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Agarró el bulto más fuerte. Llevaba dentro el Pettingill de seis tiros de su padre, un revolver de percusión del ejército; un billete de tren para volver a Charleston; la primera parte de los Ensayos de Emerson; una muda de ropa; y el dinero que iba a necesitar mientras estuviera aquí. Lamentaba no poder terminar el trabajo hoy, para poder volver a casa, pero necesitaba tiempo para observar al bastardo yanqui y conocer su rutina. Matarlo era sólo la mitad del trabajo. La otra mitad era que no la cogieran.

Hasta ahora, Charleston era la ciudad más grande que había visto, pero Nueva York no era para nada como Charleston. Mientras caminaba por sus ruidosas y atestadas calles, tuvo que admitir que había monumentos bonitos. Hermosas iglesias, hoteles elegantes, edificios con grandes portales de mármol. Pero la amargura le impedía disfrutar de su entorno. La ciudad parecía intacta por la guerra que había desgarrado el Sur. Si había Dios, ella esperaba que el alma de William T. Sherman se quemara en infierno.

Se quedó embelesada mirando un organillo en lugar de mirar hacía adelante, y se chocó con un hombre que iba andando por la cera.

– ¡Eh, muchacho! ¡Ten cuidado!

– Ten cuidado, tú -gruñó ella-. ¡Y no soy un muchacho!

Pero el hombre ya había desaparecido detrás de la esquina.

¿Es qué eran ciegos? Desde el día que había salido de Charleston, todo el mundo la confundía con un muchacho. No le gustaba, pero seguramente era lo mejor. Un muchacho vagando sólo, no era tan visible como una chica. En su casa nunca la confundirían. Desde luego, también todos la conocían desde pequeña, y sabían que no tenía paciencia para las tonterías de las chicas.

Si no hubiera cambiado todo tan rápido. Carolina del Sur. Rutherford. Risen Glory. Incluso ella misma. El anciano creía que ella era un chico, pero no lo era. Había cumplido los dieciocho, y era una mujer. Algo que su mente rechazaba, pero su cuerpo no le dejaba olvidar. El cumpleaños, su sexo, todo parecía un accidente, y como un caballo ante una valla demasiado alta, había decidido negarse a admitirlo.

Descubrió a un policía más adelante y se escabulló entre un grupo de trabajadores que llevaban cajas de herramientas. A pesar de la tarta, todavía tenía hambre. También estaba cansada. Ojalá estuviera ahora en Risen Glory, subiéndose a uno de los melocotoneros del huerto, o pescando, o hablando con Sophronia en la cocina. Para tranquilizarse metió la mano en el bolsillo y apretó el pequeño papel con la dirección de su destino, aunque tenía impresas las letras en la memoria.

Antes de encontrar un lugar para pasar la noche, tenía que echar un vistazo a la casa. Quizás pudiera ver al hombre que amenazaba lo que más quería. Entonces planificaría lo que ningún soldado de los Estados Confederados de América había sido capaz de hacer. Sacaría su arma y mataría al Major Baron Nathaniel Cain.

***

Baron Cain era un hombre peligrosamente apuesto con el pelo rubio leonado, una nariz cincelada y ojos grises que daban a su rostro el aspecto de un hombre temerario que vivía al límite. También estaba aburrido. Aunque Dora Van Ness era hermosa y sexualmente aventurera, estaba arrepentido de haberla invitado a cenar. No estaba de humor para escuchar su estúpida charla. Sabía que estaba preparada, pero siguió bebiendo tranquilamente su brandy. Estaba con las mujeres según sus términos, no los de ellas, y un brandy con tanta solera no se podía beber deprisa.

El anterior propietario de la casa tenía una excelente bodega en el sótano cuyo contenido junto con la casa había conseguido Cain gracias a sus nervios de acero y una pareja de reyes. Cogió un fino puro de un bote de madera que el ama de llaves había dejado para él en la mesa, cortó el final y lo encendió. En pocas horas debía estar en uno de los exclusivos clubs de Nueva York para lo que se auguraba una partida de póker con apuestas elevadas. Antes de eso, probaría los encantos íntimos de Dora.

