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– Los guardias civiles calcularon que a un poco más de dos millas marítimas hacia el sur, entre su puesto de observación y el cabo Trafalgar. Al principio pensaron que el faro de Trafalgar tenía una avería, pero luego repararon en unos destellos más débiles, emitidos desde un barco. Avisaron por radio a su unidad de San Fernando, para que enviasen una patrullera que lo investigara.

– ¿No vio nada el farero del cabo Trafalgar?

– Ese faro es automático, comisario. Su funcionamiento se comprueba a diario, como es natural, pero nadie vive allí -explicó Soto. Y clavando al noroeste del cabo de Trafalgar la primera banderita amarilla donde antes había escrito la fecha y la hora de lo observado, añadió-: El segundo informe lo recibimos poco después de la medianoche de Torre Bermeja, que está cerca de La Barrosa, una playa muy popular, próxima a Chiclana. Los guardias civiles que montan guardia allí dieron cuenta de haber visto señales luminosas dirigidas desde el sur a un punto de la costa situado aproximadamente a una milla marítima de donde estaban ellos. Aunque conocen algo de Morse, ninguno de los dos consiguió interpretar el mensaje. Y estuvieron observando atentamente la costa, pero no distinguieron señales de respuesta. Claro está que si las hubieran emitido desde una cala abrigada o desde un escondrijo entre los acantilados, tampoco las hubieran visto… Eso sin contar con que pueden utilizarse lámparas de infrarrojos. He dado instrucciones de que a partir de hoy se les procuren prismáticos para infrarrojos a los guardias costeros, que tienen orden de observar cuidadosamente esta noche.

– ¿Y los guardias del cabo Roche? -preguntó Bernal-. ¿Vieron alguna señal luminosa en la costa?

– No, ninguna, comisario.

– ¿Qué me dice de la patrullera? Desde el mar tendrían mayores posibilidades de divisarlas.

– Es que, como tienen la base en Torre Gorda, tardaron algún tiempo en llegar a destino -explicó el contraalmirante-. El último informe se recibió a las doce de la noche, de un sargento retirado de la sección de Vigilancia de Costas. Ahora vigila el viejo muelle del puerto de Sancti Petri, próximo a la boca del canal de ese mismo nombre, al sudoeste de San Fernando. Aunque no estaba de servicio, dice que algo le molestó y al levantarse y acercarse a la ventana de su caseta, vio hacia el sudoeste, más allá de la isla de Sancti Petri, que queda en frente de la embocadura del canal, una serie de destellos. Se dio cuenta de que se trataba de una señal en Morse, pero no pudo descifrarla.

– ¿No le fue posible leer ninguna letra? -preguntó Bernal.

– Sólo una M, una L, una K y una T, seguidas por una rápida serie de otras, que se le escaparon. He pedido al Departamento de Codificación que lo investiguen.

– De modo que la embarcación misteriosa -comentó Bernal, que estaba estudiando atentamente las banderillas del mapa mural- navegaba a un par de millas de la costa rumbo a Cádiz, procedente del sudeste. ¿La captó el radar costero?

– Sí, nuestros hombres siguieron su trayectoria hasta detrás de la isla de Sancti Petri, y luego desapareció de las pantallas.

– ¿Que desapareció? -repuso Bernal-. Entonces, era un submarino?

– Eso es lo que nos intriga, comisario. La señal era demasiado débil para tratarse de un submarino emergido de los que empleamos tanto nosotros como la OTAN, y tampoco tenemos noticia de que hubiera ninguno en los alrededores en ese momento. El monitor del radar, que tiene mucha experiencia en la interpretación de señales, opina que era o un yate o una lancha grande.

– De ser así, ¿cómo pudo desaparecer? -se extrañó Bernal-. Creo que debemos ir a Sancti Petri y entrevistar a ese sargento retirado. Parece un tipo despierto. Más vale que nos acompañe usted, Lista, mientras Miranda ayuda a Navarro a instalar aquí la sala de operaciones.

