– Si creyera que voy a morir no me habría dado tanta prisa, ¿no crees? -dijo sonriendo.
Mongrius observó aquellas facciones, que reflejaban cierto aire melancólico y a la vez proclive a la atrocidad; no podía olvidar la humillación que había sufrido en la Equemitía, y sus sentimientos se debatían entre una noble (y también guiada por una lógica elemental de la estrategia) esperanza en el triunfo, y un irreconocido deseo secreto de ver al intruso implorante y vencido; pero los celos son una de las peores lacras del Caballero, y Mongrius procuró desterrar los malos pensamientos.
– Te deseo un triunfo incuestionable y rápido -le dijo de todo corazón.
Ígur le respondió con una inclinación de agradecimiento, y el Ayudante de Protocolo les anunció que quedaba un minuto para el Combate.
La Sala de Juicios de la Apotropía de la Capilla era una pieza rectangular, de veintiuno por un poco menos de treinta y cuatro metros, un extremo ocupado por las sillas del público, y el otro por la Plataforma cuadrada de Combate, sobre la cual se cernía una cúpula dorada que se proyectaba en toda la amplitud del espacio, y de donde provenía la iluminación que, insuficiente, era reforzada por un cincho de antorchas colgadas a media altura de las paredes. La asistencia la formaban unas quince o veinte personas, todas ellas Caballeros de Capilla, a quienes Ígur, consciente de ser el blanco de la curiosidad, resistió la tentación de mirar detenidamente por temor a que la frialdad de sus ojos pudiera arredrarle. Desde un estrado opuesto a los espectadores, presidía el acto el Secretario de la Capilla (el Apótropo estaba ausente de Gorhgró), con la presencia destacada de Dimitri Malduin, el Agon de los Meditadores (superior del aspirante Lamborga), cuya presencia había sido objeto de una larga controversia protocolaria, ya que un Agon ostenta mayor categoría que un Secretario de Apotropía, pero las reglas de la Capilla establecen un rango en que se salta sin fisuras del Emperador al Apótropo, del Apótropo al Secretario, del Secretario a los Caballeros de Capilla, y de ahí a las jerarquías habituales; al final la cuestión se había resuelto con una altura compartida de la cátedra, con el Secretario en el centro y el Agon a su derecha; completaba la presidencia, al otro lado del Secretario, y en representación de la opción de Ígur, Peer Ifact, su protector. Uno de los laterales de la estancia estaba ocupado, en toda la amplitud de la zona de la plataforma, por un gran espejo de una sola pieza.
Cuando los competidores hubieron entrado en el recinto acompañados por los Ayudantes de Protocolo, el Juez ocupó su sitio en el lateral frente al espejo, y tras una señal del Secretario de la Capilla y con la concurrencia en perfecto silencio, se les dirigió con solemnidad.
– Hoy es un día de alegría, como los son todos aquellos en que nuestra Capilla se ve aumentada con un nuevo Caballero -miró a ambos intensamente; Ígur se esforzó en ver la cara del Agon, el personaje de más alta jerarquía que había visto jamás, pero el contraluz de las antorchas se lo impedía-; que ningún pensamiento más que la pureza de vuestra victoria haga mella en vuestro espíritu, porque estáis aquí para ganar, y a pesar de que la vida, efectivamente, obrará que uno gane y otro pierda, la propia vida decidirá más tarde si el que hoy gane habrá perdido, y si habrá ganado el que pierda, tanto si conserva la vida como si nó -hizo una pausa y bajó el tono-; en todo triunfo hay la tumba de una esperanza; las fobias nacen de derrotas, las filias de moratorias. -Hizo una nueva pausa, y alzó el brazo izquierdo en dirección a la plataforma-: Tomo Poniente para mí, y me dirijo al Este; a mi escudo el Caballero lila Kuvinur Lamborga, a mi lanza el Caballero amarillo con marco y horizonte negros Ígur Neblí. Tomad vuestras posiciones. -Cuando se hubieron situado, el Juez prosiguió-: La vida tendrá hoy tres determinios, y la ofensiva corresponde al Caballero lila; el vencedor dispondrá de todas las prerrogativas. -Esperó a que los contrincantes se preparasen para el primer asalto y, una vez tocados con las medias máscaras, última fase del ritual, pronunció la fórmula exclusiva de la Capilla para abrir el Combate-: ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
Ígur adoptó la posición de defensa, y Lamborga se mantuvo en perfecta inmovilidad. Ígur lo observó con detenimiento; era bastante más alto que él, y una cabellera larga y rubia le asomaba bajo la máscara trapezoidal de color lila ribeteada en oro; aquello no era un ejercicio de prueba en un despacho de la Equemitía, ni tan siquiera un Combate de Acceso a Caballero de Pórtico con armas ficticias; allí estaba en juego la totalidad de su futuro. Ígur recordó las indicaciones de sus maestros sobre los peligros de la excesiva complacencia en la contemplación del adversario, en la absorción y la descarga de fuerzas que puede devenir de la fascinación del riesgo, de los vaivenes emocionales que provoca.
