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– Me gustaría examinar a fondo el tejido cardíaco, y examinar los daños que tiene en el pecho el traje de inmersión. ¿Podría utilizar su laboratorio?

– Naturalmente, doctor Peláez. Para nosotros es un gran honor el que trabaje usted aquí.

– Gracias -respondió Peláez con la magnanimidad propia de quien está a la cabeza de una profesión-. Bernal también necesita datos acerca de las principales características del difunto: raza, edad aproximada, ocupación, etcétera. ¿Disponen de una buena instalación radiográfica? Como sabrán, he hecho un estudio de los tipos craneanos.

– Seguimos en las revistas sus artículos sobre el tema, doctor. Y sí: el equipo del hospital está muy al día. Pero si algo nos falta, probablemente podríamos conseguirlo en el Hospital Naval.

– ¿Mandaron analizar las muestras del agua encontrada en la tráquea? En caso de que contenga diatomeas, es posible, comparándolas con muestras tomadas en distintas zonas de la bahía, determinar la procedencia del cadáver.

– Encargamos el análisis, doctor, y esperamos tener los resultados durante el día de hoy.

Una hora más tarde, Peláez, que había estado utilizando el potente microscopio del laboratorio patológico del hospital, apartó de él la mirada, radiante de satisfacción, y salió en busca de sus dos colegas.

– ¡Ya lo tengo! Creo saber cómo murió el hombre rana. Tenía cocida la válvula principal del corazón.

– ¿Cocida? -exclamó el forense gaditano-. Le aseguro que nosotros no aplicamos ningún tipo de calor.

Peláez rechazó con impaciencia esa justificación.

– El tejido cardíaco sufrió una irradiación súbita y muy intensa, como las que emiten las microondas o un haz luminoso de altísima frecuencia, bastante para inmovilizar la válvula.

– ¿Un haz luminoso? -se extrañó el médico joven-. ¿Qué clase de haz podría conseguir eso?

– Aunque no estoy completamente seguro, uno de tipo láser. No he visto ningún caso mortal producido por ese medio, pero sí he conocido un par de lesionados por quemaduras de láser ocurridas en el laboratorio de ingeniería de la Ciudad Universitaria de Madrid. ¡No me extraña que estuvieran ustedes desconcertados! Que yo sepa, es la primera muerte que se da en España por irradiación de láser. ¡Ni que decir tiene, esto ha de salir en mis memorias!

– Pero ¿cómo pudieron aplicarlo? -quiso saber el joven patólogo-. ¿Y por qué no se fundió completamente el traje de inmersión en ese punto?

– Los rayos láser son de una gran precisión direccional -explicó Peláez-. Sólo una ínfima región queda afectada por su contacto. Mi hipótesis es que el submarinista estaba parcialmente sumergido cuando le dirigieron la pistola láser al pecho. De tal forma, consiguió alcanzar el corazón penetrando en un haz muy delgado, mientras que el agua del mar enfriaría rápidamente los bordes del orificio de entrada. La muerte debió de sobrevenir muy de prisa, porque no se aprecia reacción vital en torno a la herida.

– ¿Quién puede disponer de una pistola de ésas? -preguntó el patólogo de más edad.

– Eso tendrá que descubrirlo Bernal.

En ese preciso momento entró una auxiliar de laboratorio con un sobre amarillo de gran tamaño, que el veterano de los forenses rasgó.

– Los resultados del análisis del agua encontrada en la tráquea -le dijo a Peláez, antes de pasar a la última página del informe-. Han comparado las diatomeas con las de muestras obtenidas en distintos puntos de la bahía. La conclusión es que coincide mayormente con la muestra extraída en Punta Candor, no lejos de la desembocadura del Guadalete.

– ¿Dónde queda eso, exactamente?

– Un poco al oeste de Rota.

– Ah, eso le resultará muy útil a Bernal. Echemos ahora un vistazo a las radiografías del cráneo. El comisario quiere conocer las características raciales del cadáver. Veo que comprobaron ustedes las placas craneanas. ¿Situarían su edad entre los veinticinco y los veintiocho años?