Mientras se inclinaba para atrás en su silla, la vio mirar persistentemente la cicatriz que desfiguraba el dorso de su mano derecha. Era una de tantas que acumulaba, y todas y cada una parecían encantarla.

– No creo que hayas escuchado una sola palabra de lo que te he dicho esta noche, Baron -se lamió los labios, y le sonrió astutamente.

Cain sabía que las mujeres lo encontraban atractivo, pero no le interesaba demasiado, y tampoco le enorgullecía. Según él lo veía, su cara era una maldición más. La herencia de un padre de voluntad débil y una madre que se abría de piernas para cualquier cosa que llevara pantalones.

Tenía catorce años la primera vez que fue consciente de las miradas de las mujeres, y había disfrutado con la atención. Pero ahora, doce años más tarde, había tenido demasiadas mujeres, y ya se había cansado.

– Claro que te he escuchado. Estabas dándome las razones por las cuáles debería trabajar para tu padre.

– Es muy influyente.

– Ya tengo un trabajo.

– De verdad, Baron eso no es un trabajo. Es una actividad social.

Él la miró levemente.

– No hay nada de social en esto. El juego es la forma en que me gano la vida.

– Pero.

– ¿Te apetece subir arriba, o quieres que te lleve a tu casa? No quiero demorarme mucho aquí.

Ella se puso de pie de inmediato y en un minuto estaba en su cama. Tenía unos pechos llenos y maduros y él no pudo entender por qué no se sentía mejor con ellos en las manos.

– Lastímame -susurró ella-. Sólo un poco.

Él estaba cansado de lastimar, cansado del dolor del que parecía no poder escapar aunque la guerra ya había acabado. Hizo un mohín cínico.

– Todo lo que quiera la señora.

Más tarde, cuando estuvo solo y ya vestido para la noche, se encontró vagando por las habitaciones de la casa que había ganado con una pareja de reyes. Y recordó la casa dónde había crecido.

Tenía diez años cuando su madre se marchó, dejando a su padre sólo en una mansión desierta de Philadelphia, que se estaba cayendo a pedazos. Tres años después su padre murió y un comité de mujeres vino a llevarlo a un orfanato. Se escapó esa noche. No tenía ningún destino en mente, solamente una dirección. Oeste.

Pasó los siguientes diez años yendo a la deriva de una ciudad a otra, guardando ganado, poniendo raíles de ferrocarril y mojándose buscando oro hasta que descubrió las mesas de póker. El Oeste era tierra virgen que necesitaba hombres cultos, pero él nunca admitiría que no sabía ni leer.

Las mujeres caían rendidas a los pies del guapo chico de rasgos esculpidos y fríos ojos grises que susurraban misterios, pero ese frío en su interior nadie pudo deshelarlo. Su capacidad para sentir amor se había congelado en su niñez. Si sería para siempre, Cain no lo sabía. Tampoco le preocupaba.

Cuando estalló la guerra, atravesó el río Mississippi hacía el este por primera vez en doce años y se alistó, no para ayudar a preservar la Unión, sino porque era un hombre que valoraba la libertad por encima de todo, y no podía soportar la esclavitud. Entró en los grupos de carácter duro de Grant y mereció la atención del general cuando capturaron Fort Henry. Cuando llegaron a Shiloh, ya era un miembro del personal de Grant. Casi lo mataron dos veces: una vez en Vicksburg, y cuatro meses más tarde en Chattanooga. Missionary Ridge fue la batalla que abrió el camino para la marcha de Sherman hacía el mar. Los periódicos empezaron a escribir de Baron Cain, como el "Héroe de Missionary Ridge", alabándolo por su coraje y patriotismo. Después de que Cain hiciera una serie de exitosas incursiones a través de las líneas del enemigo, se citó al General Grant diciendo "Perdería mi mano derecha antes de perder a Baron Cain".