Los dos guardias civiles que estaban en la puerta reconocieron a Fragela y le saludaron. Bernal presentó los recién llegados a su colega gaditano.
– Tenías que ser tú el que me chafara la Semana Santa, Bernal -se quejó Peláez.
– ¿Qué pensabas hacer? ¿Irte a la sierra?
– No, qué va. Terminarle a la editorial el manual de autopsias que estoy preparando, y comprobar las fotos de las ilustraciones. ¿Te das cuenta de que hasta ahora nuestros estudiantes de patología han tenido que echar mano de manuales extranjeros? Mi magnum opus me dará renombre internacional, sobre todo con los extraordinarios casos que me preparas, Luis. A ver, háblame de ese submarinista muerto.
– Léete en el coche el informe de los patólogos, Peláez. Como verás, no han conseguido determinar las causas de la muerte.
– Espero que me tengas bien conservado el fiambre, Bernal. Aunque supongo que esa gente me lo habrá abollado con sus chapuzas.
– Te lo tenemos en hielo en el hospital Mora.
Mientras el chófer oficial les devolvía a Cádiz por la nueva autopista casi desierta, sin duda a causa del precio del peaje, Bernal puso a Navarro al corriente del estado en que la investigación se encontraba en ese momento. Poco más tarde cruzaban el nuevo puente de la bahía y enfilaban la larga avenida que conducía a la Puerta de Tierra. Toparon casi en seguida con una procesión, pero el chófer, gaditano, se las ingenió para evitar las calles estrechas y por fin los depositó en la plaza Calvo Sotelo, rebautizada hada poco con el nombre de San Francisco.
Cuando Navarro y Peláez se hubieron registrado en el Hotel de Francia y París y descargaron su equipaje, Fragela se despidió, no sin antes haberles recomendado un par de restaurantes.
– Yo me estoy recuperando todavía de las ostras gigantes que tomé ayer en el Puerto -explicó Bernal a sus colegas madrileños-, pero os acompañaré.
Cuando se disponían a dejar el elegante vestíbulo, el recepcionista, cortés y de buena presencia, se acercó a Bernal.
– El contraalmirante Soto está al teléfono, comisario. ¿Le paso la llamada a la cabina del pasillo?
Nada más descolgar el aparato en el cuartito revestido de caoba, Bernal recordó a Soto que la línea era semipública.
– Sólo para informarle, comisario, que se han detectado ciertas actividades en la costa. Mi gente y la Vigilancia de Costas están investigando. Podría tratarse de simples contrabandistas del otro lado del Estrecho. Le tendré al tanto.
– Muy bien, Soto. ¿Puede decirme de qué actividades se trata?
– Señales luminosas dirigidas a tierra, frente al cabo Roche. He enviado una lancha rápida, y las estaciones costeras de radar se mantienen al acecho, por si hubiera movimientos sospechosos.
5 DE ABRIL, LUNES
A las ocho y media de la mañana, Bernal se dedicaba a leer la edición provincial de la Hoja del Lunes en tanto terminaba de desayunar. El doctor Peláez había salido hacia el hospital Mora a las ocho, para efectuar la segunda autopsia del submarinista muerto, secundado por patólogos locales que no habían conseguido sentar las causas del fallecimiento. Navarro por su parte había acompañado a Fragela, a fin de organizar en jefatura la sala provisional de operaciones, y Bernal se había ofrecido a esperar a Lista y Miranda, sus otros dos inspectores, que no tardarían en llegar en el expreso nocturno de Madrid. Seguía sin noticia alguna de Ángel Gallardo, el benjamín de su equipo, a quien había cursado un telegrama al hotel de Benidorm donde estaba pasando la Semana Santa, y tampoco las tenía de Elena Fernández, la única mujer del grupo, a quien suponía con sus padres en su lujoso chalet de Sotogrande. Como, por desgracia, no disponían de teléfono allí, la comisaría de Algeciras iba a cuidar de transmitirle el mensaje de la DSE madrileña.
