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– ¡No estoy helado!

– Tus dientes están castañeteando.

– ¡No es cierto!

– Maldita sea, chico, son las tres de la mañana, he perdido doscientos dólares al póker esta noche y estoy malditamente cansado. Ahora quítate esa asquerosa ropa de modo que podamos irnos a dormir. Puedes quedarte en la habitación de Magnus esta noche, y no quiero saber nada de ti hasta el mediodía.

– ¿Estás sordo, yanqui? Ya te lo he dicho. ¡No pienso quitarme mi jodida ropa!

Cain no debía estar acostumbrado a tener alguien haciéndole frente, y la severa línea de su mandíbula le dijo que debería haberlo matado de forma inmediata. Cuando él dio un paso adelante, ella corrió hacia la cesta de las manzanas, sólo para pararse en seco cuando él la agarró del brazo.

– ¡Oh, no vas a irte!

– ¡Deja que me vaya, hijo de puta!

Ella comenzó a retorcerse, pero Cain la sujetaba con fuerza del brazo.

– ¡Te he ordenado que te quites esa ropa mojada, y vas a hacer lo que te digo, para poderme ir a dormir de una maldita vez!

– ¡Puedes pudrirte en el infierno, yanqui! -ella se retorció otra vez, y trató de golpearle, pero sin mucho éxito.

– Estate quieto o te vas a lastimar -él la sacudió como advertencia.

– ¡Qué te jodan!

Su sombrero se le empezó a caer cuando notó que la levantaba en vilo.

Sonó un trueno, Cain se sentó en una silla de la cocina, y ella se sorprendió al encontrarse de pronto tumbada boca abajo sobre sus rodillas.

– Voy a hacerte un favor -su palma abierta cayó sobre su trasero.

– ¡Eh!

– Voy a enseñarte una lección que debería haberte enseñado tu padre.

Su mano bajó otra vez y ella gritó más de indignación que de dolor.

– ¡Basta ya, tú maldito y podrido bastardo yanqui!

– Nunca maldigas a la gente que es mayor que tú…

Él le dio otro manotazo duro, urticante.

– O más fuerte que tú…

Su trasero comenzó a arderle.

– Y sobre todo…

Los dos manotazos siguientes dejaron su trasero insensible.

– … ¡no me maldigas a mí! -la empujó de su regazo-. ¿Ahora nos entendemos o no?

Ella contuvo el aliento cuando aterrizó en el suelo. La furia y el dolor se arremolinaron como una neblina a su alrededor, nublando su vista, de modo que no lo vio inclinarse hacia ella.

– Vas a quitarte esa ropa -su mano agarró su camisa húmeda.

Con un aullido de rabia, ella se puso de pie.

El viejo tejido se desgarró en sus manos.

Tras eso, todo ocurrió muy deprisa. El aire frío tocó su carne. Ella oyó el débil repiqueteo de los botones cayendo en el suelo de madera. Bajó la mirada y vio sus pequeños pechos expuestos a su mirada.

– Qué en el…

Un sentimiento de horror y humillación la asfixió.

Él la liberó despacio y dio un paso atrás. Ella agarró los bordes rasgados de su camisa y trató de unirlos.

Unos ojos helados del color del estaño la miraban con detenimiento.

– Bueno. Mi chico de establo, no es un chico después de todo.

Ella se sujetó la camisa y trató de esconder su humillación detrás de la ira.

– ¿Qué diferencia hay? Yo necesitaba trabajo.

– Y conseguiste uno haciéndote pasar por un chico.

– Fuiste tú quién supuso que yo era un chico. Nunca dije que lo fuera.

– Tampoco lo negaste -él recogió la manta y se lo tiró-. Sécate un poco mientras consigo algo de beber.

Él caminó hacia la puerta de vestíbulo.

– Espero unas respuestas para cuando vuelva y no pienses en escaparte, eso sería un error aún mayor.

Después de que él desapareció ella tiró la manta y corrió deprisa hacia la cesta de manzanas para recuperar el revólver. Se sentó en la mesa para esconderlo en su regazo. Solamente entonces reunió los bordes de su camisa interior rota y los ató en un nudo torpe a su cintura.

