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Estaba claro que al contraalmirante le complacía la nueva situación.

– Si Rota ha sido desnuclearizada, no acabo de ver de qué les sirve a los americanos -señaló Bernal-. Supongo que tendremos derecho de inspección…

– Claro que lo tendremos, no le quepa la menor duda. Sin embargo, la prohibición se refiere a armas nucleares, no a submarinos movidos por energía nuclear. Y debe recordar que si bien todavía no hemos integrado nuestras fuerzas con las de la OTAN, acabamos de ingresar en el Consejo del Atlántico Norte y formamos parte del sistema de alarma del SACEUR, el mando sur de la OTAN, con sede en Nápoles, y que el de Rota es el eslabón más importante de la cadena de bases que se extiende entre las Baleares y las Canarias. Además, es el punto de origen del antiguo oleoducto que los americanos construyeron a través de la. Península hasta Zaragoza.

– ¿Y qué defensas tiene la base de Rota? -preguntó Bernal, mirando con aire crítico el mapa-. Parece de fácil acceso desde la bahía.

– A partir de 1963 se amplió mucho la superficie de la base, y hubo que desviar la comarcal que une el Puerto con Chipiona. El perímetro terrestre tiene dos vallas, la interior electrificada, y se patrulla constantemente con helicópteros.

– ¿Y las defensas marítimas?

– Eso, como bien comprenderá usted, comisario, es información clasificada. Los norteamericanos tendieron a través de la boca del puerto una doble línea de sonar pasivo, instalada en el lecho marino, y nosotros hemos contribuido con hidrófonos que cruzan la bahía exterior a intervalos regulares, desde la Punta Candor hasta el castillo de San Sebastián, en Cádiz -dijo el contraalmirante. Y, desenrollando un segundo mapa mural, agregó-: Aquí tienen un plano de su situación. Como verán, esos sistemas permiten detectar a cualquier hora, sea cual sea el estado del tiempo, tanto submarinos como embarcaciones de superficie que atraviesen estas líneas. Los americanos también han instalado de uno a otro lado de la boca del puerto de Rota redes antisubmarino que se levantan al sonar la Alerta Amarilla.

– Pero ¿y toda la zona costera que se extiende al oeste del puerto? -quiso saber Bernal-. Tiene más de cinco kilómetros de largo.

– Tiene defensas, tanto terrestres como marítimas, y patrullas regulares.

– Si nuestro hombre rana hubiera intentado atravesar esas defensas, para situarse entre los submarinos y los barcos de abastecimiento norteamericanos, ¿qué tal nos hubiera ido?

– Ah, eso habrá que preguntárselo a nuestros colegas norteamericanos. Supongo que para llegar hasta allí, necesitaría algún tipo de embarcación, y el sonar la hubiese detectado.

– ¿Y si hubiese echado mano de una barca de pesca? Hay cantidad de ellas en la bahía, algunas no mayores que un bote de remos. Las patrullas costeras de la base deben estar acostumbradas a verlas…

– Sirviéndose de una pequeña barca de madera y sin motor, podría haber cruzado -reconoció Soto.

– Creo que conviene entrevistarse cuanto antes con su colega de Rota -concluyó Bernal-. ¿Puede usted gestionar eso?

– Me pondré al habla con él inmediatamente; pero no está de más que le diga, comisario, que es un yanqui que apenas habla español y que sólo tiene el grado de comandante. Ellos no disponen de tantos almirantes como nosotros -bromeó.

– Siempre supuse que nosotros tenemos más almirantes que barcos -respondió Bernal, asintiendo con una sonrisa.

Después de una larga conferencia con Rota, resultó que el comandante Weintraub, jefe de los Servicios de Seguridad norteamericanos de la base, se encontraba en un partido de béisbol, si bien esperaban que volviese a su despacho a las cinco y media.

– Está bien -apuntó el comisario-. Dígale que estaremos allí a las seis menos cuarto, si esa hora le acomoda a usted, contraalmirante.