Habiendo dejado sin dificultad el Cádiz moderno, siguieron velozmente la vía Augusta Julia hasta San Fernando, donde el chófer, para evitar las procesiones, utilizó calles secundarias. Al dejar atrás las salinas, que a la blanca y viva luz filtrada por un fino celaje aparecían como desnudas, se unieron a la lenta caravana que de ordinario se forma en la Nacional 340 camino de Chiclana. Bernal ofreció en ronda su paquete de Káiser. Todos seguían con impaciencia las maniobras del chófer, que salvando las tortuosas calles de la pequeña ciudad, de próspero aspecto, tomó la comarcal que llevaba hacia El Molino de Almaza y Sancti Petri.

– Yo hice aquí mi servicio militar, jefe -comentó Lista-. En el campamento de Sancti Petri.

– ¡Hombre, que casualidad! -se sorprendió Bernal-. Tus conocimientos de la zona pueden resultarnos útiles.

– El campamento fue clausurado -informó el contraalmirante-, y los barracones están en ruinas. El guardia civil retirado vigila las instalaciones, y a los lugareños que pescan en el muelle.

– ¿Existe aún, contraalmirante, la antigua Almadrabera Española que estaba en la otra orilla del canal, aguas arriba? -preguntó Lista.

– No, también la cerraron. ¿No es increíble que, por lo visto a causa del auge industrial y de la prosperidad reciente, hayan desaparecido en los últimos veinte años esas viejas industrias que venían funcionando hacía siglos, quizá milenios? Eso después de haber sobrevivido al siglo diecisiete y al dieciocho, cuando Cádiz recibía plata del Nuevo Mundo por miles de toneladas todos los años. En aquel entonces era el puerto más rico de Europa.

– Sería por eso, ¿no?, que le llamaban la Tacita de Plata -apuntó Bernal.

– Lo malo es que se nos ha convertido, más bien, en la Tasita de Surrapa -seseó el contraalmirante.

Aunque él no hubiese tolerado que un forastero diese semejante calificativo a su ciudad natal, quizá fuera cierto que la que fue patena de Occidente había perdido parte de su antigua pulcritud.

En El Molino de Almaza torcieron a la derecha por el camino que, cruzando las antiguas salinas, llevaba al abandonado pueblo de Sancti Petri, y pronto alcanzaron los vacíos cuarteles, donde las rotas contraventanas golpeteaban desoladamente a impulsos de la viva brisa marina, y apenas se leían ya en las agrietadas paredes las «pintadas» que habían dejado largo tiempo atrás los últimos reclutas.

Estacionando el coche junto al destartalado embarcadero, salieron en busca del guardia civil retirado. El levante soplaba en desagradables ráfagas desde Chiclana, al otro lado del canal. Bernal distinguió entre el celaje las ruinas del castillo de Sancti Petri, visibles en mitad de la alargada isla en forma de cucharón, a cosa de media milla marítima al oeste de donde estaban ellos.

El contraalmirante aporreó la puerta de la caseta, pero no hubo respuesta del guardia civil. Entre las barcas de pesca y las redes puestas a secar en el embarcadero, divisaron a un chiquillo de ocho o nueve años, que estaba tallando un pito con un cortaplumas.

– ¿Has visto al guarda, pequeño? -preguntó Soto.

– No, señor; esta mañana, no. Creí que don Pedro estaba durmiendo todavía, pero a lo mejor ha ido de compras a Chiclana. Desde que llegué, a las diez, no le he visto.

– ¿Y tú de dónde eres, muchacho? -le preguntó Bernal amablemente.

El chiquillo señaló hacia El Molino de Almaza.

– Mi padre tiene una finquilla ahí, pero cuando no he de ir a la escuela, me deja venir a hablar con don Pedro, que me enseña a hacer nudos marineros y a tallar cosas en madera -explicó, mostrando, orgulloso, el silbato casi terminado.

– Gracias, pequeño -le dijo el contraalmirante-. Le esperaremos aquí.

Cuando llevaban más de media hora aguardando el regreso del guardacostas, Bernal propuso al inspector Fragela que llamase por la radio del coche a la Guardia Civil de Chiclana, para ver si podían localizar a su hombre.

Bernal había estado mirando pensativo la boca del canal de Sancti Petri, que en aquel punto tenía más de cien metros de anchura. Le preguntó a Soto qué profundidad alcanzaba.