– Al momento -respondió Weintraub-. Diré a uno de nuestros muchachos que se ponga el equipo -y descolgando el teléfono, y todavía con el cigarro entre los labios, algo mojado por cierto, dio unas rápidas órdenes-. Podemos bajar dentro de diez minutos.
– Sólo me queda una última pregunta, por el momento -dijo Bernal, algo intimidado por el aspecto de extraordinaria eficiencia del comandante-. Si las defensas electrónicas que tienen instaladas fuera del puerto militar dieran cuenta de una intrusión, pongamos que de hombres rana que se acercan a la base al amparo de la oscuridad, ¿cómo se les opondrían?
– Recurriríamos al Plan 221, comisario. Habría una Alerta Roja, la dotación de todos los barcos entraría en guardia de emergencia, se levantarían las redes antisubmarino y los barcos de patrulla registrarían el puerto usando sistemas de detección por infrarrojos y sonar. Una vez localizados los intrusos, enviaríamos uno de nuestros equipos de submarinos.
– ¿Qué armas llevarían?
– Las corrientes: fusiles y arpones submarinos de contraataque.
– ¿Podría mostrarme también esas armas?
El comandante guardó un momento de silencio.
– Sí, no veo inconveniente.
Pero Bernal tuvo la impresión de que acogía con menos gusto esa solicitud. El comandante puso mucho empeño en aclarar que, en los tres años que llevaba en la base, no habían hecho, salvo para entrenamientos, semejantes despliegues.
Ya en las instalaciones submarinas del puerto, Bernal examinó con interés el traje de inmersión que exhibía el infante de Marina, y advirtió que era de diseño mucho más avanzado que el del hombre rana muerto. Reparó también en los pies de pato, de larga pala, que el cadáver no llevaba. El cinturón del infante de Marina estaba unido a dos correas que le cruzaban en aspa pecho y espalda y sustentaban dos botellas de oxígeno, y tenía prendido un buen número de accesorios especiales. Inspeccionó asimismo el fusil submarino, la potente linterna, alimentada por pilas alojadas en el cinto, el cuchillo y la pequeña hilera de bombas de mano.
– Comandante, ¿cómo se disparan esas granadas bajo el agua?
– Con esta pistola de aire comprimido, comisario -repuso el jefe de Seguridad, señalando el artefacto, de corto cañón y boca muy ancha, que el submarinista llevaba a la cintura en una funda-. Sirven para aturdir al adversario y tienen un alcance de entre diez y doce metros. Su único inconveniente es que son engorrosas de cargar.
– ¿Podrían prestarnos por unos días un juego completo de traje y armas? Me gustaría que nuestro patólogo lo examinara.
El comandante dio en seguida su conformidad y, según se despedían, tuvo Bernal la neta impresión de que Weintraub se sentía aliviado. ¿Sería que no le había hecho preguntas apropiadas?
Estaba Soto diciéndole a Bernal que se quedaría un rato más en la base, para despachar unos asuntos de rutina, cuando el chófer del Super Mirafiori se les acercó con el aviso de que querían transmitirle un mensaje a Bernal por la radio del coche.
La telefonista de la jefatura de Cádiz le leyó el texto al comisario: Inspector Navarro y doctor Peláez han salido de Madrid-Barajas en vuelo Aviaco AO 223 que tiene su llegada a Jerez a las 21.45. ¿Pueden ir a recibirles?
Encantado por la noticia, Bernal confirmó que asistiría personalmente a la llegada de sus dos colaboradores, los primeros en acudir.
– Nos da tiempo de tomar un bocado antes de que aterrice el avión, Fragela. ¿Dónde propone que lo hagamos?
– En el Puerto hay toda una serie de buenos restaurantes, comisario, y nos coge de camino.
