Lo que ni Grant ni los periódicos sabían era que Cain vivía para correr riesgos. El peligro, como el sexo, hacía que se sintiera vivo y completo. Quizá por eso se ganaba la vida jugando al póker. Un día podría apostar todo a una carta.
Pero todo había comenzado a aburrirle. Las cartas, los clubs exclusivos, las mujeres… nada empezaba a importarle realmente. Había algo que se le escapaba, pero no tenía ni idea que era.
Kit se despertó ante el sonido de una voz masculina desconocida. Sentía la limpia paja contra la mejilla, y por un momento creyó estar de vuelta en casa, en el granero de Risen Glory. Entonces recordó que lo habían destruido.
– ¿Por qué no te marchas ya, Magnus? Has tenido un día largo.
La voz venía desde el otro lado de la pared del establo. Era fría y profunda, sin alargar las vocales, ni susurrar las consonantes como hablaba la gente de su tierra.
Parpadeó tratando de despertarse. Todo volvió a su mente. ¡Dulce Jesús! Se había quedado dormida en la cuadra de Baron Cain.
Se incorporó lentamente sobre un codo, lamentando no poder ver más. Las indicaciones que le había dado la mujer del ferry debían estar equivocadas, porque era ya de noche cuando encontró la casa. Se subió a un árbol y se acurrucó durante unas horas, pero no ocurría nada y decidió saltar el muro que rodeaba la casa para ver mejor. Mientras caminaba por el patio vio una construcción de madera con una ventana, y decidió entrar para investigar. Desgraciadamente el olor tan familiar a caballos y paja fresca había sido superior a sus fuerzas, y se durmió en la parte de atrás de un establo vacío.
– ¿Planeas sacar a Saratoga mañana?
Esta era una voz diferente, de tonos familiares, el sonido evocador de los esclavos de la plantación.
– Es posible. ¿Por qué?
– No me parece que esté todavía bien curada de la pata. Mejor dale un par de días más.
– Estupendo. Le echaré un vistazo mañana. Buenas noches, Magnus.
– Buenas noches, Major.
¿Major? El corazón de Kit dio un vuelco. ¡El hombre de la voz profunda era Baron Cain! Se deslizó a la ventana del establo y miró por el antepecho sólo para verlo desaparecer en el interior de la casa encendida. Demasiado tarde. Había perdido la oportunidad de conseguir echar un vistazo a su cara. Y había pasado un día entero.
Durante un momento un nudo traidor le atenazó la garganta. No podía haberlo hecho peor ni aunque se lo hubiera propuesto. Era pasada la medianoche y estaba en una ciudad yanqui extraña, y casi se había descubierto el primer día. Tragó intensamente y trató de levantar su decaído ánimo poniéndose mejor el sombrero sobre la cabeza. No era inteligente llorar por la leche derramada. Lo que tenía que hacer ahora era salir de aquí y buscar un sitio para pasar el resto de la noche. Mañana seguiría con su vigilancia desde un lugar más seguro.
Recogió su atillo, se deslizó hacía las puertas, y escuchó. ¿Cain había entrado en la casa, pero dónde estaba el hombre llamado Magnus? Cautelosamente empujó la puerta exterior y miró.
La luz de las ventanas que se filtraba tras las cortinas caía sobre el terreno que había entre la casa y la cuadra. Salió lentamente y vio que todo estaba desierto. Sabía que la puerta de hierro del muro estaría cerrada, de modo que debía salir por el mismo lugar por dónde había entrado. Los metros que tenía que atravesar la intimidaban. Una vez más miró hacía la casa. Entonces respiró profundamente y echó a correr.
En el momento en que salió de la cuadra, supo que algo no iba bien. El aire de la noche ya no estaba enmascarado por el olor a caballos, y llevaba el olor débil, inconfundible del humo de un puro.
