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Ella se limpió los ojos y apeló a su dignidad.

– Tu comportamiento es infantil.

Él comenzó a reír solamente para ponerse serio cuando la miró dentro de la tina.

Entonces ella comprendió que había perdido la toalla. Levantó las rodillas para esconder su cuerpo.

– ¡Sal de aquí ahora mismo! – el agua comenzó a hacer pequeñas olas que rebosaban por el borde mientras ella trataba de recuperar la toalla.

Él comenzó a caminar hacía la puerta, parándose cuando llegó a ella.

Ella apretó las rodillas contra su pecho y luchó con la toalla empapada.

Él se aclaró la garganta.

– ¿Crees qué, uh, puedes terminar tú sola?

Ella creyó ver una especie de rubor extendiéndose por esos pómulos duros. Asintió, tirando de la pesada toalla.

– Te daré una de mis camisas para que te la pongas. Pero si encuentro una sola partícula de suciedad cuando hayas terminado, comenzaremos de nuevo otra vez.

Desapareció sin cerrar la puerta. Ella apretó los dientes, y se imaginó unos buitres comiéndose sus globos oculares.

Se lavó dos veces quitándose la mugre que había acumulado en los rincones y grietas de su cuerpo durante algún tiempo. Después se lavó el pelo. Cuando se convenció que ni la Virgen María podría encontrar ni una mota de suciedad en ella, se arriesgó a salir para coger una toalla seca, pero vio que alrededor de la tina estaban los cristales rotos dando el aspecto de un foso alrededor de un castillo medieval.

Esto era lo que pasaba por bañarse.

Maldijo mientras se envolvía la toalla empapada alrededor de su cuerpo, y gritaba hacía la puerta abierta.

– ¡Escúchame yanqui! Necesito que me alcances una toalla seca, pero ya puedes cerrar los ojos, o te juro que te mataré esta noche mientras duermes, te cortaré en trocitos y me comeré tu hígado para desayunar.

– Me encanta saber que el agua y el jabón no han estropeado ese carácter tuyo tan dulce.

Él reapareció en la puerta, con los ojos abiertos de par en par.

– Estaba preocupado por eso.

– Pues mejor preocúpate por tus órganos internos.

Él cogió una toalla de la estantería del cuarto de baño pero en lugar de pasársela como una persona decente, se quedó mirando los cristales rotos del suelo.

– "En todo el mundo, en el maravilloso balance de belleza y disgusto, se encuentran cosas malas y buenas." Ralph Waldo Emerson, por si acaso no reconoces la cita.

Sólo después de que él le hubiera pasado la toalla seca, ella se sintió fuerte para responderle.

– El señor Emerson también escribió, "Todo héroe se aburre al final de su carrera." Si no lo conociera mejor, pensaría que tú le inspiraste esas palabras.

Cain se rió entre dientes, de algún modo contento al ver que ella todavía tenía su espíritu. Era delgada como una potranca, todos brazos huesudos y piernas largas y flacas. Incluso la mata de vello púbico oscuro que había vislumbrado cuando se le había caído la toalla en la tina parecía de una niña.

Mientras se retiraba de la tina, recordó sus pechos jóvenes, con sus pezones como corales en punta. No le habían parecido tan inocentes. La imagen le puso incómodo y habló más bruscamente de lo que deseaba.

– ¿Te has secado ya?

– ¿Como voy a hacerlo estado tú ahí?

– Envuélvete. Me doy la vuelta.

– Eso es lo que estoy esperando, que te des la vuelta para que no pueda ver tu fea cara.

Enfadado se acercó a la tina.

– Debería dejar que salieras y caminaras por estos cristales con los pies desnudos.

– No podría ser más doloroso que aguantar tu engreída compañía.

Él la agarró en vilo sacándola de la tina y poniéndola de pie en el pasillo.

– He dejado una camisa mía en tu habitación. Mañana la señora Simmons te comprará algunas ropas decentes.

– ¿Qué consideras como ropas decentes? -dijo ella mirándolo desconfiadamente.

Él sabía lo que se avecinaba, y se preparó.

– Vestidos, Kit.

– ¿Acaso te has vuelto loco?