El inspector Fragela mandó al chófer que parara en la Venta de Sanmillán, situada frente a la nueva planta embotelladora de las bodegas Terry, y manifestó a Bernal que allí era posible cenar temprano. En el espaciosísimo local encontraron un rincón agradable donde charlar mientras despachaban sendos gintonics y una ración de ostiones, las ostras gigantes que son especialidad de la bahía.
– ¿Qué impresión ha sacado de nuestra entrevista con Weintraub? -indagó Bernal.
– Me cuesta concretar una impresión, a causa del problema de idioma. Es extraño que los americanos no hayan puesto un jefe de Seguridad con cierto dominio del español.
– Tampoco parece que tengamos nosotros en San Fernando nadie que hable bien el inglés.
– Pero en los Estados Unidos tienen grandes zonas bilingües -objetó Fragela-: Bien deben producir algunos oficiales de Marina…
– Yo tuve la impresión de que los americanos se callaban algo. Contestaron a todas nuestras preguntas, pero, ¿se dio usted cuenta?, no ofrecieron ninguna información por su parte.
– A lo mejor serán más explícitos a solas con el contraalmirante Soto. Bien mirado, lo del control bilateral acaba de empezar, y de momento deben de estar tanteando el terreno.
Bernal se enfrascó en la carta, con cierto desaliento: desde luego era el sueño de un gourmet, pero… ¿habría algo allí que su úlcera aceptase?
El Seat 124 Super Mirafiori avanzó rápida y silenciosamente por la vieja Nacional VI hasta alcanzar las afueras de Jerez. Una vez allí, enfilaron la carretera de ronda que discurre hacia el noroeste, y pronto llegaron al pequeño aeropuerto militar, abierto al tráfico comercial sólo desde principios de los años setenta, coincidiendo prácticamente con la inauguración del puente José León de Carranza, en la bahía. Con eso, Cádiz disponía ya de un aeropuerto distante sólo treinta kilómetros hacia el norte, por más que los vuelos fueran pocos y en su totalidad nacionales.
Mientras aguardaban sentados en la pequeña sala de espera, recientemente restaurada, Bernal señaló los cuatro reactores Mirage visibles ante el hangar militar, a cierta distancia de la terminal de vuelos civiles.
– ¿Son ésos los nuevos Mirage III, Fragela?
– Creo que sí. Acabamos de recibir una nueva partida. Nuestros pilotos se entrenan aquí en su manejo.
Reparando entonces en un grupito de avionetas particulares estacionadas en la zona norte del aeródromo, Bernal agregó:
– Y aquéllas ¿son deportivas o comerciales?
– Las más grandes pertenecen a las bodegas jerezanas, que las tienen para el uso de sus directivos. Algunas de las que ve ahí son extranjeras, con distintivos argelinos o marroquíes. Esa gente trata mucho en textiles, que expiden a Málaga o Cádiz.
Conforme se ponía el sol con la rapidez propia de las zonas subtropicales, apenas sin crepúsculo, se encendieron las luces de la pista, rojas y azules, y los altavoces crepitaron y cobraron vida: «Aviaco anuncia la llegada de su vuelo AO 223 de Madrid-Barajas, prevista para las 21.55».
– Diez minutos de retraso -suspiró Bernal-. Pero peor podría ser. Supongo que Navarro y Peláez querrán comer algo. Les llevamos directamente a Cádiz, y que se apañen con lo que encuentren.
Pronto avistaron el rugiente DC 8, que tomó tierra apurando toda la longitud de la corta pista y, habiendo girado, rodó lentamente hacia la pequeña torre de mando. Según bajaban los pasajeros por la escalerilla, Bernal pensó que debían ser muy numerosos los que llegaban de vacaciones, aprovechando la Semana Santa, aun cuando no fueran más de una docena los viajeros que se disponían a tomar el vuelo de regreso a Madrid. Momentos más tarde divisó la alta figura de Navarro, que cruzaba la pista, y detrás de él, la reluciente calva y las gafas de Peláez, de cristales como culos de vaso.