Vio Bernal en el periódico que sólo en Cádiz había cuatro procesiones previstas para el día. Aunque partirían de iglesias distintas siguiendo itinerarios diferentes, todas ellas atravesarían el Palillero, en el casco antiguo de la ciudad, donde iba a celebrarse una competición de saetas en el balcón del cine Municipal a cargo de cantantes profesionales.
Bernal empezaba a dudar de la oportunidad de tener la sala de operaciones en la parte vieja de la ciudad en plena Semana Santa: sus estrechas callejas se veían interceptadas con frecuencia por los pasos, cada uno de los cuales agrupaba entre veinte y treinta penitentes descalzos, vestidos con el hábito de las respectivas cofradías, de colores que variaban de una a otra, con la cabeza y los hombros ocultos por los altos capirotes, sin más aberturas que las rendijas para los ojos, y amenazadores en su aspecto inquisitorial. Precedía a los penitentes un maestro de ceremonias portador de un largo báculo con el cual golpeaba el suelo para marcar el lento ritmo de la marcha, seguido por un ayudante, que, armado con un corto bazán o maza, golpeaba a trechos la plataforma, conforme a una clave que indicaba a los costaleros (invisibles debajo del paso) cuándo alzar su enorme carga y seguir el avance y cuándo torcer a derecha o izquierda. Aunque no hubiese ninguna procesión a la vista, las callejuelas aparecían atestadas de espectadores, algunos ocupando las hileras de sillas plegables instaladas por el Ayuntamiento. Bernal se dio cuenta de que la vida normal de la ciudad había quedado paralizada por ocho días, en un bache que no concluiría hasta el Domingo de Pascua, después de la Gran Procesión, de dieciséis pasos, restablecida en fechas recientes.
El comisario vio por la ventana del hotel un taxi que desembarcaba a Lista y Miranda bajo la anaranjada marquesina del hotel, y salió a recibirles.
– Siento haberos aguado los planes de Semana Santa -dijo a sus colegas después de haberles estrechado la mano.
– Teníamos mal tiempo en Madrid, jefe -repuso Lista jovialmente-. Será estupendo dejarlo atrás y ver algo de las procesiones de aquí.
– Son precisamente las procesiones lo que me preocupa, Lista -replicó Bernal-. Hacen que los desplazamientos resulten casi imposibles. En cuanto os hayáis inscrito en el hotel, nos vamos en busca de Fragela, el comisario de aquí, a ver si puede conseguirnos una oficina mejor, cerca de la carretera principal.
Tan pronto como el coche oficial les hubo llevado a la central de la Policía Judicial de la avenida de Andalucía, situada justo detrás de la Puerta de Tierra, comprendieron que no había allí dificultades de tráfico, estando el problema en los desplazamientos de ida y vuelta al hotel.
– Lista y yo podríamos trasladarnos al hotel de la Renfe, jefe; queda más cerca de la oficina y sería menos gravoso para los presupuestos…
– No son los gastos lo que me preocupa, Miranda. Cuento con que la Presidencia o el Ministerio de Defensa corran con el coste de la investigación. Lo que ocurre es que no será fácil cambiar de hotel en plena Semana Santa. Veremos si Fragela puede presionar un poco.
Al llegar a los despachos que habían puesto a su disposición, encontraron al contraalmirante Soto esperándoles.
– Pensé que convendría informarle sobre esas actividades nocturnas, comisario -dijo el contraalmirante, antes de volverse hacia el gran mapa mural y tomar unas cuantas chinchetas amarillas-. Nuestros guardacostas advirtieron señales luminosas que partían del mar. El primer informe de Vigilancia de Costas del cabo Roche llegó a las once cuarenta y dos. Hay en el cabo un antiguo fuerte situado sobre un pequeño puerto que están convirtiendo en caladero de yates. En la pineda que bordea el litoral entre Chiclana y el cabo Roche, han construido una elegante urbanización donde han comprado chalets algunos políticos destacados. La Guardia Civil, que patrulla regularmente la zona, tiene una caseta al extremo del acantilado que domina la cala Roche.
– ¿A qué distancia de la costa se hicieron las señales, contraalmirante? -preguntó Bernal.