Ella pareció tan ultrajada que él casi sonrió, pero no era tonto. Era hora de apretarle las riendas.

– Ya me has oído. Y mientras yo esté fuera, harás exactamente lo que te diga la señora Simmons. Si le das cualquier problema, le daré órdenes a Magnus para que te encierre en tu habitación y tire la llave. Y te digo más, Kit. Cuando vuelva quiero oír que te has comportado como un ángel. Planeo dejarte con tu nuevo tutor vestida como una dama respetable.

Las emociones que pasaban por su cara iban desde la indignación a la ira pasando por algo que se parecía a la desesperación. El agua que chorreaba por las puntas de su pelo parecían lágrimas cayendo sobre sus finos hombros y su voz ya no era su bramido normal.

– ¿Vas a hacerlo de verdad?

– Desde luego que voy a buscarte otro tutor. Deberías alegrarte de ello.

Sus nudillos se le pusieron blancos mientras se sujetaba la toalla.

– Eso no es lo que quiero decir. ¿Vas a vender de verdad Risen Glory?

Cain se endureció a sí mismo contra el sufrimiento que veía en ese pequeño rostro. No tenía la menor intención de cargar con una plantación de algodón decadente, pero ella no lo entendería.

– No me voy a quedar con el dinero, Kit. Lo meteré en tu fondo fiduciario.

– ¡No me importa el dinero! No puedes vender Risen Glory.

– Tengo que hacerlo. Algún día lo entenderás.

Los ojos de Kit se oscurecieron con una mirada asesina.

– No volarte la cabeza fue mi mayor error.

Su pequeña figura, cubierta sólo por una toalla era extrañamente inquietante cuando se alejó de él y cerró la puerta de su habitación.

4

– ¿Está usted diciéndome que no hay nadie en esta comunidad dispuesto a relevarme como tutor de la señorita Weston? ¿Ni siquiera si yo pago los gastos?

Cain estudió al Reverendo Rawlins Ames Cogdell de Rutherford, Carolina del Sur que a su vez lo estudiaba a él.

– Debe entender, señor Cain. Nosotros conocemos a Katharine Louise desde hace mucho más tiempo que usted.

Rawlins Cogdell rogó a Dios que le perdonara por la satisfacción que sentía al ver el dilema del yanqui. ¡El Héroe de Missionary Ridge, en efecto! Qué mortificante estar obligado a recibir a este hombre. ¿Pero qué podía hacer? En estos días con uniformes azules por todas partes, incluso él, un hombre de Dios tenía que tener cuidado de no ofender.

Su esposa Mary, apareció en la puerta con un plato con cuatro pequeños emparedados, entre las rebanadas se vislumbraba una finita línea de mermelada de fresa.

– ¿Interrumpo?

– No, no. Entra, querida. Señor Cain, tiene la oportunidad de comer un auténtico manjar. Mi esposa es famosa por su mermelada de fresa.

La mermelada era lo único que quedaba del último tarro que su esposa había hecho hacía dos primaveras cuando todavía tenían azúcar, y el pan eran las rebanadas que tenían para toda la semana. Pero Rawlins estaba orgulloso de ofrecérselo. Prefería morir de hambre a dejarle ver a este yanqui lo pobres que eran.

– Para mí no, querida. Guardaré mi apetito para la cena. Por favor, señor Cain, coja dos.

Cain no era ni de lejos tan obtuso como Cogdell creía. Sabía el sacrificio que hacían ofreciéndole ese plato. Cogió un emparedado aunque no le apetecía e hizo los cumplidos pertinentes. Malditos fueran todos los Sudistas.

Seiscientas mil vidas se habían perdido por su terco orgullo.

Cain creía que esa arrogancia era producto del enfermo sistema de esclavitud. Los plantadores habían vivido como reyes en sus aisladas plantaciones dónde tenían autoridad absoluta ante cientos de esclavos. Eso les había dado un monstruoso ego. Pensaban que eran omnipotentes y la derrota en la guerra les había cambiado sólo superficialmente. Una familia del Sur podría estar hambrienta, pero ofrecerían emparedados y té a un invitado, ofendiéndose si no aceptaban.