Esta noche era la primera vez que los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore tendrían el privilegio de ver la última cosecha de las debutantes más deseables de Manhattan. A diferencia de sus homólogos de Nueva York, estos caballeros no habían podido asistir a los tés y las tranquilas recepciones del domingo por la tarde que habían precedido al baile de esta noche.
La hermosa Lilith Shelton adornaría la mesa de cualquier hombre. Y su padre estableció una dote de diez mil dólares por ella.
Margaret Stockton tenía los dientes torcidos, pero llevaría ocho mil dólares a su cama de matrimonio, y cantaba bien, una bella cualidad en una esposa.
Elsbeth Woodward valía cinco mil a lo sumo, pero tenía una naturaleza dulce y era más que agradable de mirar, la clase de esposa que no daría problemas a un hombre. Era una clara favorita.
Fanny Jennings estaba fuera de la competición. El chico más joven de los Vandervelt ya había hablado con su padre. Una pena, ya que valía dieciocho mil.
Y así una chica tras otra. Cuando la conversación empezó a vagar al más reciente combate de boxeo, un visitante bostoniano interrumpió.
– ¿No hay otra de la que he oído hablar? ¿Una chica del Sur? ¿Mayor que el resto? – veintiuno, había escuchado. Los hombres de Nueva York evitaron mirarse a los ojos los uno de los otros. Finalmente uno de ellos se aclaró la garganta.
– Ah, sí. Esa debe ser la señorita Weston.
Justo entonces la orquesta empezó a tocar una selección de los recientemente populares “Cuentos de Vienna Woods”, una señal de que las señoritas de la clase graduada estaban a punto de ser anunciadas. Los hombres se callaron cuando las debutantes aparecieron.
Vestidas con trajes de baile blancos, pasaron una por una a través de la terraza, pausadamente, y se hundieron en una graciosa reverencia. Después del pertinente aplauso se deslizaron sobre los escalones cubiertos con pétalos de rosas hacia el salón de baile y cogieron el brazo de su padre o hermano.
Elsbeth sonrió con tanta gracia que el mejor amigo de su hermano, que hasta ese momento la había considerado solamente una molestia, empezó a cambiar de idea. Lilith Shelton tropezó ligeramente con el dobladillo de su falda y quiso morirse, pero era una “Chica Templeton” de modo que no dejó ver su vergüenza. Margaret Stockton, incluso con sus dientes torcidos, estaba lo suficientemente atractiva como para atraer la atención de un miembro de la rama menos próspera de la familia Jay.
– Katharine Louise Weston.
Hubo un movimiento casi imperceptible entre los caballeros de Nueva York, una leve inclinación de cabezas, un vago movimiento de posiciones. Los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore intuían que algo especial estaba a punto de suceder y fijaron su atención más atentamente.
Llegó hacia ellos desde las sombras de la terraza, y se detuvo en lo alto de la escalera. Enseguida vieron que no era como las otras. Esta no era ninguna gatita atigrada, domesticada para hacerse un ovillo junto a la chimenea de un hombre y mantener sus zapatillas calientes. Esta era una mujer que agitaría la sangre de un hombre, una gata salvaje con un lustroso pelo negro recogido hacia atrás con peinetas de plata, que luego caía hacia su cuello en una alborotada maraña de rizos oscuros. Era una gata exótica con grandes ojos violetas, tan excesivamente rodeados, que el peso de sus pestañas debería haberlos mantenidos cerrados. Una gata montesa con una boca demasiado atrevida para la moda pero tan madura y húmeda que un hombre sólo podía pensar en beber de ella.
Su vestido estaba hecho de satén blanco con una hinchada sobrefalda enganchada por lazos del mismo tono violeta que sus ojos. El escote en forma de corazón perfilaba levemente el contorno de sus pechos, y las mangas acampanadas, terminaban su atuendo unos guantes largos de encaje de Alençon. El vestido era hermoso y caro pero ella lo llevaba casi descuidadamente. Uno de los lazos lila se había desatado en el costado, y los guantes pronto seguirían su camino, pues se los había subido demasiado sobre sus delicados brazos.
El hijo menor de Hamilton Woodward se ofreció como su acompañante para el paseo. Los invitados más exigentes observaron que su zancada era un poquitín demasiado larga… no lo suficiente larga como para crear una mala opinión sobre la Academia… pero lo suficiente como para ser notada. El hijo de Woodward le susurró algo. Ella inclinó su cabeza y rió enseñando sus pequeños y blancos dientes. Todo hombre que la miraba deseaba que esa risa fuera sólo para él, incluso cuando reconocían que una jovencita más delicada tal vez no se reiría tan descaradamente.
Solamente el padre de Elsbeth, Hamilton Woodward, se negó a mirarla.
Bajo el refugio de la música, los caballeros de Boston, Philadelphia, y Baltimore exigieron saber más sobre esta señorita Weston.
Los caballeros de Nueva York fueron vagos al principio.
Algunos opinaban que Elvira Templeton no debería haber dejado entrar a una sureña en la Academia tan pronto después de la guerra, pero ella era la pupila del “Héroe de Missionary Ridge”.
Sus comentarios se hicieron más personales. Realmente es alguien digna de mirar. De hecho, es difícil apartar los ojos de ella. Pero un tipo peligroso de esposa, ¿no crees? Más mayor. Un poco salvaje. Apuesto a que ella no aceptaría bien el matrimonio de ninguna manera. ¿Y cómo podría un hombre tener su mente puesta en los negocios con una mujer así esperándolo en casa?
Si lo esperara.
Gradualmente los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore conocieron el resto. En las últimas seis semanas la señorita Weston había captado el interés de una docena de los solteros más elegibles de Nueva York, sólo para rechazarlos.
Eran hombres de las familias más adineradas… hombres que gobernarían algún día la ciudad, incluso el país… pero a ella parecía no importarle.
En cuanto a los que ella parecía preferir… Eso era lo que más irritaba. Escogía a los hombres menos probables. Bertrand Mayhew, por ejemplo, venía de buena familia pero era prácticamente pobre y había sido incapaz de tomar una decisión por su cuenta desde que su madre murió. Luego estaba Hobart Cheney, un hombre sin dinero ni apariencia, sólo con una desafortunada tartamudez. Las preferencias de la deliciosa señorita Weston eran incomprensibles. Estaba despreciando a Van Rensselaers, Livingstons y Jays por Bertrand Mayhew y Hobart Cheney.
Las madres estaban aliviadas. Ellas se divertían mucho con la compañía de la señorita Weston… las hacía reír y se compadecía de sus enfermedades. Pero no tenía el nivel requerido como nuera, ¿verdad? Siempre con un volante desgarrado o perdiendo un guante. Su pelo no estaba nunca en su sitio, siempre tenía un mechón caído alrededor de sus orejas o curvándose en las sienes. En cuanto a la manera audaz que tenía de mirar con esos ojos… reconfortante, pero al mismo tiempo turbadora. No, después de todo, la señorita Weston no podría ser la clase de esposa adecuada para sus hijos.
Kit era consciente de la opinión que tenían de ella las matronas de la sociedad, y no las culpaba por ello. Como una “Chica Templeton”, incluso las comprendía. Pero eso no impedía que entretuviera a sus parejas, con la típica voz falta de aliento, sureña, que había perfeccionado imitando a las mujeres de Rutherford. Ahora, sin embargo, su pareja era el pobre Hobart Cheney quién apenas era capaz de mantener una conversación bajo las mejores circunstancias, menos aún cuando estaba contando los pasos de baile tan vigorosamente bajo su respiración, de modo que permaneció en silencio.