino por recorrer.

Y dio la entrevista por acabada, dejando a Ígur con la duda de si había valido la pena granjearse un enemigo por una necesidad casi física de lo que entonces le parecían principios y quizá algún otro día encontraría tan sólo gratuito y absurdo.