Los extremos de las espadas se tocaban sin presión, Ígur comenzó a inquietarse. Los segundos pasaban, y Lamborga no se movía; si el primer asalto transcurría sin figura ni resolución, el segundo determinio no sería de tres minutos, sino de dos, y el tercero de uno; Ígur adivinó que su rival esperaba un Combate corto y había optado por menospreciar la figura en favor de la resolución. Ígur esperaba el gong del primer minuto, momento a partir del cual el lila perdería la ofensiva si no la había ejercido, pensando que entonces sería su momento de atacar; pero tres segundos antes del término, Lamborga atestó una estocada fulgurante en el cuello de Ígur, quien, totalmente sorprendido, la atajó con la espada y echándose hacia atrás, ni una defensa ni otra fueron lo bastante contundentes y el arma del contrario ensartó la máscara y se la llevó clavada; del impulso, los contrincantes dieron un giro de ciento ochenta grados y quedaron enfrentados con las posiciones intercambiadas.
– ¡Deteneos! -gritó el Juez; la regla establecía que no se podía combatir desenmascarado, y señaló la espada del lila.
Lamborga libró la máscara de Ígur del extremo del arma, con lentitud calculada, y se la alargó con el brazo extendido; ambas espadas apuntaban al suelo; la mejilla de Ígur presentaba un corte finísimo, en donde se dibujaba un hilo de sangre; el amarillo recuperó su máscara y se cubrió, sin que mediara palabra entre ellos.
– Retomad posiciones -indicó el Juez-; prosigue el Combate a partir del inicio del segundo minuto del primer determinio; se mantienen las prerrogativas y la ofensiva queda abierta; ¡que continúe siendo lo que tiene que ser!
Los rivales volvieron a ponerse en guardia, y cuando Lamborga repitió su inmovilidad, Ígur hizo un esfuerzo por ordenar sus ideas; la ofensiva era ahora libre, y trató de imaginar los procesos mentales de su rivaclass="underline" ¿Imaginar que el adversario no le creería capaz de volver a esperar un minuto, y esperarlo? ¿Imaginar que él se haría esa misma reflexión, y atacar en una fase intermedia? ¿O bien esperar el ataque, confiando en que un Caballero poco experimentado no osaría repetir una estrategia de defensa que había estado a punto de costarle tan cara? A los cuarenta segundos, el lila movió lentamente los garfios, y cuando Ígur tenía ya preparada la piel de león, le esperaba en la segunda planta, y le ofrecía un punto voluntario, sin mudar por ello a posturas diagonales. Ambos sabían que el Combate no radicaba en la mano derecha, y en un contacto exterior de las espadas, Lamborga forzó dicho contacto para obligar a su adversario a volverse, y en ese momento le lanzó los garfios de revés con todas sus fuerzas; Ígur no tenía tiempo de darse la vuelta, ni podía agacharse si no quería quedar a merced de la espada del rival, así es que, consciente de la desventaja, opuso la pelta también de revés, y armas y defensas se trabaron un instante para soltarse, con imprevisibles consecuencias, de un tirón; Ígur sintió el extremo de los garfios en el antebrazo, y se felicitó de que la piel de león fuera más tupida de lo que parecía; pero al destrabarse, la defensa del lila se la arrebató, Ígur quedó tan sólo con la espada en la mano. Por suerte, los garfios no eran un arma de demasiada utilidad con una piel de león ensartada, y cuando Lamborga inclinó su espada al suelo, el amarillo, transitoriamente aliviado, hizo lo mismo.