Bernal se sometió, con toda la dignidad que pudo poner en juego, a la pequeña humillación de tener que sacar un pase de Seguridad Naval, a sabiendas de que, con la pésima fotogenia que le daban sus anchas facciones, saldría fatal en la fotografía en color: casi siempre le representaban como al general Franco en los años cincuenta, con el bigote entrecano, y con muy poco pelo sobre la ancha frente. Mientras el joven marinero encargado de fotografiarle ajustaba los focos y se acercaba al trípode, el comisario adoptó la más severa de sus expresiones.

La pequeña localidad pesquera de Rota, de anchas playas de blanca arena dominadas por unos pocos hoteles de pequeño tamaño, había aspirado en otro tiempo a convertirse en una estación marítima parecida al Puerto de Santa María, distante doce kilómetros hacia el este, pero la aparición de las tropas norteamericanas en los años cincuenta suscitó una decadencia comercial, exceptuando los beneficios obtenidos por los propietarios de tierras que consiguieron explotar la presencia de los militares. El puerto pesquero continuaba animado, observó Bernal mientras el Seat 124 Super Mirafiori les conducía a la entrada de la base, donde la bandera estadounidense ondeaba en el poste de la izquierda, acompañada ya por la rojigualda, que lo hacía orgullosamente en el de la derecha, con centinelas de los respectivos países montando guardia al pie de ambos estandartes.

Después de inspeccionados los pases por los soldados de servicio de los dos puestos, y tras una llamada telefónica a Seguridad Central, les franquearon prontamente la entrada y se les indicó el camino hacia las oficinas navales.

El comandante Weintraub les recibió tocado todavía con su gorra de béisbol, pese a lo cual el comisario no consiguió sacar en claro si había jugado con el equipo de la Marina estadounidense o asistido sólo como hincha. Cortando con los dientes la punta de un cigarro puro de buen tamaño, el comandante les estrechó con fuerza la mano a los tres españoles, mientras un joven intérprete de la Marina estadounidense se pegaba nerviosamente a su hombro. Una vez explicado el propósito de la visita, Soto dejó que Bernal hiciera las preguntas.

– ¿Se han registrado últimamente actividades sospechosas en la base o en sus inmediaciones, comandante?

Dejó que el intérprete desempeñase sus funciones, y luego sintió no entender las nasalizadas manifestaciones del jefe de Seguridad americano, que hablaba por una esquina de la boca, con el puro entremedio.

La respuesta fue inequívoca:

– Ninguna actividad, salvo las de algún que otro pesquero soviético, que llevan más aparatos de intercepción radiofónica que redes, tratando de escuchar las comunicaciones locales de la base.

– ¿Cuándo se dio por última vez uno de esos casos de espionaje, comandante?

Weintraub consultó un registro que tenía encima de la mesa.

– El lunes pasado, entre las nueve y las doce de la noche, y el jueves, desde la una treinta a las cuatro de la madrugada.

– Los pesqueros pasan con una regularidad de reloj, comisario -apuntó el contraalmirante Soto, con un cabeceo de aprobación por parte del norteamericano.

– ¿Se acercan mucho a la costa? -fue la próxima pregunta de Bernal.

– Por lo regular permanecen fuera del antiguo límite internacional de las tres millas; cuando no es así, enviamos una corbeta a expulsarlos.

– ¿Tienen en la base hombres entrenados en combate submarino?

– Sí, por supuesto. Tenemos grupos de entrenamiento mixtos hispano-norteamericanos que, en caso de sabotaje o de acción enemiga subrepticia, inspeccionan los barcos que tenemos fondeados en el puerto.

– ¿Están completos sus equipos?

– No tenemos noticia de que se haya perdido nadie.

– ¿Podría usted hacer que nos mostrasen uno de los trajes de inmersión y el equipo ordinario que utilizan esas unidades submarinas, comandante?