– Eso pensamos.

– Estoy de acuerdo con ustedes. Ahora compararemos el perfil del cráneo con mi muestrario básico de tipos raciales -y sacando de un abultado maletín una serie de placas radiográficas, las prendió en una pantalla luminosa de observación.

Sus colegas siguieron la operación con el mayor interés.

– Naturalmente -dijo Peláez-, es de vital importancia disponer de auténticas radiografías. Como verán, tengo doce muestras de los principales tipos craneanos: varios europeos, asiáticos, negros, norteafricanos, etcétera; y tres hombres y otras tantas mujeres de cada grupo de edad de los distintos tipos, con tomas frontales y de perfil para cada individuo.

Cuando hubo expuesto la radiografía correspondiente al submarinista muerto, pidió a sus colegas gaditanos que estableciesen comparaciones.

– Mientras ustedes sacan una impresión visual, yo voy a medir la cabeza de nuestro hombre. Es importante conocer la longitud, anchura y altura del cráneo y los ángulos de los planos occipital y frontal.

Peláez estuvo haciendo cálculos en una libreta por espacio de unos minutos, transcurridos los cuales preguntó:

– ¿Y bien? ¿Alguna conclusión?

– Desde luego no es ni europeo ni negro -respondió el forense local-, pero podría ser eslavo o norteafricano.

– Yo creo que lo último -dijo el patólogo joven-. Aunque el cráneo se parece al del segundo asiático que tiene usted aquí, la nariz es bastante más ancha.

– Vaya, creo que ha dado usted con la solución -declaró Peláez-. Según mis cálculos, se trata de un norteafricano. Veamos, pues, algunos de los subtipos de esta carpeta -y sacó de su maletín otro sobre pardo de grandes dimensiones-. Tengo aquí una gama que va de egipcios y sudaneses a árabes y bereberes.

– ¿Cómo consiguió todo ese material? -quiso saber el médico veterano-. No puede proceder únicamente de su Instituto de Madrid.

– La mayor parte me la procuró un buen amigo que trabaja en el Departamento de Cobaltoterapia del Gran Hospital. Es especialista en tumores cerebrales y, por supuesto, saca muchísimas radiografías con su nuevo escáner. Otra procede de discípulos míos que ahora ejercen en Ceuta, Melilla, El Aiún y El Cairo. En Madrid tengo una enorme colección, pero sólo he traído los tipos básicos, para la identificación inicial.

Peláez retiró la primera serie de placas y expuso la segunda, correspondiente a los subtipos norteafricanos.

Los patólogos gaditanos compararon las nuevas placas con la radiografía craneal del cadáver por identificar. Se les veía muy interesados.

– Parece de tipo bereber -dijo el mayor.

– Lo mismo opino -convino su joven compañero-. Su sistema resulta impresionante, doctor.

– Las tablas de cálculo son útiles -comenzó Peláez-, pero nada ofrece la exactitud del comparar con prototipos reales. Creo que podemos decir con bastante seguridad que nuestro hombre es un bereber del norte de África. Lástima que falte toda la dentadura. Como verán, le extrajeron todas las piezas, exceptuando un tercer molar sin salir y los raigones de dos segundos molares. Es curioso que no llevara prótesis cuando lo encontraron. Es seguro que usaba dentadura postiza, porque observé indicios de fricción en las encías, que aparecían aplanadas. ¿Con qué fin se tomarían la molestia de quitarle las prótesis al cadáver? ¿Quizá para evitar una posible identificación?

– Y en cuanto a la profesión -apuntó el médico joven-, ¿podemos determinar algo?

– Examinemos las radiografías de las tibias -dijo Peláez, en tanto colocaba otras dos placas en la pantalla-. ¿Ven esas señales de presión en la parte inferior? Significan que tenía costumbre de acuclillarse, que es como suelen sentarse en el norte de África. Y me parece que poco más podemos deducir, salvo que estaba en excelente forma física, con una musculatura bien desarrollada. No hay duda de que era un individuo activo, que hacía vida al aire libre… ¿ven el curtido de la piel en los hombros?