Cain estaba ya de vuelta antes que ella comprendiera la inutilidad del resultado. Había desgarrado su camiseta interior junto con la camisa, y una profunda V le llegaba hasta el nudo en la cintura.

Cain tomó un sorbo de whisky y miró con detenimiento a la chica. Estaba sentada a la mesa, con las manos escondidas en su regazo, el suave tejido de su camisa perfilaba claramente un par de pequeños pechos. ¿Cómo no se había dado cuenta enseguida que era una chica? Esos delicados huesos deberían habérselo advertido, junto con esas pestañas que eran tan gruesas que podrían barrer el suelo.

La suciedad la había escondido. La suciedad y su lenguaje, por no mencionar su actitud beligerante. Qué tunanta.

Se preguntó qué edad tendría. ¿Catorce? Él sabía bastante sobre mujeres pero no sobre muchachas. ¿Cuándo comenzaban a crecerle los pechos? Una cosa sí estaba clara… ella era demasiado joven para vivir por su cuenta.

Él dejó en la mesa su vaso de whisky.

– ¿Dónde está tu familia?

– Ya te lo he dicho. Están muertos.

– ¿No tienes ninguna familia?

– No.

Su serenidad lo enfadó.

– Mira, una chica de tu edad no puede estar vagando sola por Nueva York. No es seguro.

– La única persona que me ha dado algún problema desde que estoy aquí has sido tú.

Ella tenía razón pero él lo ignoró.

– De todas maneras, mañana te llevaré con unas personas que cuidarán de ti hasta que seas más mayor. Ellos encontrarán un lugar para que puedas vivir.

– ¿Estás tratando de decirme que me vas a llevar a un orfanato, Major?

Lo irritó que ella pareciera divertida.

– ¡Sí, estoy hablando de un orfanato! Tú por supuesto no te vas a quedar aquí. Necesitas una casa para vivir hasta que seas suficientemente mayor para cuidar de ti misma.

– No creo que haya tenido demasiados problemas hasta ahora. Además no soy una niña. No creo que un orfanato acoja a una chica de dieciocho años.

– ¿Dieciocho?

– ¿Acaso estás sordo?

Otra vez ella había logrado impresionarlo. Él la miró con detenimiento por encima de la mesa… la ropa de chico andrajosa, un rostro y un cuello mugrientos, el pelo corto negro tieso por la suciedad. En su experiencia las chicas de dieciocho años eran casi mujeres. Llevaban vestidos y se bañaban. Pero nada en ella parecía normal en una chica de dieciocho años.

– Siento estropear todos tus agradables proyectos para un orfanato, Major.

Ella tuvo el descaro de sonreír satisfecha, y él de repente se alegró de haberle dado esos azotes.

– Muy bien, escúchame Kit… ¿o ese nombre también es falso?

– No, ese es mi verdadero nombre. Bueno, la forma en que todo el mundo me llama.

Su diversión se evaporó y él sintió un hormigueo en la base de la espalda, la misma sensación que tenía antes de una batalla. Extraño.

Él miró su mandíbula apretada.

– Sólo que mi apellido no es Finney -dijo ella-. Es Weston. Katharine Louise Weston.

Era su última sorpresa. Antes de que Cain pudiera reaccionar, ella estaba de pie, y le apuntaba con un viejo revolver del ejército.

– Hija de perra -murmuró él.

Sin retirar los ojos de él, ella se separó del borde de la mesa. La mano pequeña sujetaba firme la pistola que apuntaba a su corazón.

– No pareces muy contento con el giro que han dado los acontecimientos -dijo ella.

Él dio un paso hacia ella e inmediatamente se arrepintió. Una bala pasó a su lado rozándole la sien.

Kit no había disparado nunca una pistola dentro de una casa y sus oídos zumbaron. Notó que le temblaban las rodillas, y apretó más fuerte el revólver.

– No te muevas a menos que yo te lo ordene, yanqui -escupió ella más envalentonada de lo que se sentía -. La próxima bala te volará la oreja.

– Tal vez sería mejor que me dijeras de que va todo esto.

– Es evidente.

– Compláceme.

Ella odió el aire débil de mofa en su voz.

– ¡Es Risen Glory, tú malvado hijo de puta! ¡Es mío! Y no tienes ningún derecho a quitármelo.