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– No es navegable para los barcos modernos, comisario. Aquí, en su parte más ancha, sólo tiene dos metros y medio de calado en el mismo centro, pero además, según se adentra uno en tierra hacia San Fernando, hay mucho cieno. Y en la entrada, a la altura de la isla, tiene un arrecife de conchas fósiles. Sólo lo pueden transitar las embarcaciones de muy poca quilla, en su mayor parte, como ve, las de recreo y las pesqueras pequeñas.

– ¿Hay en la boca del canal alguna instalación de sonar pasivo? -quiso saber Bernal.

– ¡Qué va, por Dios! No hay calado bastante para los submarinos, se atascarían en el cieno.

– Pero el canal rodea todo San Fernando, hasta los talleres de reparación naval de La Carraca, ¿no?

– Así es, y de allí pasa a la bahía. No se trata de un verdadero canal, ¿sabe?, sino de lo que llamamos un «cañón»: un brazo de mar, que forma la isla de León. Durante el siglo diecisiete lo ensancharon en varios puntos, y en aquella época lo utilizaban mucho los veleros de la Armada, porque, gracias a la dirección del viento, o por razones tácticas, permitía a nuestras carabelas navegar hacia Trafalgar y sorprender a una flota extranjera, apareciendo de pronto por detrás de la isla de Sancti Petri, y no en la bahía, como fuera de esperar. En todo caso, y para salvar la barra, tendrían que hacerse al agua con la marea alta.

– ¿Y los barcos de hoy no podrían hacer eso?

– Ni en sueños. Se quedarían atascados en el limo, o tropezarían con uno de los modernos puentes de carretera, mucho antes de llegar hasta aquí. Como es natural, dragamos el corto tramo que va de Bazán y La Carraca a la bahía, de modo que hasta un navío de desembarco del tamaño del Velasco puede atracar allí. Y precisamente ahora se encuentra en los astilleros, en reparación.

– ¿Qué otros buques hay en el puerto? -preguntó Bernal.

– Tres fragatas, fondeadas en Los Puntales, justo a la salida del puente nuevo de la bahía, y un crucero ligero, en la dársena interior.

Mientras Bernal sopesaba esa información, llegó junto a ellos un jeep con dos guardias civiles, uno de ellos un capitán, que saltó del vehículo y saludó.

– ¿El contraalmirante Soto? -dijo-. Capitán Barba, a sus órdenes. Para informarle de que Pedro Ramos, el guardia civil retirado que está aquí de vigilante de costas, no ha sido visto hoy en Chiclana. Hemos preguntado en todos los sitios que suele frecuentar, y tampoco en la ciudad se ve estacionado por ninguna parte su velomotor.

– Y aquí, ¿Sabe usted dónde lo guardaba, capitán? -indagó Bernal.

– Ahí, fuera, junto a la caseta.

Fragela y los guardias civiles se pusieron a buscar el vehículo por el muelle, pero no encontraron ni rastro de él.

Bernal, cuyo malestar iba en aumento, escudriñó por la ventana el interior de la vivienda.

– Creo que habrá que forzar la puerta y ver qué hay dentro -le dijo a Fragela-. ¿Podemos abrir el candado? Es una pena que Varga no haya llegado todavía.

Sacando una ganzúa, Lista se ofreció a intentarlo. En ese momento oyeron la voz del niño con quien habían hablado antes, que estaba sentado al otro extremo del embarcadero, balanceando las piernas en el aire.

– ¡Señores, vengan a ver!

Bernal y Fragela salieron presurosos hacia allí, y al llegar junto al muchacho, miraron en la dirección que les señalaba con insistencia.

– Ha bajado la marea, ¡y la bici de don Pedro está ahí, en el agua!

Los guardias civiles saltaron a un bote amarrado en el fondeadero y remaron, contorneando el muelle, hacia el lugar que indicaba el chiquillo. Ayudándose con un garfio, consiguieron sacar el vehículo del cieno y arrastrarlo lentamente hacia la arena gris que se extendía más allá del muelle.

– Es la bicicleta de don Pedro, seguro -dijo excitado el muchacho-. A veces me lleva en ella a casa.