Su sangre corrió deprisa. Alcanzó el muro y trató de subirse, pero la rama con la que se había ayudado al bajar se le resbaló de las manos. Intentó desesperadamente agarrarse a otra, el paquete se le cayó, pero ella pudo agarrarse. Justo cuando alcanzaba la cima, algo tiró con fuerza hacía abajo de sus pantalones. Se quedó un momento en el aire, y luego de golpe cayó de cara al suelo. Sintió el peso de una bota encima de su espalda.
– Bien, bien, ¿pero qué tenemos aquí?- dijo el propietario de la bota opresora.
La caída la había dejado un momento sin respiración, pero todavía reconoció esa voz profunda. El hombre que la tenía cautiva era su enemigo jurado, el Major Baron Nathaniel Cain.
Su rabia centelleó y lo vio todo rojo. Se apoyó con las manos en el suelo y luchó por levantarse, pero él no cedió.
– ¡Quite la bota de encima, sucio hijo de puta!
– No creo que sea el momento todavía -dijo él con calma.
– ¡Suélteme! ¡Suélteme ahora mismo!
– Eres bastante enclenque para ser un ladrón.
– ¡Ladrón! -ultrajada golpeó los puños contra el suelo-. Nunca he robado nada en mi vida. Si me vuelve a llamar eso, yo le llamaré maldito mentiroso.
– ¿Entonces qué estabas haciendo en mi cuadra?
Eso la contuvo. Rebuscó en su cerebro para decir una excusa que sonara convincente.
– Yo… he venido a mirar… a mirar… para buscar trabajo en su cuadra. No había nadie cuando llegué, y he debido dormirme.
Su pie no cedió.
– Cuando me he despertado, ya estaba oscuro. Entonces oí voces y me asusté que alguien me viera y pensara que estaba tratando de hacer daño a los caballos.
– Creo que alguien que busca trabajo, debería tener suficiente sentido común para llamar a la puerta principal.
Eso también le parecía a Kit.
– Es que sufro de timidez -dijo ella.
Él se rió entre dientes y levantó poco a poco el pie de su espalda.
– Voy a permitir que te levantes. Pero te arrepentirás si sales corriendo, chico.
– Yo no soy un… – afortunadamente se paró a tiempo-. Yo no voy a salir corriendo -lo enmendó poniéndose lentamente de pie-. No he hecho nada malo.
– Salvo entrar sin permiso, ¿verdad?
Sólo entonces la luna apareció entre las nubes, y su rostro dejó de ser una sombra amenazadora, sino la de un hombre de carne y hueso. Contuvo el aliento.
Él era alto, ancho de espaldas y delgado. Aunque ella no prestaba normalmente atención a esas cosas, también era el hombre más apuesto que había visto en su vida. Llevaba el lazo de la corbata suelto y los extremos colgaban del cuello abierto de su camisa blanca con unos pequeños botones de ónice. Llevaba pantalones negros y estaba tranquilamente de pie, con una mano apoyada en la cadera, y el puro encendido todavía entre sus dientes.
– ¿Qué llevas ahí? -señaló con la cabeza hacía la pared donde estaba tirado su paquete.
– ¡Nada que le importe!
– Enséñamelo.
Kit quería desafiarlo, pero no sabía si saldría victoriosa, de modo que cogió el paquete de malos modos, lo colocó encima de la hierba y lo abrió.
– Una muda de ropa, los Ensayos del señor Emerson, y el revolver Pettingill de mi padre de seis disparos -no dijo nada del billete de tren para volver a Charleston que estaba en el interior del libro-. Nada que pueda interesarle.
– ¿Qué hace un muchacho como tú leyendo los Ensayos de Emerson?
– Soy un discípulo.
Los labios de Cain temblaron ligeramente.
– ¿Tienes dinero?
Ella se agachó para envolver su paquete.
– Claro que tengo. ¿Cree que sería tan pueril como para venir a una ciudad extraña sin dinero?
– ¿Cuánto?
– Diez dólares -dijo ella insolentemente.
– No podrás vivir mucho en una ciudad como Nueva York con eso.
Sería incluso más crítico si supiera que en realidad sólo le quedaban tres dólares y veintiocho centavos.