Reunido con Fragela y el contraalmirante donde los demás no pudieran oírles, Bernal dijo:

– Mejor será que haga registrar toda la zona, Fragela. Lista le echará una mano.

– ¿Pido refuerzos?

– Es preferible avisar a Miranda. Valen más tres investigadores expertos, que todo un ejército de guardias mal entrenados, que nos pisotearían todos los indicios -repuso Bernal. Y con creciente inquietud, añadió-: Temo que le haya ocurrido algo a Ramos. Las señales luminosas que vio anoche, ¿cómo las comunicaría? ¿Por teléfono o por radio?

– Tiene un pequeño receptor que le permite comunicarse con el puesto de la Guardia Civil de Chiclana. Desde que cerraron el campamento militar, no hay teléfono aquí, comisario. Como ve, el pueblo está desierto.

– Y habrá que registrar todos esos edificios vacíos -agregó Bernal-. ¿Interceptarían su mensaje los que emitían las señales? Puede que captaran la frecuencia de la guardia costera…

El doctor Peláez estaba efectuando la segunda autopsia del submarinista muerto. Lo hacía con su viveza habitual, hablando ante un micrófono que llevaba bajo la barbilla, y que más tarde permitiría a una fonomecanógrafa extender un borrador del informe. Peláez había detestado siempre el papeleo que llevaba aparejada la labor de los forenses. Los dos patólogos locales, entretanto, le observaban admirados.

– Incisión inicial realizada con gran destreza… órganos retirados en forma conveniente -dictó Peláez ante el micrófono, mientras el más joven de sus colegas se sonrojaba detrás de la máscara-. Vaya, ¿qué es esto…? -y tomó una lupa, para examinar más detenidamente la región cordial.

– Tuvimos que diseccionar una pequeña herida -dijo el mayor de los dos facultativos locales-. Encargué una diapositiva de la muestra. Al principio pensamos que era el orificio de entrada de una bala.

– Hmm, extraña herida -comentó Peláez ásperamente-. Es la primera que veo de esta clase. ¿A qué la atribuirían ustedes? ¿Electrocución? ¿Un electrodo insertado en la carne?

– Pero si hubiera sufrido una lesión semejante estando vivo todavía, habría indicios vitales, ¿no le parece? -objetó, muy cortés, el joven patólogo.

– ¿Encontraron una lesión correspondiente en el corazón, detrás de la herida?

– ¿Señales de electrocución? No, doctor; aunque fue en eso en lo primero que pensé. El corazón se veía perfectamente normal.

– Pero se paró, ¿no? -dijo Peláez-. ¿Qué le hizo pararse? ¿Tal vez una inhibición del nervio vago? Habrá que averiguarlo -dijo, antes de diseccionar ampliamente toda la zona del esternón y extraer a trechos regulares muestras destinadas a nuevas diapositivas-. Aquí, en los labios exteriores de la herida, hay indicios de intensa quemadura. ¿Qué coño la puede haber causado? -exclamó, olvidando momentáneamente el micrófono y la posterior reacción de la mecanógrafa-. ¿Y sería ésta la herida fatal?

– Nada indica que alcanzase el corazón, ¿verdad? -apuntó el forense local.

– Pero si anda usted en lo cierto y no hay otras causas evidentes de la muerte, esto tiene que guardar, por fuerza, alguna relación. ¿Qué provoca un colapso cardíaco? ¿La asfixia? Sin embargo, no hay indicios ni de anegamiento ni de ahogo ni de estrangulación ni de embolismo. Y tampoco se ven rastros de enfermedad cardíaca o arterial, ni de fallos renales o hepáticos, ni de abuso de drogas o de alcohol. Veo que comprobaron todas esas posibilidades y las descartaron. En breve, que hemos de considerar plausibles la inhibición vagal o la electrocución. Y ustedes diseccionaron cuidadosamente el corazón y no encontraron señal alguna de electrocución, ¿no es así? -preguntó Peláez incisivo.

– Así es -repuso el patólogo de más edad.

– Entonces hay que tomar en cuenta la inhibición del nervio vago en el cuello -determinó Peláez.

– Pensamos en eso como último recurso -expuso el médico joven-, pero no pudimos encontrar ningún indicio de constricción.

Peláez ponderó más detenidamente el problema.